14

Durante el primer año de su vagabundeo no deseó la compañía de nadie: elfo, enano, humano, goblin u ogro. Vivió en soledad en los arrabales de ciudades y pueblos, pasando el invierno bajo techo cuando la estación era fría y hallando que las ciudades portuarias eran las más hospitalarias e interesantes. No tuvo ninguna amante, pues ninguna elfa lo quería, y en Silvanost los corazones de los jóvenes no anhelan a las mujeres extranjeras. Pagaba su alojamiento y las comidas con el acero que ganaba eliminando mágicamente las ratas de los almacenes, una tarea ignominiosa que odiaba.

A pesar de su infelicidad, Dalamar seguía siendo un recolector de noticias, y allí donde las aguas se encuentran con tierra firme encontró mucho que recolectar. En las tabernas donde se reunían los marinos se enteró de la rehabilitación de los territorios asolados desde hacía mucho tiempo por la guerra. Escuchó cómo, tras redactar tratados, los soldados del Ejército de la Piedra Blanca abandonaron el campo de batalla y regresaron a sus granjas, oficios y tiendas. En las tiendecitas donde los que usaban la magia comerciaban con libros de hechizos, hierbas, aceites y artilugios extraños y poderosos, oyó de labios de magos de las tres Órdenes que los ejércitos de la Reina de la Oscuridad no tenían tal pacífica intención. La alianza entre los ejércitos Rojo, Negro, Blanco y Azul se desmoronó al final de la guerra, aunque las tropas seguían manteniendo el control de enormes territorios, y los vencidos Señores de los Dragones gobernaban sus feudos con brutalidad, blandiendo sus férreos puños sobre las cabezas de sus súbditos al tiempo que peleaban entre sí. En las tabernas, los bebedores consideraban la guerra finalizada, la disputa entre los dioses resuelta, y pasaban las noches de invierno realizando cómodos planes para un primavera que no señalaría, por fin, el inicio de otra sangrienta campaña guerrera. En las tiendas de magia los parroquianos no estaban tan seguros de que estuviera todo dicho y hecho con respecto a la cuestión entre los dioses.

Durante el invierno, inmerso en sus meditaciones, Dalamar no pensó en términos tan amplios; pensó en sí mismo, en sus opciones y posibilidades. Por la noche soñaba con su hogar, dolorosos sueños que le recordaban su pérdida, y durante el día se preguntaba qué lugar podía hacerse para sí en el mundo que existía fuera de Silvanesti. Pensó en las ciudades a las que podría viajar: Palanthas, Tarsis, Caergoth y Ciudadela Norte. Pensó en las bibliotecas, las oportunidades de estudiar…

Pero no pensó en viajar a la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth. Aquel viejo sueño permanecía silencioso en su interior.

Al llegar la primavera, el mago sintió vientos oscuros detrás de él, vientos inquietos, y éstos siempre parecían empujarlo fuera de los lugares donde se congregaba la gente, lejos de las tabernas y los fogones, de los burdeles y los templos y las tiendas de artículos mágicos. Esos vientos lo empujaban a los viejos lugares por los que los mortales ya no deambulaban. Y él, que había visto la ruina de su país, la destrucción de su propio puesto en ese reino, se sorprendió al descubrir que le gustaban las ruinas, los esqueletos de las viejas ciudades, antiguos lugares cuyos nombres sólo eran recordados a medias, cuyas historias hacía tiempo que el viento se había llevado consigo.

Dalamar paseó entre los fantasmas que vagaban por Vigía Sangriento, la torre derruida que se había alzado a la vista del mar de Istar, y que ahora era sólo un montón de piedras. Encontró entradas a las zonas ocultas de las ruinas, descendió a las profundidades y descubrió sótanos repletos de escombros: rollos de pergaminos que detallaban suministros y solicitudes, viejos cofres llenos de armas oxidadas y, en el rincón más remoto de la estancia más profunda, un arca dorada no más grande que sus dos manos extendidas. Aunque había estado entre el polvo y bajo el aire húmedo del subterráneo durante incontables años, el arca estaba limpia como si acabaran de construirla, y le cantó, a través de las manos, a través de los huesos y la sangre, porque contenía algo mágico, y él comprendió por la emoción que le embargaba que allí había magia oscura.

Con sumo cuidado, examinó la caja, detectó protectores mágicos y los liberó. En el interior había un anillo de plata, grabado con runas y engastado con un rubí perfectamente tallado y oscuro como sangre derramada. Ignoraba qué poder había en el anillo, pero lo sacó de aquel lugar. Más tarde, sentado en la orilla, mientras contemplaba las revueltas aguas, oyó gemir al viento alrededor de las ruinas de Vigía Sangriento durante dos días y tres largas noches, y recordó lo que había aprendido en Silvamori, que todas las cosas poseen voz y que todo puede cantar, de modo que aprendió el lenguaje del viento, el canto del mar y conversó con los fantasmas que erraban por allí. Uno le dijo, finalmente, qué poder poseía el anillo. Podía secar la sangre en las venas de cualquier adversario.

Quiso el destino que en la hora previa al amanecer, un pequeño bote llegara a la pedregosa orilla bajo las ruinas de Vigía Sangriento. Un goblin bajó de la embarcación y empezó a merodear. Dalamar permaneció sentado sin moverse, mientras el intruso exploraba las ruinas; aguardó hasta oír las pisadas que se acercaban, casi brincando…

La postrera luz de las estrellas que se desvanecían proyectó una sombra, una pequeña señal oscura en el suelo. Olió el tufo del aliento de un goblin y permaneció totalmente inmóvil, como si no advirtiera nada. Una hoja de acero siseó fuera de su funda, y Dalamar se volvió, vertiendo toda su fuerza de voluntad en el anillo de rubí, para dirigir su magia. El goblin abrió los ojos de par en par, su mandíbula se desencajó en el momento en que llevaba aire a sus pulmones con un ronco jadeo, y luego se desplomó sin vida. Con la ayuda del propio cuchillo del goblin, el elfo comprobó que la sangre se había secado realmente en sus venas, pues no halló otra cosa que un polvillo pardusco en todos los lugares donde hizo un corte.

En el verano de ese mismo año, Dalamar Hijo de la Noche se dirigió al norte, a las ruinas de la Ciudad de los Nombres Perdidos, y vagó por las sollozantes calles, en busca de aquellos objetos mágicos que pudiera encontrar. No halló ninguno, y tuvo la impresión de que alguien había estado allí recientemente antes que él. Desenterró un cofre lleno de grandes riquezas en joyas, collares, broches, anillos y diademas, y aunque nada de ello poseía el menor valor mágico, tomó algunas de las piezas, dejando la mayor parte ocultas bajo su propio conjuro de protección.

En otoño fue a las montañas Kharolis, y dio vueltas y vueltas a las terribles ruinas de Zhaman, que los enanos de Thorbardin ahora llamaban Monte de la Calavera, la fortaleza que, según la leyenda, había hecho construir el gran mago Fistandantilus. ¡Qué tesoros mágicos debía de haber allí dentro! Dalamar oyó el viento y los gemidos, pero no encontró más fantasmas que los de enanos, y éstos no tenían nada que decirle que no tuviera que ver con las grandes guerras de tiempos pasados cuando la fabulosa Zhaman fue destruida durante el caos que arrasó Krynn tras la caída de Istar. De buena gana habría entrado para ver qué maravillas había ocultas, pero las torres se habían fundido y resbalado por la ladera de la colina sobre la que se alzaba, adoptando la forma de cráneo de la que ahora tomaba el nombre. Todas las entradas estaban selladas.

Desde allí Dalamar fue a pasar el invierno en Tarsis, cansado de oler a mar y de comer pescado en ciudades portuarias. Mientras andaba por el antiguo rompeolas de una ciudad que no había visto el mar en los trescientos y pico de años transcurridos desde que el Cataclismo rehiciera el mundo, contempló la seca llanura que en el pasado había sido un puerto, los cascos de barcos abandonados por el mar que ahora servían de cuchitriles para la gente pobre de la ciudad que vivían cara a cara con los proscritos, los bandidos y todos aquéllos que se aprovechaban de los débiles. Quinientos años más tarde, apenas se distinguían los contornos de los cascos, pues se habían hecho obras para expandir cada casco y reparar los estragos del tiempo. Se habían añadido habitaciones desvencijadas, que luego se habían quitado, para volverse a añadir luego… todo ello de un modo aleatorio.

Fuera del rompeolas que ahora no rompía ninguna ola estaban las Praderas de Arena y, más allá, las estribaciones de las montañas Kharolis, a casi ciento sesenta kilómetros de distancia. Un viento seco soplaba desde las praderas, lleno de arena y apestando a los montones de basura que, desde hacía años, los tarsianos tenían por costumbre arrojar por encima de las murallas como si aún existieran veloces corrientes de agua que se la llevaran hacia el mar.

Dalamar dio la espalda a los cascos de barcos y abandonó la muralla, para descender a la ciudad. Atravesó el mercado, dejando atrás puestos donde muchachas de ojos oscuros vendían flores, y tenderetes donde ancianas pregonaban sus cerámicas pintadas de brillantes colores. Por todas partes flotaba el olor a comida: carnes asándose, sopas en ebullición y gruesas hogazas de pan aureoladas de vapor.

En los rincones más oscuros, apoyadas contra la muralla situada más allá de la plaza central, encontró las discretas tiendas donde se reunían los magos, Noche de Nuitari, Los Tres Hermanos, Alas de la Magia, todos los lugares donde los magos Túnicas Rojas, Negras y Blancas iban a intercambiar objetos mágicos por componentes para hechizos, componentes para hechizos por libros de conjuros, y chismorreos por noticias. Entró en la Ciudad Vieja, donde encontró ruinas no muy distintas a las que había visto en otras tierras, sólo que éstas se hallaban dentro de las murallas de la misma Tarsis. Allí localizó la Biblioteca de Khrystann, aquella cámara subterránea repleta de libros y pergaminos, muy poco de lo cual guardaba un razonable orden.

Tarsis la Bella, Tarsis la Ruina… Dalamar descubrió que el lugar le gustaba. Alquiló habitaciones sobre una tienda de artículos para magos en el mercado, cerca de la puerta de hierro de la muralla a través de la cual se pasaba a la calle situada detrás de la Biblioteca. Recordó relatos de la guerra, historias de cómo Alhana Starbreeze se había encontrado con un dispar grupo de viajeros en busca de un Orbe de los Dragones. Había un mago con ellos, aquel cuyos ojos eran como relojes de arena, cuya piel tenía el color del oro, pero no el dorado que produce el sol, sino el color del metal de oro. Recordó lo que había oído a bordo del Radiante Solinari en el viaje de regreso de Silvamori: historias sobre un hechicero que habían hecho estremecer a un Montaraz silvanesti. Con ese recuerdo en su mente, Dalamar se dedicó a escuchar por el mercado, merodeando por las tiendas de objetos para magos, lleno de curiosidad y con la esperanza de averiguar cosas sobre ese mago que había roto el hechizo de un Dragón Verde. No oyó nada, y se preguntó si Raistlin Majere había desaparecido de la historia de Krynn igual que el Montaraz había jurado que había desaparecido de la historia de Silvanesti.

Ese año, Dalamar no tuvo necesidad de ganarse la vida expulsando ratas de los almacenes con sus conjuros. Las chucherías que había sacado de la Ciudad de los Nombres Perdidos se vendieron a buen precio en el mercado, de modo que se dispuso a pasar el invierno con comodidad, pasando la mayor parte de su tiempo en la Biblioteca de la Ciudad Vieja, entre viejos libros y antiguos pergaminos. Realizó un estudio adicional sobre hierbas y amplió sus investigaciones para incluir conocimientos sobre runas mágicas de todo tipo. En una ciudad donde la mitad del terreno estaba en ruinas, donde los proscritos y los bandidos merodeaban a sus anchas fuera y dentro de las murallas, dicho estudio resultaba adecuado. En muy poco tiempo aprendió cómo pronunciar las dos runas del antiguo istariano —con la cadencia exacta, con perfecta concentración— que podían matar a un hombre de pie. Asimiló las primeras tres runas grabadas por oscuros magos enanos en las entrañas de Thorbardin capaces de localizar a un enemigo en su lecho y matarlo allí. Las puso a prueba en un hombre que vivía en los cascos de barcos, un ladronzuelo que tuvo la loca idea de meterle la mano en el bolsillo un día que paseaba por el mercado. El hombre murió entre alaridos, y nadie supo qué había sucedido excepto Dalamar, que observó su muerte en un cuenco de visión.

En una ciudad donde los magos se congregaban, su nombre se tornó familiar y respetado. Maestro de las runas comenzaron a llamarlo, y adquirió la reputación de haber reunido tantos secretos como guardaban las runas. Mediado el invierno tomó una amante, que no era elfa sino una humana de relucientes cabellos negros que le llegaban hasta los talones, y cuyos ojos tenían el color de la corteza del álamo, gris y dulce. El mago no rechazó a la extranjera, como había hecho en el pasado; estaba cansado de su lecho célibe, y consideró que la mujer tenía la risa fácil y no se quejaba demasiado de un mago que se movía en las sombras y guardaba más secretos que ella horquillas.

El elfo oscuro decoró su dormitorio con un tapiz tejido en Silvanesti, una deliciosa representación del bosque en primavera, y compró media caja de vino silvanesti, con sabor a otoño. Bebió el vino como quien bebe recuerdos de todo lo que se ha perdido para él, con amargura y dulzura. Al llegar la primavera otra vez, Dalamar se separó de su amante, reacio a dejarse encadenar por la esperanza de ésta de una reanudación de su relación cuando regresara. La mujer no lloró, se limitó a reír, y no volvió la mirada al salir por la puerta. El mago permaneció unos instantes aspirando los últimos vestigios de su perfume, el almizclero olor de un aceite dorado importado de Ergoth del Norte, luego selló sus aposentos con cerraduras invisibles, con hechizos de protección y trampas secretas. Hecho eso, cogió su alforja y bajó las escaleras para pagar a su casero el alquiler de todo el año siguiente antes de abandonar la ciudad. Por fin, tenía un hogar.

Fue a Valkinord, pero no encontró pergaminos mágicos, ni artilugios secretos, y una vez más se dio cuenta de que alguien había estado allí antes que él. Sí halló una pequeña capilla dedicada a Nuitari, llena de sombras y del fino encaje gris de las telarañas. La limpió y se detuvo a rendir culto, solo en medio del polvo con el viento y los espectros, un vagabundo entre las ruinas. De repente empezó a pensar en la Torre de la Alta Hechicería y en el bosque secreto de Wayreth; algunas fuentes le indicaban que el bosque se hallaba en la orilla del glaciar del Muro de Hielo; según otras, se encontraría en la zona norte de Abanasinia, y otras más juraban que el bosque de Wayreth se alzaba cerca de Qualimori —¡no!— justo más allá de Tarsis. Pero una vez hallado el bosque, había que encontrar también la Torre que —todas las historias concordaban en ese punto— se movía por el interior del bosque con la misma facilidad que un pez en el agua. Allí dentro, ningún mago encontraría el camino a menos que fuera invitado o que poseyera un enfoque tan claro de su meta, una voluntad tan inquebrantable de conseguirlo, que nada en la magia del bosque pudiera confundirlo o desanimarlo. Por la noche soñó con la Torre, pero por la mañana, al despertar, sólo recordaba muy vagamente lo soñado, apenas un susurro.

Aquel verano, Dalamar viajó hasta Neraka, donde averiguó que los Señores de los Dragones de Takhisis a menudo se reunían allí para conspirar y prepararse para lanzar otra campaña contra los habitantes de Krynn. Pasó mucho tiempo sentado en las colinas situadas fuera de la destrozada ciudad, oyendo los rumores y percibiendo el poder que emanaba del lugar, una fuerza compuesta de magia y tropas. ¿Qué poder podría obtener si entraba en Neraka, se presentaba ante un Señor del Dragón y ofrecía sus servicios? Ninguno, decidió, y únicamente a otro amo al que servir.

Se levantó y se alejó de Neraka, de los ejércitos amenazadores de Takhisis, y descendió hasta Ergoth del Sur.

A pesar de habérsele prohibido el acceso a todos los territorios elfos, Dalamar se escabulló en el interior de Silvamori y entró en la torre de Daltigoth, aquel amontonamiento de piedras que en una ocasión, hacía ya mucho tiempo, había sido una de las cinco Torres de la Alta Hechicería. Ésta en particular había sido frecuentada por magos que se habían consagrado a los dioses oscuros, y los estudios llevados a cabo allí eran siniestros y terribles, perfeccionamientos en las artes del suplicio y la aflicción. Otra de las cinco torres se había alzado en Goodlund, pero incluso sus cimientos habían desaparecido; una tercera torre se erigió en la maldita Istar; allí, Lorac Caladon había pasado su Prueba de la Alta Hechicería, pero esa torre, como todo Istar, yacía ahora bajo el mar, destruida durante el Cataclismo. Dos torres quedaban aún en pie: una en Palanthas y una en el bosque secreto de Wayreth, pero sólo la última funcionaba todavía, conservada y protegida por su actual amo, Par-Salian de la Orden de los Túnicas Blancas, y sólo allí podía un hechicero pasar la Prueba de la Alta Hechicería. En cuanto a la torre de Palanthas, ésta estaba maldita, y Dalamar nunca había oído que nadie entrara allí.

Pensando en torres, en el sueño que había tenido últimamente, el que mantenía desde hacía mucho tiempo, atravesó la Torre de la Alta Hechicería de Daltigoth. El agua goteaba incesante por las paredes, tanto dentro como fuera, y los vientos suspiraban a través de las piedras resquebrajadas. En las mazmorras, había montones de huesos, marrones y mordisqueados, y en las estancias superiores, nada quedaba de las gentes que habían vivido y trabajado allí, ni siquiera el sollozo de un fantasma. Subió y bajó desmoronadas escaleras de piedra y sacudió el polvo de siglos de tapices mohosos. En las bibliotecas no halló nada, ni un pergamino sin importancia, ni el libro más pequeño. Allí no se preguntó si algún cazador de tesoros había estado antes que él; las enormes estancias y las profundas criptas tenían el aspecto de lugares que habían sido sistemáticamente vaciados mucho tiempo atrás. Bibliotecas, estudios, escritorios, laboratorios… Dalamar vagó apático entre todos ellos, sin demasiado interés por lo que veía.

—Es la hora —dijo Dalamar, de pie en el amplio espacio que en una ocasión debió de ser una enorme sala de espera.

No lo dijo en voz muy alta, pero el eco de sus palabras recorrió toda la torre, rebotó en los muros de piedra, saltó por las escaleras y cayó por su hueco. Había llegado el momento de iniciar la búsqueda de la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth y averiguar si el Señor de la Torre le concedía la oportunidad de pasar la Prueba. Miró en derredor y vio el repulgo de su negra túnica gris por el polvo y, sus propias pisadas marcadas detrás y delante de él.

Tras echarse el morral a la espalda, Dalamar salió por la puerta, dejando atrás las destrozadas gárgolas, y descendió por los rotos peldaños de piedra. El patio estaba repleto de maleza. Un viento soplaba con fuerza desde las aguas del estrecho de Algoni, frío y con olor a mar, y las gaviotas chillaban en el cielo azul profundo, con sus voces sonando como heridas en el silencio. Algo oscuro pasó a toda velocidad, pero Dalamar lo detectó con el rabillo del ojo y alzó la mirada; mientras miraba, dio un paso hacia el interior del patio.

Un agudo dolor lo invadió por la espalda y a continuación saltó a través del pecho. Se quedó sin aire, intentó girarse para defenderse, y un peso volante lo golpeó, lanzándolo sobre el roto pavimento. Oyó una risa que descendía de los altos muros de la destruida torre, chirriando en el cielo al tiempo que abrasaba su mente como el fuego. Forcejeó, intentando deshacerse del peso que lo inmovilizaba y mantenía apretado contra el suelo. Con el corazón martilleando en su interior, empezó a patear y a retorcer los hombros; no consiguió apartar el peso, ni poner fin a la chirriante risa, pero consiguió tomar aliento, una corta y vacilante boqueada, y luego…

***

No había losas agrietadas bajo la mejilla de Dalamar que desgarraran su carne, y la sangre del corte en su mejilla se filtraba en la tierra del suelo de un bosque. Soplaba una débil brisa que olía a roble y, débilmente, a pinos lejanos. Entre gemidos, el elfo oscuro acabó de recuperar el aliento, luego colocó las manos bajo el cuerpo y descubrió que no lo sujetaba ningún peso. Se arrodilló con cuidado y percibió una risita apagada.

—Poco a poco, mago —dijo en voz baja alguien que parecía estar divirtiéndose mucho—. Poco a poco.

Él alzó la mirada, despacio, y vio a una mujer subida a una gran roca, que sonreía mientras golpeaba la reluciente hoja de una daga sobre su rodilla. Dos zafiros brillaban en la empuñadura del cuchillo, los ojos de un dragón grabado en el mango de marfil. Dalamar observó el arma, y no vio amenaza alguna en los ojos de la mujer que se golpeaba melodiosamente la rodilla con la hoja. Aunque estaba sentada, comprendió que su interlocutora era tan alta como él, pues así lo indicaban sus largas piernas. Vestida con pantalones de cuero y una camisa roja, la joven llevaba los cabellos negros como la noche recogidos hacia atrás con un pañuelo blanco. Una humana, se dijo, y alta como una bárbara de las Llanuras, aunque no tenía el aspecto de una de ellas, porque sus mejillas eran demasiado pálidas y sus cabellos demasiado oscuros, y pocas mujeres de las Llanuras tenían los ojos del mismo color que los zafiros.

—¿Quién eres? —preguntó, incorporándose. Una veloz mirada le mostró que había perdido su morral, con la pequeña bolsa de monedas de acero, sus botas de recambio, el último recipiente de cuero de su vino de otoño… todo había desaparecido—. ¿Quién eres? —repitió con frialdad, y aunque la mirada que le dirigió habría helado la sangre de tipos muy fornidos, la mujer sólo se movió para sonreír.

—Sería mejor preguntar, Dalamar Hijo de la Noche, ¿dónde estoy? O, lo que es más pertinente, ¿dónde estás ?

El viento que susurró por encima de las copas de los árboles no olía a mar y, al descender, arrastró el aroma de la mujer, de sus prendas de cuero, el tenue olor acre a sudor, y el suave perfume de las hierbas con las que lavaba sus cabellos. Un arroyo borboteó, el agua conversando con las piedras al pasar junto a ellas. El mago se encontraba en un bosque de una meseta, como indicaban los pedruscos esparcidos alrededor, enormes pedazos de piedra como los que se encuentran en las montañas Kharolis. Piedras arrojadas por los dioses, decían los enanos, detritos del Cataclismo.

—¿Dónde estás? —preguntó la mujer. Hizo repiquetear el arma contra su rodilla, acelerando el ritmo, impaciente de improviso—. ¿Dónde estás, Dalamar Hijo de la Noche?

—En el bosque de Wayreth —respondió él, con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho.

Con el rabillo del ojo vio algo negro que corría veloz, pegado al suelo como un podenco a la carrera. Se puso en guardia y giró. No vio otra cosa que bosque, árboles que descendían por las laderas, robles enormes, de amplia circunferencia y gruesa corteza, por entre cuyas hojas se filtraba la luz del sol. Los árboles eran tan altos que al mirar sus copas daba la sensación de hallarse muy abajo, tal vez bajo el mar, donde el cielo, cuando puede verse, no es más que un disco redondo. Del mismo modo que el agua describe ondulaciones, se ondulaba la luz, inundada de sombras. Del mismo modo que el agua habla, así hablaba el bosque, con el viento susurrando por entre los robles.

—¿Qué fue eso? —preguntó, volviéndose hacia la mujer.

Pero ésta había desaparecido.

Sólo había musgo moteado por la luz solar sobre la roca, espeso y de un tono verde dorado. Ni un mínimo arañazo desfiguraba su blandura, y alrededor de la piedra el musgo crecía intacto. Lo tocó: era mullido y fresco. Levantó la cabeza y aspiró el aire, no quedaba nada del aroma de la mujer de negros cabellos, ni siquiera un leve rastro del olor del cuero.

—Muy bien —dijo. La excitación le provocó un nudo en el estómago, el corazón le latió con fuerza, y su ritmo era el mismo que el del repiqueteo de aquella daga—. Estoy en el bosque de Wayreth.

Y el bosque no estaba, se dijo mientras miraba alrededor, al este de Qualimori. Ni tampoco se hallaba al norte de Tarsis o al sur de Abanasinia. Al parecer, el bosque de Wayreth se instalaba allí donde le parecía, pero fuera como fuera, no avistaba aún su auténtica meta, la Torre de la Alta Hechicería. Si el bosque en movimiento lo había atrapado, Dalamar aún tenía que atrapar a la Torre.

Los árboles desfilaron, los arroyos borbotearon y, en el cielo, altas nubes blancas corrían ante el viento que soplaba en dirección norte. El sendero hacia el norte era estrecho, sinuoso y ascendente, y toda la luz del bosque parecía estar a la espalda del mago. Allí, los claros se alargaban, en forma de islas de prados sembrados de flores. Un ciervo saltó, con la luz centelleando en las seis puntas de su gran cornamenta. Dalamar habría jurado que había oído cantar a un azulejo, aunque ningún azulejo prefiere los bosques a los campos. Con el rabillo del ojo —Dalamar asintió, comprendiendo— con el rabillo del ojo vio algo oscuro, que volaba esta vez, un sombra que pasaba como un rayo por entre los árboles, en dirección norte.

Dalamar Hijo de la Noche dio la espalda a los claros, al ciervo y al canto del azulejo y siguió a la sombra.

***

El elfo oscuro ascendió por senderos pedregosos, rodeando caminos borrados y grandes robles, y escaló rocas que, sin duda, gigantes habían incrustado entre los gruesos árboles. Las recias botas que calzaba, aquéllas que tan buen servicio le habían hecho en las accidentadas ruinas, resultaban ahora tan finas como las zapatillas de terciopelo de un noble. Los tobillos se le torcían al pisar pequeñas piedras del camino; daba traspiés sobre los guijarros y caía resbalando de espaldas, maldiciendo la distancia perdida. Sangraba por innumerables cortes, y el cuerpo le dolía a causa de los numerosos cardenales. Pero siempre volvía a levantarse.

Los pájaros que revoloteaban por ese bosque norteño —cuervos y grajos en su mayoría— poseían voces estridentes, y lo seguían como una turba burlona mientras ascendía. Miró alrededor, en un intento de distinguir la sombra que lo guiaba, aquel veloz haz de oscuridad. Nada. Volvió la mirada hacia el frente, prestando sólo una leve atención a su visión periférica, con la esperanza de vislumbrarla. No lo consiguió, pero se negó a pensar en la posibilidad de dar media vuelta. Nunca había recorrido un camino fácil y jamás había elegido la senda recta, el terreno llano, y no tenía sentido hacerlo ahora. El viento cesó, desapareciendo como si no quisiera conducirlo más allá, y el sudor rodó incesante por su rostro y le escoció entre los omóplatos.

Siguió adelante, con los músculos doloridos, el corazón palpitando con fuerza en el pecho y el martilleo del pulso en el cuello. Durante un rato avanzó al ritmo de una plegaria, una que se inició como una solicitud de energía al Hijo Oscuro, a Nuitari de la Noche, pero pronto se quedó sin fuerzas ni ganas de expresar la oración en palabras. Pronto dejó que sólo el martilleo de su corazón actuase de súplica. Trepando, resbalando, trepando de nuevo, siguió adelante hasta que finalmente cayó y se quedó inmóvil. Su corazón latió hacia el interior de la tierra, su sudor manchó las piedras mientras permanecía sin fuerzas sobre la dura senda ascendente.

Cuando por fin se incorporó, advirtió que el camino se suavizaba, el terreno se nivelaba; lo percibió como una reivindicación. Echó el resto para reanudar la ascensión, avanzando penosamente para vencer la cuesta, y llegó a terreno llano. Allí se detuvo, jadeante y sudoroso ante una enorme y musgosa roca sobre la que estaba sentada la mujer de cabellos negros, dándose golpecitos en la rodilla con la daga de ojos de zafiro.

—¿Dónde estás, Dalamar Hijo de la Noche? —preguntó, sonriendo.

No le respondió. No podía. Tenía la garganta obstruida por la sed repentina, y las rodillas sin fuerzas.

—Ah —dijo ella, apartándose un mechón de pelo azabache de la frente; luego extendió la mano detrás de la roca y sacó el morral del mago. Tras rebuscar en su interior con familiaridad como si su contenido le perteneciera, sacó un recipiente de cuero y se lo entregó—. Parece que necesitaras esto.

El mago bebió el vino, mirándola con ferocidad. Bebió, y toda la humeante dulzura de los bosques de Silvanesti en otoño flotó alrededor y a través de él como las primeras neblinas de la estación revolotean por el bosque de álamos. El dolor que sintió entonces no era un dolor en los músculos, ni fatiga de los huesos; lo que sintió fue como hielo que se fundía, con sus crujidos y gemidos. Cerró los ojos, llenos de lágrimas, y la aflicción le provocó un nudo en la garganta. Controló con fuerza su corazón e impidió la salida de las lágrimas, se prohibió a sí mismo mostrar la menor señal de pesar o debilidad ante esa bromista, esa mujer de ojos color zafiro.

—Sí —dijo ella—. En realidad todo tiene que ver con el control, Dalamar Hijo de la Noche.

—¿Qué es todo? —inquirió él, abriendo los ojos con expresión cansina.

—Pues, todo. —Apretó más sus piernas contra el pecho, rodeó con los brazos las espinillas y apoyó la barbilla sobre las rodillas—. Control sobre ti mismo. Eso lo haces bien, ¿no es cierto? Control sobre tu vida, un concepto sobre el que la mayoría de los elfos no tienen conocimientos muy profundos, me atrevería a decir, y, desde luego, control de la magia cada vez que la abrazas.

Ah, magia, el bosque y los senderos que no conducían a ninguna parte.

—De modo que todo ha sido una ilusión —repuso el mago.

—¿La colina y el camino para subir? —Sus ojos azules brillaron con repentina intensidad—. En absoluto. ¿Dan la impresión tus piernas de haber andado por una ilusión?

No era así.

La mujer irguió la espalda y extendió los brazos a ambos lados para abarcar todo el bosque en derredor, el bosque de Wayreth.

—Todo esto es real y todo esto es magia. El Señor de la Torre controla toda esta magia, pero eso no quiere decir que tú hayas perdido el control… lo que podría ser parte del problema.

Y a continuación desapareció, se esfumó, y la roca cubierta de musgo no mostró la menor señal de que ella hubiera estado allí. También desaparecieron el frasco de vino de la mano de Dalamar y el morral del suelo.

***

El viajero fue hacia el sur, penetrando en los claros, y cruzó prados donde las mariposas bailaban sobre margaritas y los colibríes color rubí flotaban sobre las dulces y suaves gargantas de la madreselva. En dirección sur bajo la luz del sol, Dalamar anduvo junto a arroyos donde los peces brillaban como plata bruñida y las libélulas de color azul acerado volaban veloces. Cuando hubo andado por entre todas las maravillas de la primavera, regresó a la roca y a la mujer de ojos azules, pero esta vez le dio la espalda antes de que ella pudiera hablar, y se marchó hacia el oeste al interior de un infinito crepúsculo violáceo. Las estrellas se cernían sobre los árboles, y las tres lunas embellecían el cielo cada vez más oscuro pero sin moverse, ni siquiera un palmo en la noche. Los búhos despertaron en los robles y los murciélagos revolotearon. Un zorro aulló, otro respondió. Una sombra pasó rauda por el sendero que seguía y, al mirar, volvió a verla, a la bromista de ojos azules, que le sonreía sentada en su escarpada roca gris.

Magia y control. Alguna otra persona controlaba el bosque por el que él vagabundeaba; otra persona sabía adónde conducían todos los senderos, y de dónde se alejaban. Magia y control. Dalamar sonrió ligeramente.

La mujer miró alrededor, encontró el morral del mago, y sacó el frasco de cuero lleno de vino. Él lo rechazó cuando se lo ofreció, pero con amabilidad.

—Estoy harto de Silvanesti o de cualquier lugar situado fuera de aquí. Por el momento. —No sonrió, aunque quería hacerlo, y eligió sus siguientes palabras con cuidado—. Estoy aquí, donde necesito estar.

—¿Qué te hace pensar eso? —preguntó la mujer de negros cabellos.

—Todos los informes de mis sentidos parecen mentir y, sin embargo, mis pies me conducen siempre aquí, a este lugar —repuso él, esbozando una reverencia, no muy profunda pero respetuosa—. Tú misma lo has dicho: la magia del bosque no es mía y no puedo controlarla; el camino y las sendas pertenecen a otro. Pero si no puedo controlar la magia, puedo controlar cómo respondo a ella.

La joven lo miró, con una larga mirada color zafiro, y luego echó atrás la cabeza, y su risa salió volando por entre los árboles. En un instante, los árboles y los altos robles grises que los rodeaban retrocedieron, apartándose de Dalamar y de la mujer. Al moverse, no emitieron el más mínimo ruido, y las aves o ardillas que habitaban en sus ramas o nidos tampoco profirieron la menor protesta. En su retirada, los árboles dejaron un amplio espacio vacío: no un claro de ondulante hierba sino un césped muy corto a través del cual discurría una ancha calzada, por la que podrían haber pasado seis caballeros montados dispuestos en hilera, aunque tendrían que haber rodeado la gran piedra, el pedrusco cubierto de musgo. En lo alto, el cielo brillaba con un profundo tono azul, que se oscurecía ante la proximidad de la noche.

Con un nudo en el estómago por culpa de los nervios, con un hormigueo en su piel como le sucedía siempre en presencia de la magia, el elfo oscuro miró en derredor, intentando vislumbrar la Torre de la Alta Hechicería. No vio nada, ninguna piedra que se alzara, ni murallas con puertas de acceso… nada.

—Recuerda —dijo la mujer, en voz baja como si estuviera lejos.

Rápidamente se volvió hacia ella. Nada más empezar a bajarse de la roca, la mujer desapareció, y como si una neblina se hubiera levantado del suelo, la piedra relució tras un velo gris, y el aire alrededor se estremeció. Un hombre tiene que parpadear; el ojo lo hace, no la voluntad. En el instante en que lo hizo, Dalamar advirtió que todo el mundo alrededor cambiaba, como si el bosque se plegara sobre sí mismo, desplomándose y luego, de repente, surgiera entero y erguido otra vez.

La roca había desaparecido. No quedaba ni rastro de ella sobre la bien aplastada tierra de la calzada. En su lugar —¡y en el lugar de muchos árboles!— se alzaban elevados muros de reluciente piedra. El mago sintió que el corazón le daba un vuelco y que la sangre le corría veloz por las venas. No vio una torre, un monolito solitario como el de Daltigoth. Vio siete torres.