10

Aunque las lunas sobre Krynn eran las de costumbre, la roja Lunitari y su hermano el blanco Solinari, aunque las estrellas mostraban sus formas corrientes y viajaban por sus rutas celestiales de siempre, aunque el sol era el mismo, la luz a los ojos de un exiliado brilla con terrible violencia. Bajo esa luz, la flota de exiliados observó como el Álamo Dorado, el hermoso barco en el que viajaba Alhana Starbreeze, se separaba de los otros y se alejaba de los que huían, para tomar una ruta hacia el sur. Fue decisión suya dejar a los exiliados en manos de lord Belthanos, su primo, y recorrer las ciudades de Krynn en busca de ayuda para su asediada tierra; pero verla marchar era como ver la sombra del propio espíritu cruzar sobre el océano.

—¡Ah, dioses! —exclamaron los elfos—. ¡Va a mezclarse con extranjeros! ¡Nuestra querida princesa! ¿Qué ha sido de nosotros? ¿A qué se enfrentará allí fuera donde las gentes no son más que bárbaros salvajes?

Bajo la cruda luz del exilio, contemplaron cómo se alejaba y rezaron por su marcha, deseándole lo mejor en su viaje por la alcantarilla que consideraban era el resto del mundo.

Sin embargo, algunos de los silvanestis pronto comprendieron que el País de los Bosques no era, después de todo, el centro del mundo. Al huir del ejército de los Dragones y del desastre provocado por la magia de un rey, algunos de los elfos empezaron a reconocer que existía un mundo más amplio fuera de sus boscosas fronteras. Los vientos del invierno empujaron a la flota de refugiados al norte circundando el Mar Sangriento de Istar, más allá de Kothas y Mithas y de los voraces piratas minotauros que habían decidido compartir suerte con las fuerzas de Takhisis.

Vientos helados los zarandearon, vientos que soplaban desde tierras extranjeras al otro lado del cabo de Nordmaar. Los vientos los condujeron a las costas de Solamnia, el hogar de la antigua orden de caballería que, a decir de todos, era agredida en todas partes y desgarrada desde dentro. Las viejas enemistades tardaban en morir, como pueden dar fe los caballeros, y los habitantes de Krynn no les habían perdonado su participación en la antigua tragedia de Istar, como si los hijos tuvieran aún que responder por las locuras de sus lejanos padres que no partieron a defender aquella ciudad de la arrogancia de un Príncipe de los Sacerdotes decidido a burlarse de los dioses. Y, como si la enemistad del mundo que los rodeaba no fuera suficiente, los caballeros luchaban entre sí; entre sus propias filas, reñían por conseguir posición y poder.

—Puedes oírlos luchar —dijo un elfo a otro, una noche mientras El Cisne del Rey surcaba las aguas frente a las costas de aquella tierra—, como criaturas pendencieras. —No se los podía oír, claro, pero no era difícil imaginarlo.

En su éxodo, los elfos saborearon la salada espuma de mares que ni siquiera imaginaban en los estrechos situados entre el territorio de Solamnia y la isla de Ergoth del Norte. Allí donde iban recogían información, y unos pocos de ellos, los más atrevidos, iban a las ciudades portuarias y paseaban por sus tabernas y tiendas para averiguar lo que pudieran. De esa forma, descubrieron lo sucedido a su rey, Lorac, que había quedado atrapado por la magia. Con amargura, se enteraron de que a Silvanesti la llamaban ahora el Reino de las Pesadillas, y recibieron, también, noticias de su princesa: ninguna de ellas les dio demasiadas esperanzas, pues Alhana Starbreeze vagaba por los puertos del mundo, su princesa lirio entrando y saliendo de las ciudades, en busca de ayuda y sin encontrar ninguna. Pero no desfallecía. Del mismo modo que los Dragones Verdes iban a anidar en los atormentados bosques para reclamar el hechizado territorio, ella acudía a las casas de las gentes importantes de todas las ciudades que podía, en busca de un modo de rescatar a su país del poder de una magia diabólica.

—Y para salvar a su padre —explicó un elfo que lo había oído en un puerto no muy lejos de las ruinas de la Ciudad de los Nombres Perdidos, en la zona más alta de Solamnia—, pues cree que no está muerto. —Con un estremecimiento, continuó—: Nuestra Alhana cree que el Orador de las Estrellas sigue vivo.

Y, así, los más osados se aventuraban, y las noticias que llevaban a la flota iban ampliando el mundo. Uno de tales cosechadores de información era Dalamar Argénteo, pues mientras los otros buscaban siempre noticias de Silvanesti, sus oídos estaban siempre ansiosos de recoger noticias del mundo entero. Cada vez que la flota llegaba a un puerto, el mago bajaba a los muelles y deambulaba entre la gente en las tabernas, intentando averiguar todo lo que podía. No era cosa fácil mezclarse con extranjeros —pues así consideraba a todos los que no eran elfos—, pero lo hacía. ¡Qué ancho era el mundo del que Silvanesti no era el centro! Qué curiosas las lenguas: deliciosas unas y horribles otras. Habló con humanos en los puertos salvajes situados cerca de Kalaman, en Palanthas, y en los bazares de Caergoth. La visión de humanos, enanos y kenders lo hechizaba, y también los olores de los puestos donde se cocinaba, de las especias en los mercados, los tejidos de las telas extranjeras. Los centelleantes ojos de los forasteros resultaban embriagadores, vivos y profundos y maravillosamente extraños.

Finalmente, los elfos que huían llegaron a Ergoth del Sur, y crearon un hogar para ellos. En el exilio, lord Belthanos, pariente consanguíneo del Orador de las Estrellas, formó un consejo con los Cabezas de las Familias, y este consejo en el exilio quedó constituido casi por la misma gente que había estado en el del Orador Lorac, con dos excepciones. Lady Ylle Savath había desaparecido de sus filas, muerta en los bosques de Silvanesti, y lord Garan de la Protectoría no había sobrevivido al viaje por mar. El noble había muerto durante el primer mes de viaje. El corazón del viejo guerrero sencillamente había dejado de latir en su pecho. Se partió, dijeron algunos, porque el anciano creía que no podría sobrevivir lejos del reino que había defendido durante tanto tiempo. Y así pues la Casa de Mística dio a lord Feleran al nuevo consejo, y la Protectoría a lord Konnal, que había servido con lord Garan en la guerra.

El consejo en el exilio se reunió e inició al momento la tarea de establecer la reivindicación silvanesti de esa tierra de brisas marinas y fragantes bosques de pinos, de ricos terrenos de caza y aguas costeras repletas de peces. No les importó demasiado que los salvajes kalanestis habitaran allí, aquellos orgullosos cazadores a los que Silvanos había intentado convertir en servidores en épocas remotas. Los silvanestis llegaron con armas; llegaron armados con la certeza de que ellos eran, de entre todas las razas, la más amada por los dioses, motivo por el que merecían lo mejor de todo. Con independencia de lo que los acontecimientos sugirieran, ésta no era una creencia que los Hijos de Silvanos estuvieran dispuestos a abandonar. Así pues, impusieron la servidumbre sobre los kalanestis y construyeron en su territorio una ciudad que llamaron Silvamori, su hogar en el exilio. Para ser honrados, eso resultó mucho más duro para los kalanestis que para sus aristocráticos primos, aunque la mayor parte de los lamentos y suspiros surgieron de las casas de los silvanestis, los desamparados exiliados.

Dalamar Argénteo no se quejó demasiado, y por un tiempo esto le sorprendió. Echaba mucho de menos su país, los bosques de álamos, el orden de la ciudad, el perfume de los jardines y el profundo repiqueteo de campanas en los puertos. En ocasiones, sacaba el estuche bordado del pergamino que contenía el Himno de la aurora a E’li, y lo contemplaba, con las manchas de barro producidas el día de la muerte de lord Tellin. Había intentado devolverlo a lady Lynntha, pero ésta se negó a aceptarlo. Lo miró durante largo rato, con los ojos anegados por la pena y una muda súplica: «No me pidas que tome eso, no me pidas que piense en lo que nunca podría haber sido». Así pues, Dalamar guardó ese objeto de otro tiempo, de otro lugar y de dioses cuyos nombres resonaban por el bosque de pinos de Silvamori pero no en su corazón.

Se encontró libre de servicio, ahora que había tantos para ocupar su puesto, y se encontró una amante entre los Elfos Salvajes, una mujer con los cabellos del color de la luna de Solinari, los ojos verdes como el mar, y largas piernas doradas por el sol. K’gathala era una mujer docta en las costumbres mágicas kalanestis y creía firmemente en el significado de los nombres. Le dijo que el de él era un nombre extraño para ser uno de los elfos de la luz, pues si «argénteo» significaba «plata» en la lengua de los silvanestis, en la de los kalanestis significaba «hijo de la noche».

—Y eso —le explicó una noche mientras yacía en sus brazos, enroscando los largos dedos en los cabellos del mago—, es un nombre extraño para alguien de tu raza, pero tal vez no tan extraño para ti.

La mujer estaba llena de tales refranes, y Dalamar disfrutaba del misterio y de la magia. No se reunía con ella abiertamente. Estas visiones no eran alentadas por lord Belthanos ni por su consejo en el exilio. La posibilidad de diluir la sangre silvanesti mediante un linaje de criaturas medio kalanestis y medio silvanestis les provocaba escalofríos. No obstante, Dalamar lo hizo, y retomó su costumbre de aprender magia. En noches clandestinas y días robados, aprendió cosas que jamás habría soñado: cómo los elfos fronterizos no susurraban sus hechizos ni tan siquiera los declamaban, sino que los cantaban. Y los conjuros de los Elfos Salvajes no estaban compuestos por palabras; más bien, estaban formados por notas entrelazadas tan complejas que la voz mortal debía esforzarse durante meses para aprenderlas. Él tenía los meses y poseía la voluntad, y durante el primer año de exilio había avanzado tanto en sus estudios que empezó a pensar de nuevo en que podría hallar un modo de viajar a la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth y poner a prueba allí sus habilidades y conocimientos. ¿Cómo? No lo sabía, y ni siquiera sabía si aquella torre sobreviviría a la guerra que bramaba en el mundo fuera de Silvamori.

Pues la guerra rugía. Lo sabía. Tenía amigos entre los marineros que marchaban a las ciudades portuarias y volvían con noticias. A medida que pasaron los años de exilio, aprendió que el mundo situado más allá de Silvamori había aprendido a odiar la llegada de la primavera, porque su retorno siempre traía la reanudación de la guerra.

Tras el desastre en Silvanesti, los ejércitos de Takhisis evaluaron la situación y recuperaron fuerzas. Dejaron atrás el Reino de las Pesadillas y giraron en dirección oeste. El de Phair Caron había sido un ejército de Dragones Rojos; este nuevo lo era de Azules, y así, todos lo conocieron y temieron bajo el nombre de Ejército Azul. Barrió las Llanuras de Solamnia como fuego griego, despiadado y ávido de conquista; pasó sobre Kalaman y arrasó los valles del río Vingaard, quemando, saqueando y asesinando. Allí a donde iba, el ejército de los Dragones lo conquistaba todo. Las gentes gimoteaban a los dioses del Bien, llamaban a E’li —Paladine como lo denominaban los extranjeros— pero ningún dios contestaba. El cielo sobre el territorio se oscureció con el vuelo de los dragones, la tierra misma se tiñó de sangre, y los cadáveres atestaron el gran río Vingaard. Las fuerzas enemigas se abrieron paso a través del alcázar de Vingaard y dejaron atrás muertos y mutilados en Solanthus.

Ejércitos de Dragones Blancos se apoderaron del Muro de Hielo en el sur. Señores de los Dragones se hicieron con Goodlund y Kendermore mientras el ejército Rojo se reagrupaba, sacudiéndose el polvo del fracaso de Phair Caron, y se adentraba en Abanasinia, masacrando Hombres de las Llanuras y llegando justo hasta los límites de Qualinesti. Y los elfos de aquel territorio huyeron, y los parientes separados —silvanestis y qualinestis— volvieron a encontrarse en Ergoth del Sur. Se construyó una nueva ciudad bajo los auspicios del rey qualinesti, que se denominó a sí mismo Orador de los Soles, de modo que las dos facciones de los más amados por los dioses se contemplaron airadamente la una a la otra desde cada extremo de la bahía del Trueno, y durante un tiempo en Silvamori se sintieron muy divertidos con el relato de que el hijo del rey qualinesti, Porthios, había decidido que debía tomar parte en la lucha y combatir a las fuerzas de Takhisis. ¡Loco! ¿Qué les importaban a los elfos los asuntos de los extranjeros? Sin duda se habían vuelto locos esos qualinestis. Apenas se habían cansado las gentes de Silvamori de esa historia cuando un delicioso cotilleo susurró que si el hijo del rey qualinesti estaba loco, su hija estaba aún peor. Se decía que Laurana había caído tan bajo como para huir con su amante semielfo, deshonrando a la familia hasta el punto de que su pobre y anciano padre había caído enfermo, y había decidido que también ella debía convertirse en un soldado en la lucha contra las fuerzas de Takhisis.

Fue por entonces cuando llegaron a Silvamori noticias sobre el destino de su propia princesa errante y el estado de su país plagado de pesadillas. La gente discutió al respecto durante meses.

—Bueno, pues debe de ser cierto —decían algunos.

Otros, en cambio, declaraban que la noticia era una falsedad de pies a cabeza.

—Al fin y al cabo —murmuraban los que la negaban—, ¿quién en todo el mundo creería que Alhana Starbreeze hubiera hallado ayuda en Tarsis, ¡ese lugar tan ignorante!, y que esa ayuda proviniera de un desaliñado grupo compuesto por un semielfo, algunos humanos, una elfa, un kender y un enano? ¡Es demencial!

—Sí, pero es así —repuso el pescador que estaba sentado charlando con Dalamar a últimas horas de una noche mientras las lunas roja y plateada brillaban sobre la playa y el mar lamía la orilla—. Es así, lo sé, porque hablé con uno que vio a la guardia de la princesa escoltándola por la ciudad. Fue la misma noche en que el ejército de los Dragones atacó Tarsis, quemando todo lo que pudo. Debió de ser horrible. ¿Y sabes quién era la joven elfa? Laurana de Qualinesti, pobre padre. Todos esos curiosos personajes se encontraron realmente: una princesa, sus Montaraces y esa desaliñada banda de buscadores. Habían ido al lugar en busca de un Orbe de los Dragones. —El pescador se echó a reír, porque le resultaba una buena broma que los buscadores se tropezaran justo con la mujer que buscaba ayuda para liberar a su tierra y a su padre de la magia de una de esas cosas precisamente—. Querían uno por el mismo motivo que lo quería vuestro rey, supongo; querían controlar a los dragones, y algunos de ellos regresaron con la princesa al País de los Bosques.

—¿Y liberaron al rey?

—Y liberaron al rey. Pero, lamento decir, éste halló su libertad en la muerte, y las cosas no están muy bien en el Reino de las Pesadillas últimamente.

—Pero ¿cómo fue liberado el monarca? ¿Cómo se deshizo el hechizo? ¿Cómo consiguió esa gente entrar en el país y salir con vida? —Dalamar quería saber.

El pescador se encogió de hombros y repuso que era obra de un mago, uno de los buscadores, pero que no recordaba mucho más al respecto, excepto que el tipo llevaba túnica roja y que parte de su nombre era el nombre de un dios.

—Majere… —indicó—. Algo, no se qué Majere.

Cuando Dalamar quiso saber más sobre ese mago, el otro sacudió la cabeza. Había contado todo lo que sabía, y no había más que decir. No llegaron más noticias del misterioso mago a Silvamori ese año, ni ningún año posterior, aunque Dalamar prestaba atención por si llegaba alguna. Magia y poder, esas cosas eran como oro y plata para él, y los relatos sobre ellas resultaban casi tan valiosos.

No obstante, si un sirviente de entre ellos se sentía insatisfecho con la cantidad de noticias que recogía, la mayor parte de Silvamori tenía más noticias de las que podía manejar. Un mago Túnica Roja deshaciendo magia diabólica en una tierra donde no se honraba otra magia que la blanca, el Orador de las Estrellas muerto, los hijos del Orador de los Soles corriendo por ahí como salvajes… Al finalizar el segundo año de la guerra, los habitantes de Silvamori y Qualimori decidieron que el mundo situado más allá de sus hogares estaba condenado.

—Ah, pero las cosas están cambiando por fin —dijo el pescador kalanesti, un día de primavera del tercer año de la guerra.

El Ejército Azul, compuesto de humanos, ogros y los asquerosos traidores de Lemish que se habían aliado con los secuaces de Takhisis, se preparaba para lanzarse sobre la Torre del Sumo Sacerdote, el bastión de los Caballeros de Solamnia que se alza en lo alto de un elevado puerto de montaña para custodiar el camino hacia Palanthas. Un magnífico trofeo, la ciudad de Palanthas, con acceso a Coastlund por el oeste y a la bahía de Branchala por el norte. Todo aquel sector de Solamnia sería exprimido y privado de alimentos y, si la táctica funcionaba, se encontraría suplicando misericordia.

—Pero no lo hará —continuó el pescador, con una carcajada—. Esos caballeros se han organizado por fin y están listos para luchar.

Desde luego que lo estaban, y se habían buscado también un general. Laurana de Qualinesti acudió como soldado, y aspiraba a alcanzar un alto rango; al fin y al cabo, era la hija de un rey. La llamaban el Áureo General, y bajo su mando los Caballeros de Solamnia se convirtieron en una fuerza digna de tener en cuenta. Por primera vez en toda la guerra, un ejército de los Dragones huyó del campo de batalla, ensangrentado y vencido.

—Es porque ellos tienen algo llamado Dragonlances —explicó el pescador—. Armas antiguas de tiempos pasados. Eso cambió las cosas, ya lo creo.

Pronto —alabados sean los dioses— se vieron en los cielos Dragones de Latón, Plata, Oro y Bronce, que acudían por fin a defender a las gentes de Krynn de la maldad de Takhisis y sus sirvientes. En la Explanada de la Piedra Blanca, enanos, humanos y elfos realizaban tratados de alianza a diestro y siniestro, jurando defenderse entre ellos y a todos ellos.

—Y de ese modo —repuso Dalamar Argénteo, a quien secretamente le gustaba el nombre de Dalamar Hijo de la Noche—, por el motivo que sea, los dioses del Bien se han despertado por fin.

—Tienen sus razones, Dalamar Argénteo —replicó el pescador que, con los ojos muy abiertos ante esa casi blasfemia, hizo un gesto contra la mala suerte—. Se dice por todas partes que han estado trabajando en el mundo durante todo este tiempo, a través de los corazones y manos de gentes de buena fe. Fíjate, ¿no se están uniendo las razas ahora, dejando de lado sus diferencias para trabajar por el bien común? ¡Incluso he oído decir que el invierno pasado los enanos aceptaron refugiados humanos en Thorbardin! —Rió como si se tratara de un chiste divertido—. Quién lo habría imaginado, ¿eh? Es suficiente para despertar a cualquier dios y hacer que tome nota. Y los caballeros vuelven a estar unidos, los dragones de E’li vienen a salvarnos por fin… Ha sido una época de prodigios. Eso nos demuestra que no era, después de todo, sólo una guerra en el suelo, sino también una guerra en los cielos.

Así era, se dijo Dalamar. No mencionó su amargura en voz alta, y se guardó para sí la pregunta que nadie se atrevía a hacer: ¿Cuántos han muerto orando por este momento tanto tiempo pospuesto mientras los dioses jugaban entre sí y movían de un lado a otro a los habitantes de Krynn como si fueran piezas sobre un tablero? Pensó en lord Tellin Vientorresplandeciente, el clérigo que había muerto con el nombre de E’li en los labios, sin recibir respuesta a su plegaria.

El mago dio las gracias al pescador por su información y, como en un rito largo tiempo planeado, se dirigió a su casa —su propia y pequeña casa, no la de su amante—, se quitó la blanca túnica de mago, la marca de alguien que ha estado dedicado a Solinari, y se vistió con las prendas de color oscuro de un sirviente. Botas color tierra, calzas color caoba, una camisa teñida en tono castaño, fueron las ropas más oscuras que encontró; así vestido, descendió hasta el mar al lugar dónde los exiliados habían desembarcado años antes, de donde los exiliados pronto volverían a zarpar. Se llevó con él el estuche de pergamino bordado, aquel objeto de otra época.

Durante un buen rato permaneció bajo el sol, una alta figura oscura sobre la brillante playa, un elfo cuyos negros cabellos revoloteaban alrededor de su rostro azotados por el viento que venía del mar. Las olas espumeaban alrededor de sus pies y las gaviotas chillaban en el cielo. Dio vueltas al estuche que sostenía una y otra vez, contemplando los colibríes de seda que revoloteaban sobre rosas color rubí, rosas que se habían tornado marrones como si los pétalos se hubieran marchitado.

Con un grito que era como una maldición, Dalamar arrojó aquel objeto de otro tiempo al mar, consignando el estuche de pergamino y el Himno a la Aurora de E’li a las corrientes y a las mareas y a los peces.

***

Dos días después, el vigía en la cofa del navío elfo Sol Resplandeciente descubrió aquel estuche de pergamino bamboleándose en las aguas. Se preguntó, por un breve instante, qué podría ser, pero luego no volvió a pensar en él, pues se encontraba encaramado en las alturas entre las gaviotas bajo un brillante cielo azul, y el objeto empezaba a hundirse en el mar. El Sol Resplandeciente era una nave qualinesti, no una que saliera de Qualimori sino una que llegaba a Qualimori procedente del Reino de las Pesadillas. A bordo iba el príncipe elfo, Porthios en persona, cuya hermana mandaba a los Caballeros de Solamnia, y cuyo padre casi había muerto de pena por ello. Llevaba consigo mensajes para los dos pueblos elfos, saludos para su padre y un mensaje para lord Belthanos y su consejo en el exilio de su princesa.

—Venid a casa —había escrito Alhana Starbreeze en su lejana torre de la destrozada Silvanost—. Preparad naves y volved a casa. Traed clérigos para purificar los templos, magos para eliminar los vestigios de la magia maligna y Montaraces para protegerlo todo.

Encomendó a Porthios la misiva, y el cuidado de los que regresaran. Durante los últimos meses de la guerra, habían mantenido correspondencia con asiduidad, un príncipe y una princesa de parientes separados; pero no brillaba la luz del amor en los ojos de uno, ni nada parecido en el corazón del otro. Serían, siempre, los hijos de sus progenitores, y cuando sus corazones ardían, lo hacían por su gente. De ese modo, al final de la guerra, cuando todo Krynn miró en derredor para ver qué debía volver a juntarse, estos hijos de reyes se preguntaron si algo que se había roto hacía mucho tiempo no podría volver a unirse. «¿Podría ser que nosotros dos consiguiéramos juntar a la dividida nación elfa?», se dijeron uno al otro en secreto y en susurros.