12

El dolor del territorio gemía en los mismos huesos de Dalamar, éste lo sintió con más agudeza cuando el pequeño esquife atracó en los muelles del lado norte de la ciudad. Pasó con cautela de la embarcación a la madera crujiente, esperando que los postes podridos resistieran. No resultó más fácil cuando entró en la ciudad. En el barrio de las Artes, las torres se habían derrumbado, y los hermosos edificios de mármol y cuarzo estaban convertidos en ruinas.

—Es como si hubieran transcurrido mil años desde la última vez que paseamos por aquí —susurró la sacerdotisa Caylain a uno de sus compañeros; su rostro estaba blanco como la luna de Solinari, y sus alargados ojos muy abiertos y oscurecidos por la pena.

Las paredes de mármol rosa de museos, teatros y bibliotecas mostraban marcas de grietas, y los edificios más pequeños se habían hundido sobre sí mismos, con los techos destrozados y los muros desplomados. Las estatuas que bordeaban las calles resultaban irreconocibles. ¿Dónde estaban los generales sobre sus grifos de alas desplegadas? ¿Dónde estaba el Montaraz, con el arco dispuesto y la expresión feroz en los ojos? ¿Dónde estaban los dioses, Kiri-Jolith con su Espada de la Justicia, E’li, el dragón rampante? ¿Dónde estaba Quenesti-Pah, con los brazos extendidos, y el Fénix Azul, y Astarin con su arpa? Desaparecidos, todos desaparecidos, sus imágenes fundidas, hechas añicos, convertidas en polvo y arrastradas por el viento. Ni siquiera había cuervos en las quebradas ramas de los álamos.

Los primeros elfos que habían regresado de Silvamori avanzaron como un cortejo fúnebre por la larga avenida que iba del barrio de las Artes a los Jardines de Astarin, andando sobre un pavimento roto por cuyas fisuras rezumaba un cieno tan verdoso como la neblina que flotaba en el aire. Todos caminaban en silencio, cada uno con su propia pena, hasta que llegaron a los Jardines de Astarin. Fue entonces cuando lloraron amargamente, los nobles, los Montaraces y los clérigos; lloraron al ver el jardín, el boj que lo rodeaba dándole forma de estrella convertido en palillos pelados, marrones y sin vida. Lloraron por el silencio del lugar y sollozaron al contemplar la Torre de las Estrellas, que era, de todas las construcciones de la ciudad, la que había salido peor parada; los torreones yacían en montones de cascotes sobre el suelo, y los muros mostraban grietas que llegaban al corazón mismo de la piedra. Las joyas que en el pasado habían tachonado las paredes se hallaban esparcidas por los jardines sin vida, desprendidas años antes.

Y los elfos lloraron, lloraron, al ver a su princesa, Alhana Starbreeze, salir de aquellas ruinas para darles la bienvenida, pues en sus ojos color amatista reflejaban todo su dolor, su pena por el desatino y la muerte de su padre y su tristeza por el estado del lugar. Nadie podía mirar aquellos ojos y no pensar que estaba más envejecida de lo que sus años indicaban. Nadie podía mirarla y no llorar, porque ella era ahora —como había sido su padre— la encarnación del país.

Sólo Dalamar se mantuvo en silencio, y fue el único que no lloró ni lanzó exclamaciones; si hubiera gritado, lo habría hecho de rabia contra aquellos mismos dioses cuyas estatuas yacían en el suelo ahora, aquellos dioses que se habían dedicado a pujar por el poder en el corazón de los humanos, maniobrando en busca de una buena posición como si Krynn fuera sólo un tablero de khas y Silvanesti simplemente una parte del terreno de juego.

Y así, en las ruinas de las zonas nobles, los nobles se reunieron. En jardines dolientes, entre árboles que apenas empezaban a sanar débilmente y otros que sencillamente se morían, entre los esqueletos de matas de boj, hortensias y peonias, Porthios de los qualinestis saludó a Alhana de los silvanestis. Ambos intercambiaron inexpresivos besos de estado mientras los Montaraces qualinestis protegían la Torre de las Estrellas, y el Cabeza de la Protectoría, lord Konnal, permanecía sin hacer nada. El noble no disimulaba su desdicha, y todos los que lo contemplaban se dieron cuenta de que no sentía el menor afecto por Porthios, ante quien se había mostrado sumiso durante el viaje a casa. Cualquiera que tuviera ojos comprendía que no le gustaba la idea de que Alhana pareciera tan dispuesta a dar una bienvenida tan calurosa a ese qualinesti.

Dalamar no vio nada más de esta reunión.

—Márchate —dijo lord Konnal, en cuanto el resto se adelantó para saludar a su princesa—. No se te necesita aquí. Empieza a realizar tu trabajo en el Templo de E’li.

El mago se marchó, vagó por los jardines del templo y penetró en el destrozado edificio. En capillas y salas de meditación, el viento resonaba lúgubre; en el escritorio donde, durante un tiempo, había afilado los cálamos y raspado la escritura de los pergaminos para utilizarlos de nuevo, no había más que polvo. Al otro lado de la ventana, el jardín estaba muerto; ni siquiera crecían malas hierbas en él. ¿Dónde se hallaba él la mañana que había tomado el pequeño estuche de pergamino bordado de la mano de lady Lynntha para entregárselo a lord Tellin Vientorresplandeciente? ¿Ahí, junto a ese muro derruido? Estaba todo tan cambiado, cada lugar, que nada despertaba los fantasmas del recuerdo.

Dalamar recorrió una vez el helado pasillo que finalizaba en una habitación sellada aún después de cinco años. Ése era el lugar, el lugar secreto, donde se establecería un Círculo de Oscuridad si alguna vez había motivos para ello. Allí los asesinos y los traidores eran condenados al peor castigo que los silvanestis podían concebir: el exilio. Allí los adoradores de los dioses de la Neutralidad o del Mal, magos hallados practicando una magia diferente de la magia blanca habían sido juzgados y expulsados del lado de los suyos. En los muros de aquella cámara sellada estaban fijados los espejos de platino, y la Cadena de la Verdad se encontraba en su interior, un amplio círculo de eslabones de platino tendidos alrededor de la habitación donde permanecería el acusado, esperando que los dioses ordenaran a la cadena que lo atara o que permaneciera inmóvil para mantenerlo a salvo. No se quedó mucho tiempo allí, pues era un sitio helado, y cuando se marchaba vio una sombra sobre el destrozado terreno del exterior. Alguien más paseaba por esos lugares.

«Ah, bueno —pensó—, ojalá tengas suerte y encuentres consuelo aquí».

Inmerso en tales pensamientos, Dalamar se dedicó a recorrer el resto del destrozado templo, andando por entre los escombros de años y escuchando el lamento del árido viento y el roce de las hojas sobre los resquebrajados suelos de mármol. Entró en los jardines, azotados por el viento, agrestes como cualquier bosque pagano. ¿Quién reconocería ese lugar ahora?

El elfo permaneció inmóvil entre las ruinas del Templo y miró hacia el norte, hacia el lugar donde, durante todo el verano anterior a la guerra, había tenido escondido su secreto más preciado, los libros de hechizos que había encontrado, sus oscuros tutores. Los recuerdos de aquellos libros tiraban de él, pero lo que tiraba con más fuerza, lo que llamaba con voz más sonora, era una resolución que había tomado, lejos de allí en las costas de Silvamori. Dalamar Hijo de la Noche debía decir a un dios que tenía un nuevo nombre.

«¿Quién lo sabrá?», se preguntó, mirando por encima del muro la Torre de las Estrellas. «¿Quién sabrá si estoy aquí haciendo el inventario de las ruinas o si no estoy? Nadie».

Atravesó la ciudad con paso rápido, cruzando jardines asolados cuyos límites sólo podría distinguirlos alguien que los hubiera conocido antes de la guerra y la pesadilla. En lo alto, los álamos alargaban ramas doloridas hacia el cielo, como zarpas negras y huesos putrefactos. El sol brillaba con violencia, contemplándolo con ferocidad mientras andaba. El transbordador había desaparecido, las tortugas hechizadas que acostumbraban tirar de él habían huido o las habían matado, pero encontró un lugar donde el río corría menos impetuoso, lo que indicaba un dique corriente arriba. Alguien había levantado un puente, tal vez la guardia qualinesti, y lo utilizó para pasar al otro lado. Una vez allí, corrió al interior de las sombras más oscuras del bosque y no tardó en llegar a un lugar donde en una ocasión se habían separado dos senderos. Sólo distinguió un somero rastro de ellos sobre el suelo. Se desvió hacia la zona más profunda del bosque, saltando sin problemas los troncos caídos, y, mientras corría, gritó en voz alta, y su grito pareció un trueno en el silencio de un bosque vacío de toda vida que no fuera una vida malvada, clandestina, tétrica y reconcentrada en sí misma. Sintió lo que siempre había sentido cuando abandonaba los senderos cuidados, los caminos marcados. Todas las censuras de su vida, todas las normas ridículas, todas las asfixiantes ataduras que lo ligaban al intratable modelo de vida existente entre los silvanestis desaparecieron.

Corriendo, Dalamar era libre. Pero, en su carrera, no estaba solo. Veloces detrás de él, silenciosos a su espalda, corrían otros, como podencos espectrales siguiendo su rastro.

***

Dalamar permaneció inmóvil en el borde del sendero que descendía al barranco, al tiempo que extendía sus sentidos todo lo que podía, tanto los naturales como los arcanos. Su magia hacía tiempo que había desaparecido; las protecciones que colocara años atrás estaban muertas. En el fondo, la entrada de la cueva se abría oscura y amplia. ¿Habrían resistido las protecciones colocadas en los libros? No lo sabía, si bien eran propiedad de Nuitari, o libros dedicados a él. A lo mejor habían sobrevivido.

¿Y si no era así?

Pues no lo habían hecho. Eran tesoros, y también eran objetos, pero no eran más que manifestaciones físicas de lo que él amaba. No eran magia, sólo la forma que le había dado un mago.

Alrededor todo era silencio. Sus oídos ansiaban oír el sonido de los pájaros en los árboles, el agua en el arroyo, pero la tierra estaba asolada, exhausta. Las aves hacía tiempo que habían volado a otra parte, aquéllas que no llevaban mucho tiempo muertas. En alguna parte, en las profundidades del bosque vagabundeaban Dragones Verdes y criaturas peores que ellos. Pero no aquí; aquí no vivía nada. El viento se agitó por encima del barranco, en lo alto de repiqueteantes ramas de álamos expoliados. Los efluvios nocivos que ensuciaban el aire del reino se removieron un poco, como vapor sobre una olla apestosa. Dalamar alzó el brazo para cubrirse la nariz y la boca con la manga y descendió al precipicio, a la cueva y la promesa que ansiaba mantener.

***

El latido de la magia ya no circulaba por la cueva, ni siquiera un susurro de lo que había sido musitado en la oscuridad. Era un lugar muerto, nada más que piedra y polvo y aire que nadie había respirado en mucho tiempo.

En voz baja, Dalamar murmuró: «¡Shirak!» y la luz apareció de improviso en su mano, en forma de transparente esfera fría. La colgó en la oscuridad y miró en derredor. El polvo de años cubría el suelo, marcado por las diminutas huellas de ratones y otros roedores. Su mesa de trabajo de mármol verde sin pulir estaba rota, resquebrajada por el centro y partida en dos pedazos, y los tarros de hierbas y aceites y otros componentes para hechizos que había reunido con tanto secreto un lejano verano, no eran más que fragmentos en el polvo, caídos de los huecos en la pared de piedra, con los colores apagados y los contenidos desecados y volatilizados.

Con su luz guiando el camino, Dalamar recorrió la cueva, levantando nubes de polvo con las botas, hasta llegar al fondo donde había escondido sus libros. Las protecciones habían desaparecido, demasiado insignificantes para resistir ante la magia que había corrompido ciudades. Los ratones habían hallado un tesoro tras las tapas, material para construir nidos durante generaciones. En los cinco años transcurridos desde la última vez que viera los libros, éstos habían quedado reducidos a tapas de cuero mordisqueadas y unos pocos trozos. Se inclinó para tocar uno, amarillo y quebradizo. Unas pocas letras marcaban su extremo, vestigios de algún conjuro. Todo aquel trabajo había desaparecido, todo aquel arte se había esfumado.

El mago paseó la mirada por la cueva, a las irregulares sombras, a aquella ruina. En alguna parte, más allá de Krynn, más allá de los combates de sus divinos parientes, Nuitari y Solinari y el rojo Lunitari habitaban en realidad. A uno, el brillante Solinari, Dalamar había permitido que lo consagraran; pero ahora no habló a ese dios, sino al dios más oscuro.

—Nuitari —musitó, y el nombre fue como una oración en sus labios—. Oh, Hijo Oscuro, en tus sombras he hallado consuelo, en tu oscuridad he llevado a cabo cosas secretas. En tu noche, oh Nuitari, he escondido mi corazón.

Las palabras surgieron sin estructura, irreflexivas. Dalamar cayó de rodillas, en un gesto llevado a cabo con todo su corazón, porque él, que había estado doblando la rodilla de un modo u otro toda su vida, se arrodillaba ahora porque quería hacerlo.

—Oh hijo de dioses oscuros, oh guardián de secretos profundos y aterradores, escuchadme.

En la devastación de su escondite secreto, alzó las manos, y motas de polvo que la fría luz de la esfera convertía en plateadas danzaron alrededor de sus dedos.

—¡Escuchadme, Hijo Oscuro! He venido a prometeros fidelidad y a consagrarme a vos fielmente.

En el suelo, como un fragmento de oscuridad separado por sombras, había un pedazo roto de cerámica. Dalamar lo levantó, localizando el borde más afilado con el pulgar, luego sonrió y clavó la mirada en las sombras del fondo de la cueva. Alrededor yacían los restos destrozados de sus pequeños estudios secretos, el pequeño tesoro de libros de conjuros hecho trizas, su mesa de trabajo rota, los componentes de hechizos que con tanto cariño había reunido se habían secado y convertido en polvo. Ante él se abrían sombras, una oscuridad que se extendía más allá a regiones a las que jamás había ido. Escuchó la respiración de la caverna, los aires de lugares lejanos que daban vueltas en las tinieblas, y respiró siguiendo su ritmo, y en la respiración halló magia, la sintió centellear en su sangre, encendiendo su corazón.

—Vuestro —dijo al dios que no estaba allí, pero que siempre se hallaba cerca—, vuestro es el reino de la magia y los secretos. —Alzó el corazón y las manos, con el fragmento de cerámica sujeto aún en la derecha, centelleando—. Vuestro es el sendero oscuro donde el poder existe por sí mismo, ilimitado, desenfrenado. Oh Nuitari, vuestro es el sendero que mis pies seguirán, y vuestro el camino que mi corazón seguirá.

Cerró con fuerza la mano derecha, de improviso, de forma convulsiva, oprimiendo el irregular pedazo de cerámica contra la carne de la palma. Sangre, negra en la fría luz mágica, discurrió en un hilillo por entre sus dedos, y el mago movió la mano por encima del pequeño trozo de pergamino, el resto de una página maravillosa. La primera gota de su sangre cayó sobre el pedazo con un siseo, y en el mismo instante que percibía su sonido, Dalamar sintió que su corazón se llenaba de un poder oscuro y rugiente. Los cabellos del cogote se erizaron, y un repentino sudor resbaló por sus mejillas. La segunda gota de su sangre cayó, el pergamino humeó, y el pedazo se enrolló y rodó, encendiéndose como si se tratara, en realidad, de todas las páginas de los cuatro libros, en lugar de un diminuto trozo.

Las paredes se llenaron de sombras saltarinas. Llamas rojas como la sangre describieron un repentino círculo alrededor del mago arrodillado sobre el pétreo suelo. Los vientos aullaron, a pesar de que no soplaba brisa alguna. Se oyó el tronar de la tormenta, si bien no cayó lluvia y en el exterior el cielo lucía brillante. Un fuego que no quemaba, llamas danzarinas, luz como la luz en el ojo de un dragón…

El elfo alzó los puños, el que sangraba y el limpio, y al hacerlo, corrieron por su interior tales fuegos mágicos que podían rivalizar con las llamas que veía. La sangre le ardía, el corazón estaba henchido de satisfacción y su espíritu entonaba, en secreto, himnos a un dios cuyo nombre los elfos nunca mencionaban, cuya imagen ningún elfo reproducía, cuya plegaria ningún elfo entonaba. En ese momento, el mago conoció al dios que llevaba en el corazón, al dios que no hace promesas y no rompe ninguna. Conoció al dios para quien la magia lo es todo.

—¡Nuitari! —gritó, con toda la energía de su corazón, con todo el aliento de sus pulmones, y repitió—: ¡Nuitari! Una vez fui Dalamar Argénteo, ¡y he venido a deciros que Dalamar Argénteo está muerto! Soy Dalamar Hijo de la Noche y os pertenezco, oh Hijo Oscuro. Soy vuestro en la noche secreta, vuestro en el día reluciente. Soy vuestro en magia, en oración. Soy vuestro…

Fuera de la cueva, se oyó un murmullo de voces, voces que se alzaban interrogantes y luego descendían maldiciendo. Una ramita se quebró. Dalamar sintió que el corazón le daba un violento vuelco, latiendo atronador. Las sombras de las paredes retrocedieron y se escabulleron por la piedra al tiempo que el fuego color sangre perdía intensidad y se apagaba. Con la magia desaparecida, arrancada de su ser, el mago se volvió hacia la entrada de la cueva.

La abertura brillaba como un ojo maligno, blanco y reluciente, y había unas figuras altas de pie allí, oscuras como una pesadilla al recortarse sobre el resplandor. Intentó incorporarse pero no pudo. Al marchar la magia, también había marchado toda la energía que había utilizado para sustentarla. Se tambaleó, cayó, y una voz femenina gritó:

—¡Cogedlo!

Seis Montaraces corrieron al interior de la cueva, lo rodearon, como había hecho el fuego mágico, cautelosos y mirándolo feroces por encima de espadas desenvainadas. La mujer que antes había gritado, rió con un sonido quebradizo y crispado.

—De modo que esto es lo que hacen los sirvientes cuando desobedecen las órdenes de sus superiores. Habría sido mejor para ti, criado, haber obedecido las órdenes de lord Konnal y permanecido en los terrenos del templo.

Él no contestó, porque sabía que ninguna palabra suya serviría.

—Está débil —se mofó la Montaraz—. Se ha quedado sin esa pestilente magia negra. ¡Llevadlo ante lord Konnal!

Cayeron sobre Dalamar y, sin miramientos, lo arrancaron del suelo y le ataron las manos fuertemente a la espalda. Sus rostros eran desagradables, deformados por el miedo y la repugnancia. Uno, un joven fornido, le escupió, y el reguero del escupitajo sobre la mejilla de Dalamar pareció ácido que se incrustara en su piel. Otro colocó una soga alrededor de su cuello para tirar de él, y de este modo lo sacaron de su lugar secreto y arrastraron por los bosques de Silvanesti de regreso al Templo de E’li. Allí lo ataron y lo arrojaron a una pequeña celda sin luz del templo. No le dieron ni comida ni agua; lo dejaron solo, bajo la vigilancia constante de una guardia de Montaraces situada en el exterior de la celda.

Por la noche, los búhos se lamentaron y los ratones corrieron por todas partes. Por la noche llegó un dolor tan profundo que era como una criatura con dientes que se dedicara a roer sus órganos. Durante las largas guardias, Dalamar permaneció tumbado en el frío suelo, negándose a gemir, negándose a eludir la agonía. Embrutecidos por la magia de un Dragón Verde, rotos y mugrientos, todavía quedaban objetos con la magia de E’li en el Templo, y éstos no sentían ningún amor por un mago que había dado la espalda a la Luz, un elfo cuyo corazón latía ahora al compás de los oscuros ritmos de la magia de Nuitari. No importaba, no importaba. Permaneció tumbado y embargado por el dolor, pero no gimió. El dolor recorría todo su cuerpo, y él lo abrazó. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Gimotear y chillar? Jamás.

***

El cielo estaba encapotado. El viento sacudía las desnudas ramas de los destrozados álamos y arremolinaba las verdes emanaciones malsanas. Las pálidas torres desmoronadas de Silvanost se alzaban por encima de la ciudad, como afligidos espectros reunidos para contemplar una terrible empresa, la convocatoria de la Ceremonia de la Oscuridad. Con las manos atadas a la espalda, agotado por el dolor y apenas capaz de mantenerse en pie, Dalamar Argénteo, Dalamar Hijo de la Noche estaba de pie en el jardín del Templo de E’li, inmóvil y silencioso. Lo rodeaba todo un círculo de Montaraces, armados y con expresión furiosa como si temieran que el siniestro mago que habían descubierto entre ellos fuera a alzarse de improviso y destruyera a todos los que tenía delante. Con una fría sonrisa, Dalamar levantó la cabeza, y ellos desviaron la mirada, uno a uno, reacios a encontrarse con los ojos de un mago oscuro.

Posada en una teja rota del tejado del Templo, una paloma emitía un lúgubre canto en medio del silencio, unos sonidos que recordaban el llanto. Aunque no se volvió para mirar, Dalamar sabía que la paloma se encontraba encima de la pequeña estancia donde no tardaría en celebrarse la Ceremonia de la Oscuridad. Las filas de los Montaraces se separaron, y Alhana Starbreeze penetró en el círculo, con Porthios a un lado y lord Konnal de la Protectoría en el otro. El qualinesti lucía un aspecto grave y solemne, con el rostro pálido y los ojos cautos. En los ojos del otro, el señor de los Montaraces, brillaba algo que recordó a Dalamar las serpientes. Algo rezagados llegaron los clérigos, su jefe Caylain, que en una ocasión se había inclinado sobre el borde del esquife y ansiado tocar el río herido. El rubio cabello de la mujer estaba sujeto a la parte superior de su cabeza en una corona de trenzas, y sobre el pecho llevaba su Medallón de la Fe: E’li representado como un dragón rampante de platino. Ella, los nobles Konnal y Porthios y la misma Alhana serían sus jueces, su Consejo de la Verdad. Debería haber habido una multitud de clérigos para acompañarlos, así como un grupo de nobles procedentes de la Casa de Mística y suficientes Montaraces para bordear todas las avenidas que conducían al Templo. Debería haber habido tambores, con sus voces graves y solemnes, y frágiles campanas sonando, y también incienso quemándose y alguien, en alguna parte, llorando: un amigo, una amante, una madre afligida. Ninguna de esas cosas adornaban la ceremonia, pues allí Dalamar no tenía amigos, ni amantes, ni parientes que lloraran su abandono de la Luz, y los atavíos del poder y la pompa estaban destruidos. Iba a ser una expulsión, pero una expulsión de un territorio devastado.

—Milores —dijo Alhana, alzando la cabeza con los hermosos ojos inescrutables y la voz helada como una noche de invierno—, estamos aquí reunidos para considerar y juzgar. Primero consideraremos.

Hizo un gesto, un leve movimiento de su blanca mano, y Caylain se adelantó. Con la cabeza alta, obligándose a todas luces a mirar a los ojos al pecador, la sacerdotisa dijo:

—Dalamar Argénteo, se te trae aquí para ser juzgado, tras ser capturado realizando vergonzosos actos de falsa adoración, atrapado mientras llevabas a cabo magia oscura. ¿Qué tienes que decir?

El mago permaneció en inquebrantable silencio.

Caylain paseó la mirada con desasosiego, pues la tradición decretaba que el acusado tenía que hablar o que alguien debía hacerlo por él. Nadie se adelantó. Nadie se movió siquiera. Con los rostros como mármol, pálidos y duros, los ojos relucientes como diamantes, la guardia de Montaraces apenas respiraba. Los nobles Konnal y Porthios ni siquiera tragaban saliva. El viento susurró; las túnicas blancas crujieron y, a lo lejos, en las profundidades del bosque, los dragones rugieron. Detrás de Caylain uno de los clérigos se humedeció los labios resecos, mientras sus ojos iban veloces de un lado a otro, asustados. Dalamar no se movió.

—No tienes defensor —siguió Caylain, con voz vacilante— y no quieres defenderte a ti mismo. Entrarás en el Templo, en el Círculo de Oscuridad. En ese lugar, se juzga a quien protesta de su inocencia. Es el lugar donde el culpable recibe un atisbo del camino que ha elegido. Dalamar Argénteo, mira en tu corazón, escucha tu espíritu y prepárate para el Círculo de Oscuridad.

Dalamar no miró a ninguna parte. No necesitaba nada. En su vientre, el miedo se tornó agrio y frío.

—Llevadlo —ordenó Alhana, con voz baja y tranquila como la de la paloma, pero una paloma de piedra, una paloma cuya resolución jamás podía doblegarse o modificarse.

La princesa hizo una seña con la cabeza a Konnal, que indicó a dos de sus guerreros que se adelantaran.

—Aleaha —dijo, pronunciando el nombre como una orden—. Rilanth. Llevadlo al templo.

Los dos se adelantaron con los dientes obstinadamente apretados, la elfa Aleaha Takmarin y Rilanth, su primo. Se acercaron como si se les hubiera pedido que llevaran a un dragón al interior del edificio. Decididos, lo sujetaron con fuerza, uno por cada brazo, aunque verlo atado no les facilitó las cosas a ninguno. Su temor se comunicó a Dalamar, que lo olfateó como haría un lobo. El mago sonrió, y no le importó que lo vieran, porque su miedo actuaba en él como un tónico. En todas las casas de los poderosos se dice que en el miedo de los otros descansa el poder para aquél que puede reconocerlo y utilizarlo. Aunque Dalamar no veía utilidad alguna para el temor de aquellos dos, éste lo estimulaba y le proporcionaba fuerza.

Entre gemidos, el viento adquirió más fuerza, y los cabellos de Alhana comenzaron a azotar con fuerza su rostro, encrespándose oscuros alrededor de sus mejillas y hombros. De nuevo se oyó el grito de un dragón, un potente y prolongado alarido de rabia y júbilo que flotó espectral en el aire. Otra de tales bestias respondió, y uno de los Montaraces juró por lo bajo. Allá en el destrozado bosque de álamos, los dragones criaban y vivían como si el reino les perteneciera.

El sol ascendió renqueante al cielo, en forma de macilenta esfera apagada atisbada sólo a través de la siempre cambiante neblina verde, el último aliento de la Pesadilla de Lorac flotando sobre el territorio, mientras los dos Montaraces sacaban al prisionero del círculo, recorrían con él el jardín y penetraban en el Templo de E’li.

***

Pronunciando oraciones rituales, tres clérigos desenrollaron una cadena gruesa y pesada e hicieron un círculo alrededor de la pequeña sala, festoneando el suelo al tiempo que creaban un espacio mágico del que Dalamar no podía moverse.

—De la oscuridad, oh E’li —murmuraron—, de la oscuridad protegednos. Del mal, oh E’li, del mal defendednos. De la oscuridad, oh E’li…

De ese modo oraban al mismo dios que no había pensado en escudarlos de las tinieblas, que no había alzado ni una mano para defenderlos de la maldad que todavía asolaba su ciudad y atormentaba su tierra. Colocada la cadena, encendieron varitas de acre incienso y, dejando un reguero de humo y plegarias, pasearon alrededor de la parte exterior del círculo, tres veces en el sentido de las agujas del reloj. Graves y severas, sus voces exigían que no se permitiera penetrar al Mal en esa estancia.

Dalamar los observó con los ojos entrecerrados. Ellos oraban y, sin embargo, allí estaba la maldad, de pie y lista para averiguar su destino, maldad bajo la apariencia de un elfo al que no cegaba la Luz.

A una orden de Caylain, Dalamar se introdujo en el círculo y se colocó en su centro exacto, encontrando el lugar con más facilidad que la que le ordenaba dirigirse allí. La mujer tenía miedo del círculo, de la ceremonia y de la propia pequeña estancia. También él estaba asustado, pero poseía la fuerza necesaria para guardarse ese miedo para sí, reacio a prestar armas al enemigo, y por lo tanto se mantuvo erguido en orgulloso desafío en el centro del círculo, un sirviente con prendas parduscas, un mago oscuro que había quedado al descubierto, concentrando toda su fuerza de voluntad y obligando a los agotados músculos a mantenerse quietos.

Bruñidos espejos de platino colgaban de las paredes e incluso sobre la puerta, brillando pálidamente bajo la tenue luz que se filtraba desde el techo. Bajo la tenue luz se contempló a sí mismo en nebuloso reflejo: un joven elfo de elevada estatura, espalda tiesa, hombros erguidos, cabeza alta. Ni el menor rastro de desaliento se pintó en su rostro o apagó sus ojos claros cuando el Consejo de la Verdad —Alhana Starbreeze, Porthios de los qualinestis, lord Konnal y la sacerdotisa Caylain— se colocó fuera del círculo. Fue a la sacerdotisa a quien correspondió hablar.

—Dalamar Argénteo —dijo, con voz seca como el castañetear de ramas desnudas—, escucha tu sentencia.

Las manos de Alhana se abrían y cerraban con fuerza; el pulso en la base de su cuello estaba acelerado. Dalamar la vio en los espejos. Parecía una mujer de pie en las salas de una antigua cripta donde los espíritus de los difuntos no descansan con tranquilidad. Porthios dio un pequeño paso hacia ella, un paso lateral que nadie detectó, excepto el prisionero.

—Esto es lo que será —anunció Caylain, y aunque su voz no tembló, su mano sí lo hizo mientras alisaba distraídamente los pliegues de su blanca túnica—. Permanecerás en el interior de este círculo por espacio de doce horas. Permanecerás solo, y se te mostrarán cosas, cosas sobre las que no puedo advertirte, porque no las conozco.

Eran palabras del rito, no pertenecían a Caylain.

—A medida que las imágenes surjan, sucederá algo —siguió la mujer—, o no sucederá. Conforme a tu culpabilidad o inocencia, la cadena se moverá para atarte o permanecerá inmóvil y te dejará libre.

No existía la menor duda en los ojos de ninguno de los presentes sobre cómo se comportaría la cadena de platino, pero había que guardar las formas, eso es lo que se hace entre los elfos. Había que mantener los convencionalismos, incluso cuando carecían de sentido en aquella situación.

—Que los dioses te protejan —murmuró Caylain.

Otro formulismo más. Nadie en la estancia creía ni por un instante que ninguno de los dioses a los que oraban fuera a protegerlo. La mujer se volvió y abandonó la habitación, con las pálidas manos firmemente cruzadas. Lord Konnal la siguió, y Alhana salió tras él acompañada de Porthios, que andaba al unísono con ella. Sólo el qualinesti miró a Dalamar, una rápida ojeada detectada en un reflejo, pensando tal vez que nadie la vería. Era la mirada de un guerrero que se pregunta hasta qué punto resistiría el coraje de un hombre enfrentado a su prueba más desmesurada.

Lo suficiente, decía la sonrisa irónica de Dalamar. Lo suficiente, y no tienes por qué asombrarte.

Los ojos de Porthios centellearon de improviso, pues al príncipe no le gustó que leyeran con tanta facilidad sus pensamientos, ni que se respondiera a ellos con tanta ironía. Luego, también él, dejó de mirar al prisionero situado dentro del círculo de platino y abandonó la estancia, con la mano posada en la cintura de Alhana, conduciéndola como los hombres conducen educadamente a las mujeres, con cortesía.

Dalamar se quedó solo, solo. El miedo se asentó en su vientre, rígido y frío y destilando veneno. ¿Qué camino había elegido, qué camino recorrería en la oscuridad?

Entonces aparecieron los espectros, cada uno reflejado en los espejos, primero como una nebulosa y luego con más claridad, avanzando al compás del ruido de una cadena de platino que se iba acercando cada vez más, arañando el suelo. Cada fantasma tenía su mismo rostro. Todos los espectros eran él.

***

El espectro-Dalamar caminaba por un lugar selvático, en tierras extranjeras donde la gente no conocía su nombre. Vagó por las calles de ciudades legendarias, donde la gente le rehuía. Anduvo por la oscuridad, solo como sólo puede comprenderlo un elfo, y sintió que su corazón se había partido mucho tiempo atrás; sólo fragmentos sin vida tintineaban en su pecho. Vio cómo su nombre era borrado de todos los archivos de los silvanestis. Se vio deshecho, y oyó su nombre en boca de humanos, enanos, kenders y otros. ¡Lord Dalamar! «Lord», decían, y pronunciaban el título con temor, a veces con respeto. En las bocas de muchos de ellos su nombre era concebido como otra forma de designar el miedo.

Sonrió al advertirlo y, mientras lo hacía, las fantasmales imágenes oscilaron, deslizándose sobre el platino, mudando en los espejos para deshacerse y volverse a formar.

Dalamar vio tres hechiceros, tres con las cabezas juntas, que hablaban o discutían. Uno era un anciano con una túnica blanca, otro una hermosa mujer de cabellos plateados vestida de oscuro y el tercero, un hombre cojo de mediana edad vestido de rojo. Los tres abandonaron su conversación y lo miraron, sus rostros en todos lados y también detrás de él, mientras los ojos relucían con feroz conocimiento, con despiadada ambición, con severo compromiso. Incluso en esa visión el elfo sintió el peso de sus miradas, y se dio cuenta de que aquel peso había aplastado a algunos, pero no pudo saber si lo aplastaría a él. No se arredró, aunque sabía que muchos otros lo habían hecho, y en su corazón sonaron unas palabras, un saludo a los tres: «No tengo nada que perder». Los tres se miraron entre sí, y la hechicera de la túnica negra dijo a sus compañeros que ésas eran las palabras de los que son auténticamente libres.

De nuevo la visión varió, y Dalamar se vio de pie en un umbral, frente a una puerta tras la cual sólo había oscuridad, un remolino de ambición, una tormenta de odio y anhelo y un poder tan profundo y fuerte que los cimientos del mundo se estremecían para poder sostenerlo. Posó una mano sobre el pomo de la puerta que tenía forma de calavera y empujó.

Las imágenes de los espejos volvieron a fluir, como el correr de sangre espesa, y Dalamar se vio de pie junto a otros dos magos, un hombre con túnica blanca y una mujer vestida de rojo.

—¿Estás preparado? —preguntó la mujer de la túnica roja.

La mujer lo miró con los ojos de una amante, y él leyó una desesperación y un miedo irremediables en ellos.

La visión se movió rápidamente, discurriendo como un río crecido, veloz, arremolinado, enroscándose alrededor. Si hubiera podido moverse, el mago habría huido de ella, pero de haberlo hecho, la visión lo habría seguido.

Se alzaron llamas del océano. Un agujero se abrió enorme en el mar que él, sin saber cómo, sabía que se llamaba océano Turbulento. Oscuridad, engendrada por la rabia, surgió de la llameante fisura y alrededor tronó el estrépito de la batalla, los gritos de los moribundos, la furia de los dragones, iluminado todo por el fuego y el centelleo batallador de las espadas. Alguien chilló. ¡Era él! Y toda la sangre escapaba de él al mismo tiempo que unos ojos tan terribles que no se atrevía a encontrarse con su mirada lo desgarraban, arrancando la carne de sus huesos, arañando para encontrar algo en él: su espíritu. Takhisis, se dijo, pues su nombre es el nombre del terror. Una voz como el aullido de una mente enloquecida profirió una carcajada chirriante.

¡No es ella! ¡Esa furcia pérfida! ¡No es ella!

Y los terribles ojos seguían desgarrándolo, despellejándolo capa a capa, para separar la piel del músculo, el músculo del hueso, el espíritu del cuerpo. ¡Ah Nuitari! Protégeme…

¡Jamás él! ¡El hijo de la serpiente! ¡Jamás él!

Todo el mundo desapareció, al tiempo que el cuerpo se desprendía de su espíritu. Ahora no vio más que locura, destrucción, no había luz, no había oscuridad, no había nada más que voracidad y aniquilación, locura que se alimentaba de locura y furia de furia como lobos que se despedazan entre sí. Las torres se derrumbaban y las ciudades ardían alrededor del mago. Compromisos que se olvidaban, juramentos que se rompían. En todas las tierras, en todas las familias, los hermanos se volvían contra los hermanos, los hijos asesinaban a sus padres, las madres a sus hijas. Los niños se ejercitaban con la espada y jugaban con dagas en la cuna, mientras la enfermedad corría como el fuego, y el fuego devoraba la piedra. Cayeron piedras de lo alto como si fueran estrellas caídas del cielo y los dioses huyeron gritando, gimoteando en lugares oscuros. Ahora no existía el Mal, ni el Bien. Había desaparecido aquella fina senda entre los polos que los magos Túnicas Rojas recorrían con tanto cuidado. Sólo estaban las fauces de la destrucción que no entendían nada sobre el equilibrio entre la vida y la muerte, la eterna lucha entre la luz y la oscuridad.

Todo eso el mago vio en aquellos terribles ojos devoradores, todo eso y más… y cosas peores.

Vio su espíritu, que se encontraba en la zarpa de aquel padre del vacío. Alrededor revoloteaba algo pequeño que despedía un fulgor apagado, algo ligero como pergamino y vacío, vacío y sin magia en él ni nada que amar. Era el alma de un hombre cuyo contacto no dejaba huella en el mundo, el espíritu de un hombre inútil, un hombre indefenso. El vacío absorbió la vida de ese espíritu sin sentido igual que absorbía la vida del mundo.

Un vacío, que jamás se llenaría, e incluso el llanto de los dioses cesó…

Y volvió a encontrarse en el umbral de la estancia cuya puerta mostraba un pomo en forma de sonriente calavera de plata, y vio a un mago de pie en las sombras, vestido con túnica negra, el rostro oculto y los ojos ni siquiera dos destellos de luz en aquella oscuridad.

—Ven —dijo el mago, con una voz que era un extraño y seco susurro.

Shalafi —musitó Dalamar, la imagen de los espejos, el hombre del círculo.

«Maestro», le dijo, como un estudiante a su profesor. Pero ¿qué profesor, dónde? Y en los espejos, cinco pequeñas marcas, espaciadas como si fueran las huellas de los dedos de la mano extendida de un hombre, aparecieron sobre el pecho de cada imagen de Dalamar. Eran oscuras, luego se tornaron rojas, y el rojo fluyó despacio, como sangre que goteara.

Un hombre gritó, y luego nadie gritó. A continuación sólo hubo oscuridad, y el contacto del frío platino alrededor de sus tobillos, pues la cadena se había acercado tanto ahora que empezaba a atarlo, describiendo círculos y más círculos alrededor, los eslabones amontonándose y ascendiendo hacia las rodillas cuando un hilo de luz apareció en la oscuridad a su espalda.

—Ya has visto —musitó una voz, la de Caylain la sacerdotisa—. Ya has visto por qué camino deambularás, Dalamar Argénteo. Una senda de sangre y oscuridad.

Eso había visto, y aunque pareció que había transcurrido sólo un instante, estas visiones habían fluido sobre él, alrededor y a través de él durante doce horas. Sus pesadas piernas lo sabían, sus rodillas que temblaban de agotamiento, su estómago que rugía de hambre, y su garganta, seca como un desierto, también lo sabían.

Dalamar alzó la cabeza, y sus ojos todavía se llenaron con las visiones del vacío, de la sangre y de la carnicería y el mago cuyo rostro quedaba oculto en la oscuridad.

—Lo he visto —respondió, con voz espesa y ronca.

Se estremecieron al oírlo, ante la sencillez de sus palabras, la austeridad de su voz destrozada por la sed. Sintieron escalofríos y se miraron unos a otros, tomando su dolor como confirmación de su culpa.

Sí, desde luego. Sin duda existía dolor; todo el dolor de permanecer dentro de ese templo, esa mansión de los dioses blancos, que se introducía en su interior desde las baldosas. Se alzaba del suelo a través de sus pies, penetraba en sus brazos, y desde el techo caía sobre él como fuego.

—Soy vuestro —dijo al dolor y a la oscuridad que aún tenía que descender, pues habría más, y pronto; esa Ceremonia de la Oscuridad no había finalizado por completo—. Soy vuestro —dijo al dios que nadie allí osaba nombrar.

Dalamar sonrió, sin alegría y desde luego sin hilaridad. Sin embargo, sonrió, y lo hizo porque había elegido su camino. Él a quien no habían permitido elegir nada en toda su vida, cuyos días estaban regidos por las costumbres y tradiciones forjadas por un rey que llevaba muchos años muerto, él había elegido su camino.

—Nuitari…

Caylain se estremeció; en ese momento otros entraron en la sala, con los rostros blancos bajo las sombras de las capuchas de sus túnicas. Entró Porthios, y luego Alhana, cuyos ojos aparecían fríos como piedras y cuyo rostro mostraba una inflexible expresión de desprecio. Un escalofrío recorrió a Dalamar y se clavó en su corazón. Esa princesa era la personificación de la tierra, y lo miraba a él ahora como si no lo viera, como si no estuviera allí ante ella. En el mismo instante en que lord Konnal conducía hacia el interior a una pequeña tropa de Montaraces, Alhana Starbreeze le dio la espalda a Dalamar, al elfo oscuro, y salió de la estancia. La tierra renunciaba a él.

Era el primer instante de su exilio.