Dalamar estaba de pie ante la barandilla de la nave Radiante Solinari. En el ocaso del día, con el sol poniéndose a su espalda, hundiéndose en toda su roja gloria en las blancas crines del mar, permanecía vuelto hacia el este mientras el barco doblaba el cabo de Nordmaar. Fuertes vientos llenaban las velas, y éstas se hinchaban orgullosas como el blanco pecho de un cisne. Junto a Radiante Solinari, las velas doradas de Sol Resplandeciente, la nave de Porthios, se hinchaban y redondeaban. Otros seis barcos iban detrás, pero estos dos, Solinari y Sol, se mantenían uno al lado del otro como si ninguno quisiera permitir que el otro se colocara un poco por delante.
No era, se dijo Dalamar, motivo para sentirse muy orgulloso que los elfos de Silvanesti debieran ser conducidos a su hogar por unos primos con los que no se hablaban.
Aunque el mundo se dirigía hacia el verano y los vientos que soplaban del cabo transportaban el vivificante aroma del verdor y las cosas que empezaban a madurar, en el mar todos los vientos eran fuertes. Absorbían la humedad de la piel de un hombre, le arrancaban la piel del rostro donde no lo conseguía el sol, y gemían incesantemente en sus oídos hasta que el sonido lo dominaba día y noche, despierto y dormido. Los silvanestis, algunos de los cuales eran marineros pero la mayoría no, no sentían el menor cariño por el viento, por aquel constante zumbido. A Dalamar no le importaba. Se había acostumbrado al canto durante los años pasados con K’gathala; sabía escuchar lo que el viento cantaba, lo que el mar salmodiaba. «Los elfos navegan de vuelta a casa —se gritaban el uno al otro—. Los elfos navegan de vuelta a casa».
Casi se volvió para volver a mirar la puesta de sol, los lugares que había recorrido, a K’gathala, que no había llorado al verlo partir y no lo había maldecido por dejarla. Lo había besado, le había deseado lo mejor, musitando: «regresa cuando puedas», aunque ninguno pensaba que él fuera hacerlo, incluso aunque pudiera. Casi se volvió, y luego no lo hizo. Aquello había terminado, finalizado. Regresaba a casa, y en su estómago el nerviosismo corría como hebras de fuego.
No sabía qué quedaría de Silvanost, de las torres y los templos y de las casas de los nobles y los humildes. Había oído historias, siniestras y lúgubres y llenas de pesar. Había escuchado y había preguntado, pero parecía que nadie, a pesar de lo mucho que lo intentó, era capaz de decir qué aspecto tenía realmente en la actualidad el País de los Bosques. No importaba, no importaba. Lo descubriría por sí mismo, y por aquel privilegio había pagado con duro y arduo trabajo: cargando provisiones en cada puerto, fregando cubiertas, reparando cabos —con la carne desgarrada por el cáñamo para demostrarlo— sin importar lo que le pagaran.
No se preguntó, mirando al encrespado mar, por qué no le importaba, a pesar de haberse sentido agraviado durante gran parte de su vida por su rango de criado. En aquella época había estado encadenado por la tradición y la ley con la misma fuerza que si se hubiera tratado de eslabones de acero forjado, pero ahora no llevaba cadena alguna. Poseía la clase de libertad que ningún otro elfo a bordo de esta nave ni de ninguna de las otras poseía. Había hecho una elección que ninguno de esos elfos se habría atrevido a hacer, y la había hecho con todo su corazón.
Un resplandor dorado se desparramó sobre el mar, el último del día. Al oeste, las lunas se alzaban, pálidos espectros de sí mismas bajo la luz. El cabo de Nordmaar quedó atrás, aquella tierra habitada aún por dragones, donde los restos de los ejércitos de los Dragones todavía acechaban. Ésos, afirmaba Porthios, serían difíciles de extirpar.
—Tan arduo como los Dragones Verdes que se han establecido en los bosques de Silvanesti.
Su rostro dorado por el sol había palidecido al decirlo, pero ¿quién no palidecería al pensar en los Verdes que habían reclamado aquella tierra que uno de los suyos había arrasado? Las secuelas de la guerra aparecían no sólo en el comercio arruinado, las ciudades destrozadas, las legiones de muertos cuyos huesos se blanqueaban aún al sol en las Praderas de Arena, se pudrían en las montañas Khalkist y se congelaban en el glaciar del Muro de Hielo. Se hallaban en las fuerzas desperdigadas de los deshechos ejércitos de los dragones, seres mortales, y los dragones que se aferraban con su último aliento a sus oscuros rincones, que combatían entre sí, aterrorizaban a la población civil y no aguardaban más que la llegada de otro caudillo que los aunara y los convirtiera en lo que habían sido: el terror de Krynn.
Dalamar se inclinó un poco sobre la barandilla, para observar cómo saltaban las marsopas, para contemplar el brillo de la reluciente curva de sus lomos. Algunos decían que había criaturas que vivían en el mar que parecían marsopas pero eran otra cosa: elfos marinos los llamaban los marineros, gentes de raza elfa que habían hallado su propio modo de sobrevivir al Cataclismo.
«Bueno —pensó—, todos encontramos modos de sobrevivir».
También él debía hallar un modo. Navegaba rumbo a su hogar, regresaba a una tierra que en el pasado había amado a su gente, pero que los Hijos de Silvanos no hallarían tan acogedora ahora. Navegaba hacia la tierra de E’li, hacia la tierra donde en una ocasión habían gobernado los dioses del Bien, donde se los volvería a instaurar. Aunque eso no sucedería por su mano, y no en respuesta a una plegaria surgida de su corazón. Dalamar Hijo de la Noche lo había bautizado su amante, diciendo que era un nombre extraño para un Elfo de la Luz, aunque apropiado… casi apropiado. Era muy posible que en aquella cueva situada al norte de Silvanost, aquel lugar secreto del pasado, siguieran ocultos sus libros de conjuros; era muy posible. Si seguían allí, aunque fuera uno solo, lo recuperaría, y haría algo que su corazón le impelía ahora con toda claridad a hacer.
Al Hijo Oscuro, de un hijo oscuro…
Aquellas palabras habían dedicado cuatro libros de conjuros al dios Nuitari, a aquel dios oscuro que era el hijo de Takhisis y Sargonnas, el dios de la Venganza. Un dios mejor éste, pues aunque se movía en la oscuridad, no jugaba con las cosas que amaba y valoraba. Nuitari sólo amaba la magia, sólo los secretos, únicamente eso. Un dios mejor para alguien que había pasado su vida encadenado por la tradición y apartado de la magia que tanto quería, la magia que alimentaba de pasión su corazón.
Al Hijo Oscuro, de un hijo oscuro…
Aquellas palabras consagrarían de un modo igualmente apropiado el corazón de Dalamar Hijo de la Noche, pues no había acabado con los dioses, sólo con los del Bien que habían hecho promesas que no habían recordado cumplir hasta que el mundo quedó destrozado y su tablero de juego hecho añicos.
***
—¿Quién era? —preguntó la Montaraz, Elisaad Vientobarredor.
A lo lejos, por el oeste, la primera fina línea de costa silvanesti se alargaba oscura como una pincelada hecha con tinta, pues desde aquella distancia, la lejanía convertía las ensenadas en líneas rectas, las suaves curvas apenas en un trazo. No obstante, los vientos del hogar soplaban desde aquellas costas. ¡El hogar! Cada corazón a bordo del Radiante Solinari suspiraba por ir hacia el oeste, ansiando ver las arboladas costas, las refulgentes torres… Más allá de toda justificación, anhelaban aquello que habían dejado y apenas tenían una ligera idea de lo que en realidad quedaba. En los camarotes, en las cubiertas, en la bodega donde los estibadores se ocupaban de sus cargamentos, sonaban relatos de Silvanesti, historias de un hogar abandonado hacía tanto tiempo y tan añorado.
Elisaad cruzó la cubierta y se acercó un poco más al soldado sentado sobre un montón de cuerda.
—Raistlin Majere —dijo—, el mago que puso fin a la Pesadilla. ¿Quién era?
Dalamar, arrodillado enrollando un montón de cuerda, alzó la cabeza para escuchar.
—No era —repuso el soldado—. Es. No está muerto, simplemente ha desaparecido de nuestra historia.
El soldado, llamado Arath Alasalvaje, era un elfo de mayor edad y tenía una sonrisa que hacía que todos los que lo rodeaban no parecieran mayores que un niño sobre las rodillas de su padre. A Elisaad eso parecía gustarle; a Dalamar no. No obstante, quería oír el relato tanto como la Montaraz y, por lo tanto, se mantuvo callado. Aunque el cáñamo dejaba en carne viva las palmas de sus manos, siguió trabajando y escuchando.
—Raistlin Majere es un humano —explicó Arath, y su nariz se arrugó un poco, como acostumbran hacer las narices elfas cuando se menciona a los extranjeros—, un mago. Se dice que fue a Wayreth y superó la Prueba de la Alta Hechicería más rápido que la mayoría. —Su expresión se ensombreció y, aunque no llegó a estremecerse, no le faltó mucho—. No fue tratado con mucha amabilidad…
—¿Por los hechiceros que hay allí?
—No, muchacha. La Prueba. —El viento del oeste levantó una ligera brisa, y Arath alzó la cabeza, preguntándose si ya podría oler los bosques; no pudo, sólo el agua salada—. Los hechiceros no se ponen a favor o en contra de un mago. Ellos administran la Prueba, eso es todo. Lo que sale de ella, bueno, el mago lo decide. Triunfa o fracasa según la valía de sus conocimientos mágicos, su habilidad y su poder. He oído que la Prueba siempre toma algo de un mago, dejando su huella de algún modo. Éste, este Raistlin Majere, pasó la Prueba, pero pagó un alto precio. Destrozó su salud, según dicen. Débil como un cordero en invierno. Si lo vieras… —ahora el narrador se estremeció—, bien, te darías cuenta. Su piel tiene un intenso color dorado, no el color dorado que produce el sol, no es eso. Es como el metal mismo, esa clase de dorado. Y sus ojos…
—¿Sus ojos son dorados?
—No. Son negros, y los iris… tienen forma de reloj de arena.
—Ya resulta una historia bastante fantástica —bufó Elisaad, claramente incrédula—. No tienes por qué añadirle tus propios retoques.
—Nada es invención mía, muchacha —repuso Arath, meneando la cabeza—. Lo que cuento es cierto. Lo vi en Tarsis con sus compañeros. Yo formaba parte de la guardia de lady Alhana cuando ésta inició su periplo. Lo vi cuando él y sus compañeros se encontraron con ella.
Mientras arrollaba el cáñamo, dejando pequeñas manchas de sangre en la cuerda, Dalamar recordó el relato del pescador. Algunos humanos, un semielfo, una elfa, un kender y un enano; ésa era la gente que había prestado ayuda a Alhana Starbreeze, la princesa que erraba por puertos extranjeros. Ellos, los buscadores que querían un Orbe de los Dragones, entraron en el Reino de las Pesadillas para romper el hechizo de Cyan Bloodbane. El mago Raistlin Majere era uno de los humanos.
Las gaviotas chillaban en lo alto, grises sobre el cielo azul, y Dalamar miró hacia el oeste al litoral cada vez más próximo… al hogar.
—Posee un gran poder, ese mago —explicó Arath—. Se dice en todos los puertos, en las zonas más recónditas, que si no se lo tiene en cuenta ahora, pronto habrá que hacerlo.
—¿Un héroe? —inquirió Elisaad.
—Depende de lo que quieras decir con eso —resopló el viejo guerrero.
—Bueno, salvó el reino, ¿no es así?
—Lo hizo, pero por lo que he oído, le importaba más hacerse con el Orbe de los Dragones que el reino. —El anciano se encogió de hombros—. Agua helada en sus venas podría resultar caliente en su caso. Me miró en una ocasión, sólo una vez, sólo de pasada, y fue como caer en un lugar oscuro donde lo mejor que puedes encontrar es el terror. —Arath se apartó de la barandilla, se apartó de los recuerdos—. Ha pasado de la magia Roja a la Negra, eso es lo que oí. Y, por lo tanto, menos mal que ha desaparecido de nuestra historia, y ya que lo ha hecho, no hace falta que nos preocupemos más por él.
—Bueno, yo no me preocupaba por él —refunfuñó la joven, no a Arath sino a su espalda, mientras el guerrero se alejaba—. Sencillamente sentía curiosidad.
También ella se marchó, pero Dalamar permaneció donde estaba, enrollando cabos y escuchando el mar y los gritos de los marineros que trabajaban en las jarcias. A casa, se dijo. A casa. Pero el relato del mago con los ojos en forma de reloj de arena, el que había pasado de la magia Roja a la Negra, permaneció con él, enroscándose como un susurro alrededor de todos sus otros pensamientos. ¿Quién era? Y, más insistente, ¿cómo consiguió tal poder que fue capaz de romper el hechizo de una Dragón Verde de todo un país? Probablemente averiguaría las respuestas a esas preguntas, en cuanto fuera posible. El mago Raistlin, como había dicho Arath, había desaparecido de la historia de Silvanesti.
***
Lenta y penosamente, el primer esquife ascendía por el río Thon-Thalas. Iba cargado de material para el templo, pues los elfos que regresaban consideraban que, antes de poner orden, debían volver a consagrar el Templo de E’li: había que purificar los altares, colocar nuevas velas y encender varitas de incienso. Se habían sacado muchas cosas del Templo de E’li al huir a Silvamori, aras, estatuas del dios, todos los pergaminos del escritorio, y ahora los tapices estaban guardados en largos rollos en el interior de cajones impermeables, como sucedía también con candelabros de plata y de oro, todos ellos accesorios del culto. Dalamar, que poseía credenciales como sirviente y además había servido en el Templo, se encontraba en la parte posterior de la embarcación. ¿Quién mejor para iniciar la tarea de limpiar los escombros?
Gimiendo sobre la devastación del río, el arrasado Thon-Thalas, el viento no parecía surgido del verano, sino que con sus fríos dedos húmedos, recordaba un viento invernal. Los juncos a lo largo de la orilla estaban marchitos, levemente verdes en la base, de un marrón pastoso a lo largo del tallo, negros y viscosos en el lugar donde las plumosas vainas de semillas deberían estar empezando a formarse. Era como si intentaran crecer, consiguieran a duras penas tambalearse y, a continuación, se desplomaran y murieran. Los peces se pudrían en las ensenadas, con el plateado brillo convertido en el azul de los labios de un cadáver a medida que las escamas se descomponían. Algunos de éstos, al parecer, estaban completos en el momento de morir; otros mostraban señales de mutación, algunos con finas extremidades retorcidas, otros con tres ojos. Uno o dos tenían alas, y, al intentar volar, habían muerto, pues poseían alas, pero no pulmones que prefirieran el aire al agua.
Por encima de toda esa desolación, el cielo mostraba un manto de nubes deshilachadas, y en el aire, una fina neblina apestaba a muerte, con los harapos que cubrían la descomposición y decoraban la corrupción visibles por todas partes.
—Por los dioses —musitó lord Konnal, con la mano posada sobre la empuñadura de su espada; era un gesto típico de un guerrero, totalmente inútil allí—. Por los dioses, había oído sobre el aspecto que tenía el lugar, pero jamás imaginé…
—Es un amargo espectáculo —asintió Porthios.
En eso, el príncipe elfo y el Cabeza de Familia silvanesti se hallaban en total y raro acuerdo.
A lo largo de las orillas del Thon-Thalas, los árboles se alzaban como esqueletos ennegrecidos, y en plena estación veraniega parecían espectros invernales que, torturados por una magia mancilladora, se balanceaban bajo terribles formas retorcidas. Antiguos álamos orgullosos se inclinaban ahora, con sus esbeltas formas embrutecidas por los conjuros de pesadilla del dragón Cyan Bloodbane. Algunos de los árboles sangraban, pero no savia, sino sangre como los mortales. Algunos lloraban, con lágrimas de plata discurriendo por sus troncos como lo hace la lluvia.
Nadie se atrevía a tocar ni los troncos ni nada, ni siquiera el agua del río. Sin embargo, algunos ansiaban poder hacerlo, anhelaban extender las manos para sanarlos con su contacto, para consolar el asolado territorio. Uno de ellos era una sacerdotisa, Caylain, una joven cuyas mejillas brillaban blancas como las de un espectro; la muchacha extendía el brazo de vez en cuando, deteniéndose al recordar que no se atrevía a estirar demasiado las manos.
—Queridísimo E’li —susurró, con una voz apenas perceptible bajo el amortiguador efecto de la manga que apretaba sobre la boca y la nariz.
Dalamar la oyó, no obstante, pues se encontraba cerca de ella, y vio las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas como las de los álamos: siempre muriendo, siempre sanando.
«Queridísimo E’li —pensó Dalamar, contemplando cómo las ruinas de su país pasaban por su lado—. Pues el queridísimo E’li no ha pasado por aquí desde hace mucho tiempo».
Pero sí lo hacían los dragones. Vio huellas de su paso por todas partes: ramas partidas, el rastro de largas colas escamosas que se habían arrastrado por el barro en el borde del río, y amplias pisadas planas con las marcas ganchudas de las zarpas. En una ocasión, cuando el esquife se acercó a la orilla, distinguió en un nido de barro las cáscaras dentadas de huevos correosos que acababan de romperse. Aquellos huevos habían sido tan grandes como su pecho, y habían contenido una nidada de crías de dragón. Al poco rato, descubrió el apagado brillo de escamas verdes y un ojo del tamaño de su mano, oro maléfico en un iris negro como la noche. Se trataba de Dragones Verdes, la clase que casi nunca llega a crecer más allá de los nueve metros; pequeños en comparación con las bestias que habían descendido del plomizo cielo sobre la frontera norte cinco años antes. Pequeños, pero no menos peligrosos. Esos Verdes poseían una magia muy taimada; para ellos, colmillos y zarpas no eran más que las toscas herramientas de los miembros de menor categoría de su raza. Y, por ese motivo, alrededor del pequeño esquife se habían dispuesto hechizos de protección, como una capa de seda, creados mágicamente y mantenidos por los dos magos que se sentaban, quietos y silenciosos, en el centro de la embarcación. Con los ojos cerrados y los labios moviéndose siempre en el silencioso tejido de su conjuro, los hechiceros se afanaban con el sudor rodando por sus rostros, y las manos entrelazadas con tanta fuerza que los nudillos centelleaban blancos. A través de su energía, todos los que se hallaban en el interior del esquife se veían protegidos de las tentaciones de los Dragones Verdes, a salvo de su magia que de lo contrario los atraería al interior del destrozado bosque y los conduciría a una muerte segura.
Los dragones vivían allí en su destrozado reino, pero también su princesa. No, no exactamente. Alhana Starbreeze era más que una princesa ahora: era la Oradora de las Estrellas, pues su padre había muerto, y aguardaba en Silvanost en la Torre de las Estrellas, ansiosa por la compañía de Porthios y su pequeña flota. Aguardaba a salvo, protegida por una tropa completa de la propia guardia personal de Porthios. Aquella tropa era algo que lord Konnal se tomaba muy mal, y éste era un detalle que a nadie se le escapaba. Su rostro estaba contraído en una expresión indignada, y sus ojos acerados brillaban a juego con ella. A pesar de que comprendía que habría sido una insensatez pedir a Alhana que aguardara a tener protección hasta que él pudiera navegar de vuelta a casa, odiaba el hecho de que un príncipe qualinesti desplegara sus propios hombres para proteger a la señora de los silvanestis. Con todo, él lo había hecho, y nadie debía quejarse, al menos no en voz alta. La princesa había dedicado cada día a la tarea de curar desde que Raistlin liberara su reino de la pesadilla, una mujer sola que usaba únicamente las pequeñas habilidades de la curación natural que la mayoría de los elfos posee, la suave caricia, la mirada amorosa, los sueños en la noche en los que la salud y el crecimiento ocupan el lugar primordial. Era necesario protegerla en esa tarea; había que mantenerla a salvo. Nadie podía poner en duda su gratitud por la ayuda que Porthios le ofrecía.
El río gimió, y uno de los remeros a bordo del pequeño esquife juró que debía remar con el doble de fuerza para recorrer la mitad de distancia porque él y su tripulación forzaban al navío a arrastrarse contracorriente.
—Sí, muy bien —gruñó lord Konnal—, en ese caso no malgastes aliento en quejarte. ¡Rema!
Porthios escuchó sus palabras, pero se guardó los comentarios, manteniéndose diplomáticamente fuera del campo de actuación del noble. Permaneció en la proa de la embarcación, con la mirada puesta en el norte como si ésta fuera su única tarea.
—Es un tipo elegante y apuesto, ese Porthios —dijo el remero a Dalamar.
Éste se encogió de hombros. Bastante para ser un bárbaro qualinesti, se dijo, aunque en voz alta respondió:
—Son sus armas lo que más me gustan de él.
Detrás de él se oyó un juramento. Un remo golpeó contra algo.
—Maldición —refunfuñó el Montaraz, tirando del remo para intentar soltarlo.
Curioso, Dalamar abandonó el lado de la embarcación de quilla plana y rodeó a los magos situados en el centro para mirar por encima del otro lado.
Lord Konnal se volvió al escuchar el juramento, y su mirada se posó en Dalamar, oscura y siniestra.
—En, tú, echa una mano —espetó.
Dalamar esbozó una agria sonrisa, una que el noble no pudo ver mientras se colocaba en frente del remero y doblaba la espalda para extraer el remo de la trampa que lo hubiera atrapado. Tiró con energía, luego otra vez, moviéndose de común acuerdo con el Montaraz. Algo sujetaba la ancha pala del remo y la sujetaba con fuerza. Cambió de posición y miró fuera por encima del borde. El agua del río se deslizaba por los costados de la nave, aceitosa y marrón y cargada de limo.
—¿Qué es lo que ocurre? —inquirió el príncipe qualinesti, retrocediendo unos pasos para ver mejor. Luego, avanzó haciendo equilibrios con facilidad en el balanceante esquife, y posó la mano sobre el hombro de Dalamar para apartarlo—. Uf, ramas…
El agua chapoteó contra los costados del bote, y el remo se deslizó de repente de las manos de Dalamar. Sobresaltado, éste lo sujetó con más fuerza, estirando para contrarrestar lo que tiraba hacia abajo. Algo realmente tiraba del remo; algo que poseía voluntad actuaba bajo las aguas. Se oyó un castañeteo y un tintineo surgiendo de debajo del agua, y luego un agudo lamento fúnebre aulló hacia las alturas.
Las aguas marrones se partieron, y emergió una mano… una de huesos blanquecinos, con los dedos aferrados al remo.
—¡Por todos los dioses! —Porthios dio un paso atrás para dar espacio a su espada.
Una mano sujetó el brazo de Dalamar —la de Caylain— y lo apartó de un tirón del costado de la nave. La espada del príncipe silbó fuera de su funda, la hoja centelleando sordamente bajo la grisácea luz diurna. Con un veloz movimiento en arco, el príncipe blandió y descargó su espada, haciendo añicos la huesuda mano. Pero era sólo una mano, y había otras, que se alargaban con dedos castañeteantes para sujetar los costados del esquife. Una vez más, unas manos tiraron con fuerza de los remos, pero ahora los remeros estaban preparados y los sujetaron bien.
Más espadas silbaron en el aire a medida que los Montaraces se incorporaban de un salto para proteger a los ocupantes de la embarcación de las mudas y boquiabiertas criaturas que surgían de las aguas. Algunas, como Dalamar pudo ver, eran esqueletos de elfos, otras eran ogros, goblins y humanos. Allí estaban los muertos de la última batalla para conquistar el reino maldito de Lorac Caladon, y unos pocos llevaban aún sus propias espadas y rodelas, armas venerables cuyos más delicados adornos eran un montón de herrumbe.
Una Montaraz lanzó un grito de dolor, que se convirtió en repentino terror.
—¡E’li! —chilló, como si el nombre de su dios debiera ser la última cosa en la que malgastara aliento.
Dalamar la reconoció por la voz: Elisaad Vientobarredor, que había querido saber cosas sobre el mago que había despertado al país de la pesadilla de Lorac Caladon.
—¡Oh, E’li…!
Un brazo esquelético surgió de las aguas, agarró a la mujer por los cabellos y tiró de ella hacia abajo. Dalamar saltó sobre la espalda inclinada de un remero que seguía luchando por recuperar su remo de las garras de otro de los esqueléticos guerreros. Arrastrada por encima de la borda, la Montaraz gritó, y su grito se oyó incluso por encima del estrépito de las espadas y el tintineo de huesos mientras las aguas la hacían suya. Al cabo de un instante, la mano de la mujer apareció en la superficie del pardusco río, pero su rostro —los ojos desorbitados y aterrorizados, la boca tozudamente cerrada para que no entrara el agua del río— se distinguía sólo vagamente por entre el remolino de aguas fangosas. Dalamar se inclinó todo lo que pudo por encima del borde de la embarcación; alguien lo sujetó por el cinturón y él se inclinó aún más, alargando las manos hacia el agua para coger a la Montaraz que se ahogaba.
—¡Ahí está! —exclamó Caylain, sujetando el cinturón de Dalamar con las dos manos ahora—. ¡Ahí!
—¡Lucha! —le gritó el mago a la joven—. ¡Intenta cogerme! ¡Dame la mano!
Tres rostros lo miraron desde abajo, uno lleno de terror, dos con las cuencas de los ojos vacías que, sin embargo, daban la sensación de estar llenas de malicia.
A toda velocidad, Dalamar pronunció una palabra mágica, una que no había utilizado desde hacía muchos años. No era la primera que había aprendido —la invocación de luz, Shirak, es siempre la primera que aprende un mago— pero ésta era la segunda. Era también una llamada a la luz, pues se trataba de un invocación en solicitud de concentración y claridad.
—¡Azral! —chilló.
Los ojos de Elisaad se abrieron de par en par al oír conjurar a un criado y más aún al notar que el terror huía de ella y lo reemplazaba la determinación; se lanzó hacia arriba y extendió la mano para tomar la de él, libre ahora de la traba del terror.
Unas mandíbulas esqueléticas se abrieron y cerraron en una especie de frenético mensaje, y el quebradizo chacoloteo se oyó por encima de la superficie del agua. Era el sonido de hojas secas arrastrándose por los senderos a medianoche. La mano de Elisaad se cerró con fuerza sobre la muñeca de Dalamar, sus ojos se encontraron con los de él, brillantes y claros y llenos de confianza. Alguien lanzó un juramento; alguien más sollozó de dolor o terror.
—¡Detrás! —chilló lord Konnal—. ¡Hay más detrás!
Dalamar no se atrevió a mirar para ver detrás de dónde, y sólo pudo desear que no fuera detrás de Caylain, porque dos de los no muertos sujetaban a Elisaad, uno por los hombros, y el otro por las piernas.
La muchacha lanzó un alarido.
Los atacantes se mantuvieron sujetos, con la misma fuerza que debieron de tener en vida. Algunos eran elfos, otros viejos adversarios, pero todos ellos sentían un odio inconmensurable por los vivos. Dalamar volvió a tirar, y ahora la cabeza de Elisaad quedó fuera del agua.
—¡Caylain! —chilló, sin soltar a la Montaraz.
¡Caylain tira! ¡Caylain no me sueltes! Todo eso quería decir al chillar, todas esas cosas la sacerdotisa las comprendió al instante, y con un violento tirón, la mujer se echó hacia atrás, arrastrando a Dalamar, arrastrando a Elisaad con él.
La Montaraz salió a la superficie, cabeza y hombros, y tenía una mano libre para agarrarse al costado de la embarcación que se balanceaba enloquecida. La desaparición de la resistencia lanzo a Caylain por el suelo. Dalamar se tambaleó, luego alargó de nuevo la mano hacia Elisaad.
—¡Coge mi mano!
La joven se arrastró un poco más fuera del agua y estiró el brazo. Alguien se colocó entre Dalamar y ella —Porthios que perseguía a un tintineante y castañeteante adversario— y los ojos de la Montaraz se desorbitaron de nuevo por el horror.
—¡No! —chilló—. ¡Noooo!
Resbaló y desapareció, aullando bajo el agua. Con un juramento, Dalamar saltó hacia el costado de la embarcación, pero era demasiado tarde. Llegó al borde del agua sólo a tiempo de ver la última imagen de Elisaad, el pálido óvalo de su rostro, el terror de sus ojos mientras sus pulmones se llenaban con el agua salobre del río y los no muertos la arrastraban a la muerte.
Enfurecido, el elfo se dio la vuelta y agarró lo primero que encontró como arma: una espada oxidada, con la hoja picada y rayada. Uno, dos y tres de los esqueletos fueron por él con un entrechocar de huesos, moviendo las mandíbulas pero sin que surgiera ningún ruido, y con las cuencas de los ojos vacías como pozos secos. El mago blandió la espada a un lado y a otro como si fuera un guerrero bien adiestrado, sosteniendo instintivamente la espada entre las dos manos, sin agitarla pero imitando el mismo ritmo que había visto en Porthios: arco y golpe, porque la estocada no servía de nada en esa clase de combate. Debía cortar cabezas por el cuello y cercenar los miembros a partir de las articulaciones. Era necesario desmontar para matar. Y lo hizo encolerizado, con el gemido de la mujer que le había arrebatado de las manos espoleando su furia.
No se detuvo hasta que una mano firme sujetó su brazo y detuvo su movimiento. No hasta que Porthios extrajo la oxidada arma de su mano levantó la mirada y descubrió que la pelea había terminado, ganada la batalla. En la repentina quietud, Dalamar oyó el golpeteo del agua contra el esquife, el siseo de un viento acelerado entre los juncos moribundos. Alguien tosió, otro gimió, y el mago olió a sangre. Miró en derredor y vio que dos Montaraces sufrían heridas profundas; los magos seguían sentados en el centro de la embarcación, todavía inclinados hacia adelante, todavía con el rostro lívido y tejiendo sus conjuros.
En el instante en que la mirada de Dalamar se posó en ellos, los ojos de Konnal cayeron sobre él. Fríos e inquisitivos, aquellos ojos estaban llenos de suspicacia mientras lo contemplaba con atención desde las botas marrones hasta la camisa parda.
—Sirviente —dijo—, vistes de un modo raro para ser un mago.
—No he practicado la magia desde la guerra, milord. —La lengua de Dalamar se movió presurosa para urdir la mentira—. Era el sirviente de lord Tellin Vientorresplandeciente y le servía en el Templo de E’li. Él quiso que aprendiera magia. Está muerto ahora, y nadie parece haberse tomado el mismo interés. —Con su historia pulcramente enmendada, se encogió de hombros—. No importa. Me alegra haber recordado un poco de lo que aprendí. —Echó una ojeada al río y a la superficie de las aguas que se iba calmando; ahora no tenía que fingir lo que sentía—. Ojalá hubiera podido hacer más por la Montaraz.
—Desde luego —repuso Konnal, y sus ojos no perdieron su expresión inquisitiva ni su frialdad—. Jamás he aprobado que se enseñe a un sirviente las artes de la magia. Se creen superiores y se les llena la cabeza de ideas que no pueden entender correctamente. No se consiguen más que problemas de ese modo.
Pareció esperar una respuesta, pero Dalamar no tenía ninguna que pudiera complacerlo. Tras unos momentos, con los ojos adecuadamente bajos, el mago murmuró:
—Si no tenéis ninguna otra pregunta, milord, regresaré a ocuparme de las cajas.
Konnal asintió con un lacónico gesto y envió a Dalamar a seguir con su trabajo. En algún lugar río arriba, un largo aullido gimoteante se abrió paso por entre la espesa neblina verde. Un dragón llamaba, y otro contestó. En el agua alrededor del esquife, una pequeña hilera de burbujas subió para aflorar a la salobre superficie. Luego todo quedó tranquilo y permaneció así durante el resto del viaje.