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—Elfo oscuro —lo llamaron, el nombre de un exiliado, el nombre de quien ha abandonado la Luz y a los descendientes de Silvanos.

Elfo oscuro. El nombre pesaba sobre el corazón de Dalamar como un trozo de hielo, gélido y reptante, que llevaba la parálisis a toda su sangre.

Lo llevaron por bosques grises y lluviosos, hasta que llegaron a las orillas del Thon-Thalas, el río que descendería veloz hasta el mar y lo sacaría de Silvanesti, lejos de la compañía de los elfos. Habrían preferido conducirlo por el bosque, con las manos atadas, los pies encadenados y el rostro oculto por una negra capucha. En otras épocas, en tiempos mejores, lo habrían hecho así, gritando su crimen a todos los que pasaban, granjeros y aldeanos, barqueros, alfareros y príncipes.

—¡He aquí un mago oscuro! ¡He aquí un criminal de la peor clase! ¡Apartad la mirada de Dalamar Argénteo! ¡Nunca volváis a pronunciar su nombre! ¡Prohibidle la entrada en el bosque si alguna vez volvéis a verlo! ¡Está muerto para todos nosotros! ¡He aquí un mago oscuro! ¡He aquí un criminal…!

Pero no podían pasearlo por el bosque de álamos, no allí en ese reino destrozado. Sólo podían chillar a los dragones que se ocultaban en las zonas salvajes, y ¿qué les importaba eso a los dragones? No obstante, lo gritaron. El rito lo exigía. Había que seguir los formalismos, y sacaron el mejor partido que pudieron de la Ceremonia de la Oscuridad a pesar de no disponer de los aderezos tradicionales.

En los terrenos yermos de la Torre de las Estrellas, lord Konnal leyó un pergamino recién redactado, detallando el crimen de Dalamar en una voz que resonó y volvió a resonar en las vacías torres de piedra de la ciudad.

—¡Ha adorado falsamente, ofreciendo lealtad a dioses malignos! ¡Ha realizado magia arcana y llevado a cabo acciones malvadas! ¡Ha abandonado la Luz!

A continuación, entregó el pergamino a Caylain. Ese registro sería inscrito en las bibliotecas de la Casa Presbiterial, donde su nombre sería eliminado de todos los documentos donde figurara. Cualquier mención de él en las casas donde había servido desaparecería. Todo registro de que hubiera estudiado en la Casa de Mística sería borrado. Sólo permanecería su partida de nacimiento, y ésta sería trasladada a los volúmenes secretos guardados en el Templo de E’li donde se conservaban los nombres de los elfos oscuros. Entonces, incluso su partida de nacimiento desaparecería, y no existiría en los anales de su gente. Su país no volvería a oír pronunciar su nombre, ni a percibir el sonido de sus pisadas sobre su suelo.

Mientras la lluvia seguía cayendo y la neblina se movía en nauseabundas oleadas verdosas, Alhana Starbreeze declaró a Dalamar culpable de crímenes de magia y anunció su sentencia de exilio a todos los reunidos.

—Ha dado la espalda a la Luz —gritó con voz firme y clara—, y la Luz le dará la espalda a él. —Con la mirada gélida como el hielo, alzó la cabeza y le miró directamente a la cara—. Marcha lejos de nosotros, Dalamar Argénteo. No regreses jamás aquí, y nunca busques oír tu nombre en los labios de ningún Hijo de Silvanos.

En los ojos de Porthios, de Alhana y de Konnal, en los rostros de todos lo presentes, Dalamar lo vio con claridad: estaba muerto para ellos, era menos que un fantasma. Y se sentía como si lo fuera, pues parecía que no corriera sangre que calentara sus venas. Era como si su corazón hubiera dejado de latir.

En aquel país asolado, sería Caylain la sacerdotisa encargada de bendecir la Escolta Oscura en el nombre de E’li, aquellos encargados de sacar al elfo oscuro de los límites de la Luz, de Silvanesti. E incluso esa escolta no contaba con tantos Montaraces como la tradición deseaba que fuera. Magos había unos cuantos, los que habían protegido el pequeño esquife contra los hechizos de los Dragones Verdes durante el trayecto por el Thon-Thalas hasta Silvanost. Esa tarea volverían a realizarla ahora, porque el viaje río abajo sería igual de peligroso.

Nadie miró al exiliado mientras lo cargaban en el esquife. Lo cargaban sí, porque apenas podía andar, y sus manos no estaban libres para ayudarlo a mantener el equilibrio, por lo que chocó contra el duro fondo del bote de rodillas y luego cayó de costado. La lluvia, que caía con más fuerza ahora, resbalaba por su rostro, casi como si se tratara de lágrimas, pero él no lloraba, sino que permanecía en silencio, frío y tiritando, con el cuerpo deshecho por un dolor que no procedía de heridas físicas. Nada de lo que había soportado en el Templo de E’li mientras esperaba su Ceremonia de la Oscuridad le había indicado que sentiría un dolor como ése.

«Me están despojando de algo —pensó—. Me están privando de algo». Y sabía que eso no era como abandonar Silvanesti por Silvamori. Era distinto. Al inicio de este viaje, no existía esperanza de regreso.

Ah, dioses. Ah, dioses…

¿Había valido la pena el precio pagado por correr aquel riesgo? No lo sabía. Ahora y aquí, no lo sabía.

El esquife se balanceó en el agua, descendiendo veloz por el río gracias a los potentes golpes de remo que daban los Montaraces. Era como si no pudieran esperar a arrojar al elfo oscuro lejos de su lado. Nadie lo tocaba; nadie se acercaba. Y el río fluyó hasta el mar, veloz, mientras de proa a popa de la embarcación los Montaraces gritaban su crimen a los dragones, pronunciando su nombre y mandando a todos los que los oyeran que no volvieran a pronunciarlo jamás.

***

Lo desembarcaron en la lejana orilla occidental del extremo más meridional del reino. La flota de ocho naves había contemplado a la Escolta Oscura, hombres y mujeres de pie junto a las barandillas, inmersos en lúgubre silencio, observando, para luego girar uno tras otro y darle la espalda.

En el cielo flotaban nubes grises que amenazaban lluvia, y no se oía chillar ni una gaviota. El agua subía y descendía, agitado y revuelto con las blancas crines enroscándose en lo alto de las olas. Los Corceles de Zeboim, incluso ellos, parecían darse la vuelta y huir de la abominación que representaba el elfo oscuro.

Al final del día, lo dejaron en tierra en el muelle próximo a una taberna de la que surgía un clamor de risas, juramentos y canciones. El hedor del sudor, la cerveza y la comida grasienta fluía al exterior, provocando náuseas en Dalamar cada vez que tenía que respirarlo. Aún se hallaba en Silvanesti, pero la atmósfera de la pequeña ciudad portuaria correspondía más a otras tierras que al territorio elfo. Su escolta le pagó el pasaje a bordo de un navío mercante que partía, un barco de tres palos cuyas blancas velas relucían con un resplandor increíble al recortarse contra el cielo encapotado.

—Ocupaos de él, capitán —indicó lord Porthios, entregando el pago y sin dedicar ni una mirada a Dalamar—. Desembarcadlo donde deseéis.

—Vaya, es un oscuro —dijo el minotauro, contemplando al mago con ojos entrecerrados—. Un exiliado ¿eh? Muy bien, mientras se pague por él, a mí no me importa.

Ofreció cerrar el trato con una copa, pero Porthios le dio las gracias con gélida educación y rehusó. ¿Qué elfo bebería con un extranjero cuyo barco transportaría pronto a un despreciable exiliado? Ninguno, y desde luego no el príncipe de los qualinestis.

Todo eso sucedía alrededor de Dalamar, por encima de él que permanecía acurrucado en su oscura capa, tiritando en la lluvia, aunque apenas le parecía que eso le estuviera sucediendo a él en realidad. No podía hacer otra cosa que temblar y estremecerse, como si tuviera fiebre; no era capaz de sentir más que eso, pues un gélido entumecimiento se había apoderado, implacable, de su persona. «Mi corazón debe latir», se dijo. «De lo contrario habría caído muerto». Pero no conseguía percibir el pulso.

—Está muerto para nosotros —habían dicho, y desde luego parecía que lo estaba.

Se trata de la conmoción, se decía a sí mismo, y no va a durar. Aunque, no me importa si dura eternamente. No me importa.

No llevaba efectos personales que guardar, ni artículos mágicos, no tenía bultos ni paquetes de componentes aromáticos para hechizos, ni valiosos libros de conjuros. El elfo oscuro no poseía nada, sólo las calzas y la camisa de color pardo, las botas y la negra capa con capucha que indicaba su posición social. Se levantó y ascendió por la pasarela cuando se lo ordenaron y, ya a bordo, se volvió para mirar atrás. En las jarcias, los marineros corrían a desplegar las velas; en la cubierta, el capitán gritaba instrucciones, ordenando a sus remeros que doblaran la espalda y remaran. El viento hinchó las velas, y la nave avanzó veloz impelida por los remos y las hinchadas velas.

Dalamar no miró hacia la orilla ni hacia el bosque situado más allá. En cambio, clavó la mirada en el mar, en el amplio abismo que se abría entre él y su patria. Entonces sintió agitarse algo en su interior, algo afilado y doloroso como unos colmillos. Antes de poder averiguar qué era, se apartó de la barandilla y contempló el inmenso e ilimitado mar. Un haz de luz solar se abrió paso, iluminando las encrespadas olas, y él apartó también la vista de ello, de la luz y luminosidad del agua.

—No tengo nada que ver con la luz —dijo, y al decirlo, al oír las palabras y su propia voz, volvió a sentir una sensación de dolor. Esta vez dejó que aquel interminable torrente de dolor lo inundara. Empezaba a ser un experto en abrazar el dolor.

De ese modo inició el elfo oscuro su vagabundeo.