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—Dime, pues —dijo Eflid Volandas, con la cabeza echada ligeramente hacia atrás mientras miraba a lo largo de la delgada nariz el pequeño fardo que Dalamar había colocado en el centro exacto del estrecho catre—. ¿Será más fácil encontrarte ahora, Dalamar Argénteo, o seguiré teniendo que enviar criados en tu busca cada vez que te necesite?

Dalamar permaneció inmóvil en la oscura esquina de la pequeña habitación. En la penumbra, modeló su expresión de modo que pudiera hacer creer al senescal de lord Ralan que meditaba una respuesta humilde, aunque a decir verdad, no meditaba tal cosa en absoluto. Se concentró en la imagen de dos manos que sujetaban algo con fuerza: no le haría ningún bien perder la paciencia.

—Me encontrarás —repuso, manteniendo los ojos bajos para ocultar su desprecio—. No te preocupes, Eflid…

Lord Eflid.

Dalamar reprimió la sonrisa sarcástica que tiraba de las comisuras de sus labios. Era lord Eflid, desde luego, puesto que su madre había estado casada brevemente con un hidalgüelo de una familia tan poco importante de la Casa de Arboricultura Estética que su nombre no constaba más que en letra diminuta al final de un larguísimo pergamino. Eflid no había sido hijo de ese hombre, pero reivindicaba el título, al menos entre los criados que mandaba.

—No te preocupes —repitió Dalamar, y alzó los ojos, dirigiendo una larga y gélida mirada al senescal, de la clase que sabía producía escalofríos en Eflid—. Estoy aquí.

—Y aquí te quedarás, muchacho —sus ojos se entrecerraron, relucientes y verdes—; se acabaron los vagabundeos para ti. Puedes estar agradecido de que lord Ralan no te haya despedido. He oído que buscan un criado allá en los muelles, un muchacho para acarrear pescado y reparar redes. Como yo levante la vista y no te encuentre cuando te necesite, irás a trabajar.

Muchacho, había dicho, muchacho. Con casi noventa años, Dalamar era joven según los patrones elfos, pero no era ningún muchacho. No obstante, el tratamiento despectivo de Eflid indicaba que aunque Dalamar llegara a los ciento noventa, seguiría siendo un muchacho a los ojos de aquéllos a los que servía. El elfo se encontró con la torva mirada de Eflid y no desvió los ojos, por lo que fue éste quien tuvo que hacerlo.

Con el rostro enrojecido por la cólera, y avergonzado por haber sido el primero en apartar la vista, el senescal refunfuñó:

—Ahora desempaqueta tus cosas y ponte a trabajar. Te esperan en la cocina. Hay baldosas que reparar en la sala del horno. —Sus labios se tensaron hacia atrás para mostrar los dientes en una cruel imitación de una sonrisa—. ¿No tendrás algún hechizo simple que puedas utilizar en ellas? Para no perder la práctica, por así decirlo.

Entre carcajadas, Eflid abandonó la habitación, sin cerrar la puerta a su espalda. Ya solo, Dalamar paseó la mirada por su nuevo alojamiento. Motas de polvo centelleaban en forma de puntos dorados que danzaban a la luz de los haces solares que penetraban por la ventana orientada al este. La luz no era tan nebulosa como lo había sido al brillar sobre el sendero lejos del barrio de los Sirvientes y de la casa que había sido el hogar de la familia de Dalamar durante tantos años. Su padre había heredado la pequeña casa de un tío que había sido lo bastante prudente para ahorrar las monedas de acero necesarias para comprársela a una mujer que reparaba zapatos de piel. Hasta entonces, sus padres y el mismo Dalamar habían vivido en las mansiones de aquéllos a los que servían; durante el día la familia se reunía sólo de paso y en ocasiones compartía una velada cuando sus amos no los necesitaban. A la muerte de sus padres, la casita con su diminuto jardín había pasado a manos de Dalamar, y allí había vivido, con el permiso del jefe de la Casa de la Servidumbre y de lord Ralan, desde entonces. Durante cinco años había acudido al hogar de su señor, cada día en cuanto amanecía, y durante cinco años había regresado allí bajo las alargadas sombras moradas del crepúsculo veraniego y los cortos y helados ocasos de los días invernales. Ya no, y la intimidad que le proporcionaba su propia casa, la sensación de ser dueño y señor allí donde nadie podía darle órdenes, habían desaparecido. Ahora debía vivir en la casa de lord Ralan, alojado en esta pequeña estancia en el ala de la servidumbre. Tendría que quedarse allí entre los que eran demasiado pobres para tener sus propias casas, entre los que no eran dignos de confianza. Lord Ralan lo había proclamado así, y Trevalor, el jefe de la Casa de la Servidumbre, había estado de acuerdo.

Dalamar dio la espalda al brillante haz de sol para mirar en dirección a la cama. La habitación contaba con escaso mobiliario, sólo la cama, una mesa pequeña sobre la que descansaba una gruesa vela blanca, y una cómoda junto a la ventana. No tenía silla donde sentarse ni tampoco una para ofrecer a una visita.

Sacó sus ropas del fardo de la cama. No vestía las prendas de color pardo de un criado sino la túnica blanca de un mago, lo que no era corriente, pues entre los silvanestis, que estructuraban sus vidas de acuerdo con un rígido sistema de castas, nadie se encontraba en una posición más inferior que un criado, y nadie era considerado menos digno de aprender el Supremo Arte de la Hechicería. El talento de Dalamar era grande, no obstante, y cuando la Casa de Mística se enteró de ello, sus miembros hicieron lo que debían por temor a que, sin guía, abandonara los límites de la magia blanca de Solinari por la magia aberrante, o peor aún, por la roja de Lunitari o la negra de Nuitari. Lo convirtieron en mago, lo dedicaron al dios Solinari y le enseñaron de mala gana; por aquellas enseñanzas, el elfo se sintió contento pero jamás agradecido.

Hacía ya casi dos años que llevaba la túnica blanca, pero, antes que nada, Dalamar seguía siendo un sirviente, cuyo talento y habilidades se hallaban a disposición de otros. Así había sido hoy, sus horas reclamadas y contadas. Mientras trabajaba, Dalamar sentía como si tiraran de él, la atención apenas depositada en su tarea, su espíritu ansiando ir en dirección norte a un lugar que ningún senescal ni lord elfo conocía. En una cueva situada más allá del río se encontraba el escondite de sus estudios secretos, y allí guardaba tomos arcanos llenos de magia prohibida a todos los elfos. Había descubierto los libros por casualidad, ocultos en la zona más recóndita de la pequeña cueva, un tesoro abandonado por algún osado mago oscuro que había penetrado clandestinamente en el reino elfo donde nadie así sería jamás bien recibido. Llegó y se fue, dejando allí sus libros, que habían permanecido en aquel lugar durante muchos años. Cada uno mostraba una dedicatoria que, en un primer momento, había llenado de temor el corazón del joven. «Al Hijo Oscuro, de un hijo oscuro, por la noche quedamos unidos». De este modo se había consagrado un mago misterioso al hijo de la Reina de los Dragones, a Nuitari, cuyos aposentos de obsidiana se encontraban en las mansiones celestiales justo debajo de la oculta luna, la luna negra. Sin embargo, el temor de Dalamar no había tardado en mitigarse, y durante los meses del verano anterior, había aprendido más sobre magia, hechizos, conjuros y filosofía arcana de lo que le habían permitido aprender en la Casa de Mística. La pequeña cueva septentrional era su refugio, y sus viajes secretos allí, tiempo robado a su señor, eran el motivo de la cólera de Eflid y, en el fondo, la razón de la nueva posición de Dalamar entre los sirvientes de lord Ralan, quien lo obligaba a vivir allí y lo consideraba poco fiable.

Dalamar arrojó una túnica de recambio de sencilla lana blanca y dos pares de calzas sobre la cama. Guardó un par de botas en el rincón, unas de suave piel oscura que había comprado hacía poco y todavía no había usado. Un cinturón de lana tejida, del color del cielo cuando el último rastro de luz casi ha desaparecido, y el pequeño cuchillo de mango de hueso que se permitía tener a un mago para usos ceremoniales eran las únicas pertenencias que se había llevado de su casa.

Al otro lado de la ventana, la mañana empezaba a calentar, y el aire flotaba pesadamente sobre la ciudad como lo hace cuando se avecina tormenta. Aunque no soplaba la mínima brisa, el elfo percibió el olor de las hierbas del huerto de la cocina, los aromas entremezclados de menta y albahaca, de marrubio, salvia y tomillo. Antes de que lo pescaran lejos de su trabajo, había sido asignado a ayudar al anciano procedente de la Casa de Jardinería que se ocupaba de los arriates de hierbas de Ralan, pero ahora estaba asignado a la ardiente cocina y a la cocinera bizca, cuyo mayor placer era perseguir a los pinches y atormentar a las jovencitas que se refugiaban en los rincones para flirtear con los ayudantes de los panaderos. La pérdida de su intimidad, esas tareas serviles, ese precio pagado por un día de asueto era excesivo desde luego. No obstante, aunque no le gustaba el precio, no lo lamentaba. Había elegido su camino esa mañana, con los ojos muy abierto y sabiendo cuánto podría costarle.

Dalamar meditó opciones mientras abandonaba la habitación y recorría el largo y ventilado pasillo. Nadie pensaría que poseía alguna, pues era un criado cuya vida discurría por un sendero decretado por una antigua costumbre. Sin embargo, ese año, durante el verano, el elfo había hecho una elección, una que nadie imaginaba que fuera a considerar; tenía que aprender más magia que las migajas que le concedía la Casa de Mística.

La luz del sol salpicaba el pasillo desde puertas abiertas y amplios ventanales, y las sombras cubrían el suelo de baldosas en los puntos a los que no llegaba la luz solar. El elfo avanzó entre luces y sombras. ¿Hasta dónde llegaría por el Supremo Arte de la Hechicería que le negaba la Casa de Mística? ¿Hasta el mismo Hijo Oscuro? En el exterior, bajo la luz solar, y en el espesor del aire, Dalamar miró en dirección norte, no al pequeño lugar dónde se guardaban sus secretos, sino más allá, al territorio situado al otro lado del bosque donde se cernían los ejércitos de Takhisis. Aquella Reina de los Dragones era la madre del dios Nuitari, y el padre era el dios de la venganza, Sargonnas en persona. Su hijo era una criatura llena de magia y secretos, y a Dalamar no se le ocurría un dios mejor al que dedicar su propio corazón secreto.

¡Blasfemia! Era una blasfemia en el reino silvanesti pensar en algo así.

Dalamar se estremeció, y un agudo entusiasmo le recorrió la espalda. Podía elegir si quería elegir. Podía hacer suyo, en secreto y en silencio, a un dios prohibido. ¡Tal es el poder que reside en los secretos! Sonriente, atravesó el jardín, un lugar fértil cercado en tres de sus lados por setos de glicina, y en el cuarto por el ala de la casa que habitaban los sirvientes. Aunque lo esperaban en la cocina, se tomó su tiempo para disfrutar del perfume embriagador de las rosas cubiertas de rocío y del fuerte aroma de la rizada menta bajo sus pies. El agua borboteaba en una fuente, un cuenco de mármol que sostenía la mano de una estatua de Quenesti-Pah, la diosa que ofrecía consuelo. Un pinzón dorado se instaló en el borde de la pila, con las brillantes plumas cambiando ya al plumaje otoñal.

El elfo no paseaba solo por allí. Un clérigo pasó junto a él en el sendero; un joven alto que le dedicó un saludo con la cabeza, un lord por su aspecto, de cabeza erguida y porte acomodado. La túnica de brocado de seda blanca relucía bajo la luz de la mañana, con las mangas bordadas en hilo de plata, y en su dedo brillaba un anillo, un dragón de plata cuyo ojo era una refulgente amatista. Un clérigo de E’li, sin duda, que se hallaba allí por algo relativo al templo.

Dalamar devolvió el distraído y silencioso saludo del mismo modo, sin ganas de tirarse del copete ni de desear a nadie las bendiciones de E’li. El clérigo dobló en dirección al lado norte del jardín y atravesó una entrada en forma de arco, tras la que se encontraba el jardín privado del lord y su familia. El visitante estaba seguro de ser bien recibido.

El sirviente penetró en la oscura cocina donde se hallaba la cocinera bizca con expresión hosca, muy seguro de cuál sería su recibimiento. Lo saludaron oleadas de calor ondulando en la atmósfera, el calor de la hornada de la noche atrapada aún en la cavernosa estancia de piedra.

—Vaya, ahí está —gruñó la cocinera, una mujer tan delgada que no parecía más que huesos afilados cubiertos por un pedazo de carne bien tensada—. Lord Eflid me prometió que te tendría esta mañana a primera hora, maese mago. ¿Dónde has estado, eh? ¿Corriendo por ahí otra vez…?

Su voz se convirtió en el zumbido de un insecto, nada que mereciera prestar atención, y Dalamar atravesó la cocina sin hacerle caso para entrar en la habitación del horno donde el olor de años de cocción se aferraba a las paredes con tozuda y fermentada persistencia.

Dalamar se arrodilló sobre el suelo ante la primera baldosa rota. Apretó las manos entre sí, percibiendo el hormigueo de la magia mientras reunía las palabras de un hechizo, un reparador de piedra. El olor de la cocina se desvaneció, y el elfo se sumió en un estado que nadie que no fuera un mago podía conocer, ese estado de tocar el poder procedente de los dioses, de tomarlo y darle forma y usarlo a voluntad. La voz de la cocinera retrocedió, las palabras se disiparon, como bruma que se alza hacia el sol.

—Quién se cree que es, un insignificante mago harapiento del barrio de los Sirvientes… nunca le enseñaron modales ni cómo comportarse con sus superiores… nunca debieron darle la túnica blanca, nunca. Demasiado pagado de sí mismo, eso es lo que…

Las palabras del conjuro invocaron la brillante energía de la magia, esa energía que centelleaba en la sangre de Dalamar, animando su corazón, prestándole un poder que sólo magos y dioses conocen. Eso era todo lo que importaba, la magia y nada más. Por ella, estaba dispuesto a todo.

***

El Dragón Rojo vagaba por el cielo del mediodía, deslizándose sin ningún esfuerzo de corriente ascendente a corriente descendente. Con las amplias alas extendidas y la larga cola moviéndose como el timón de una nave, Gema Sangrienta surcaba el cielo, el primer dragón de los señores de los dragones en volar sobre el bosque de álamos temblones de los silvanestis. Miró hacia el suelo por entre el dosel de árboles y divisó los hilos plateados de los ríos y, a lo largo del caudaloso Thon-Thalas, distinguió ciudades, pequeñas y grandes, con sus edificios que daban la impresión de manchas sobre el terreno. Allí, en esas pequeñas ciudades, no construían tanto con piedra, sino con madera. Abrió de par en par las fauces en una mueca burlona.

Tanta yesca, dijo al jinete montado sobre su lomo, la humana de largas piernas que lo escuchaba no con los oídos sino con la mente.

No, dijo Phair Caron, y su voz se deslizó al interior de la mente de Gema Sangrienta como un hilillo de negro humo. ¡Nada de yesca! Quemaremos el bosque si es necesario, pero algo tiene que quedar. Hemos de bajarles los humos a esos elfos arrogantes, pero debemos dejar algo que pueda ocupar el ejército y un populacho amedrentado dispuesto a trabajar para la Reina de la Oscuridad y apoyar su avance. Los elfos muertos no nos sirven de nada.

Gema Sangrienta profirió un bufido, y una pequeña bola de fuego estalló en el cielo.

Los elfos muertos no ofrecen resistencia, y podemos llenar ese bosque de álamos, o lo que los míos y yo dejemos de él, con esclavos que hagan cualquier tarea que sea necesaria.

Phair alargó la mano para palmear el lomo del Rojo, no fue un gesto que el dragón sintiera, pero sí reconoció y apreció su intención.

No se trata de esclavos obreros, amigo mío. O más bien no gira todo alrededor de eso. Se trata más bien de cosechar almas, ¿entiendes?.

Para la Reina de la Oscuridad.

Phair Caron asintió, de nuevo un gesto que la criatura no vio, pero percibió.

Todo lo que hacían, ella y sus dragones, era por la Reina de la Oscuridad, por Takhisis. «Señora de las Tinieblas, vos sois mi luz», se dijo Phair Caron, y ese pensamiento era una plegaria. «En la oscuridad, la vuestra es la luz de las hogueras funestas, de las piras funerarias. En las tinieblas, la vuestra es la mano tendida hacia mí». Suspiró, pensando en la espantosa gloria de su Oscura Majestad. Apenas hacía un simple puñado de siglos desde que Takhisis había vuelto a entrar en el mundo y regresado del Abismo tras la caída de Istar. Su puerta de acceso al mundo eran —y Phair Caron consideró la ironía exquisita— las ruinas del Templo de Istar, donde el demente Príncipe de los Sacerdotes de la ciudad-estado se había proclamado a sí mismo dios y provocado la ira de todas las deidades sobre el mundo que permitía su desvarío. Durante aquellos siglos Takhisis había vagado por todas partes, forjando planes, buscando aliados entre los despiadados para ascenderlos a comandantes de su creciente ejército —Phair Caron sonrió con una amplia mueca lobuna— y despertando dragones para emparejarlos con aquellos comandantes. Ahora Takhisis poseía un ejército de ogros y goblins, de hombres dragón y humanos, conducidos por sus comandantes, por sus Señores de los Dragones.

Y despertando dragones, repitió Gema Sangrienta, suspirando como si todavía recordara su largo sueño y el repentino despertar. Ahora nosotros estamos aquí. Estamos ansiosos por luchar en su causa, Señora del Dragón, y anhelamos saborear sangre elfa.

—Dentro de poco —dijo Phair Caron en voz alta, y sus palabras flotaron en el viento provocado por su vuelo—. Dentro de poco tendréis lo que deseáis. —Lanzó una carcajada, aguda y repentina—. Pero la sangre elfa es una bebida insulsa, amigo mío. Aguada y floja. —Señaló hacia abajo al punto donde el Thon-Thalas se ensanchaba y las luces de Silvanost podían distinguirse a lo lejos—. Estos elfos no quieren saber nada de ningún dios que no sean sus gimoteantes dioses del Bien, Paladine, E’li, como lo llaman ellos, y su panda de sietemesinos. Se arrodillarán todos ante nosotros antes de que las lunas se oscurezcan.

Y sería, Gema Sangrienta lo sabía, como vino dulce en los labios de la Señora de las Tinieblas ver a aquellos elfos silvanestis inclinar la cabeza ante su Señora del Dragón, obligarlos a derruir sus insulsos templos a dioses endebles y a utilizar sus encomiadas habilidades para erigir santuarios a los dioses oscuros. Morgion el del Viento Negro propagaría enfermedades entre sus filas, Hiddukel convertiría todas sus débiles verdades en mentiras, y por fin Takhisis misma, su Oscura Majestad, gobernaría en aquel territorio al que sus seguidores habían tenido prohibida la entrada durante tanto tiempo.

El dragón se elevó aún más y giró al norte en dirección a las fronteras de Silvanesti. Al otro lado, en las estribaciones meridionales de las montañas Khalkist, el grueso del ejército de la Reina de la Oscuridad aguardaba, miles de soldados, humanos, ogros, goblins y… —Gema Sangrienta emitió un sonido de repugnancia— y draconianos, la infecta raza de hombres dragones engendrados por una magia diabólica que había corrompido los huevos de los dragones, y dado vida a los guerreros más feroces de Takhisis. Todo el ejército aguardaba impaciente para caer sobre aquel territorio boscoso lleno de riqueza y belleza que durante siglos le había sido negado a todos excepto a los silvanestis. En la cima de los picos de aquellas estribaciones, aguardaba una potente ala de dragones rojos, impacientes por alzar el vuelo y, con sus jinetes, conducir al siniestro ejército a la batalla.

Será una batalla gloriosa, reflexionó el dragón, y sus pensamientos se correspondieron con los de su jinete.

Phair rió, un sonido que el viento arrancó de su garganta y lanzó al cielo azul profundo.

—¡Lo será, y empaparemos el bosque de sangre elfa!

¿Pronto?

La Señora del Dragón no dijo nada, pero Gema Sangrienta la conocía, a fondo, como los dragones conocen a sus jinetes. La mujer había urdido sus planes durante el invierno, y aquellos planes exigían un ejército tan poderoso que los defensores elfos se derrumbarían ante él. Era una guerrera sedienta de sangre, pero también una estratega astuta. No comprometería a su ejército hasta estar segura de que su número aplastaría a los elfos, y más soldados acudían en ese momento desde Goodlund y del otro lado de la bahía de Balifor. Cuando llegaran, estaría lista; pero hasta entonces, actuaría como un gato jugando con un ratón: entreteniéndose con crueles pasatiempos para divertirse. Phair Caron despreciaba a los elfos, y de todos ellos, era a los silvanestis a los que más despreciaba. Si alguien necesitaba una descripción de cómo había nacido aquel odio, Gema Sangrienta conocía la mejor.

Una muchacha casi adulta temblaba en las desoladas calles invernales de Tarsis, aferrando sus harapos sobre los delgados hombros, y con los huesos del rostro demasiado marcados por una carne modelada por el hambre. Cubiertos de reluciente oro, un grupo de silvanestis pasó junto a ella, sosteniendo los dobladillos de sus túnicas en alto para no mancharlas con el agua de la cuneta. Uno se volvió y vio a Phair, la criatura cuyo rostro parecía más una calavera que otra cosa, y con una mano apartó a un lado el dobladillo de su túnica, la seda y el brocado cubiertos de brillantes gemas, mientras con la otra se cubría la boca y la nariz al tiempo que uno de sus compañeros arrojaba una moneda de cobre a la muchacha. La moneda cayó a la cuneta y fue a aterrizar en un charco de porquería.

Phair se abalanzó sobre ella, sin importarle tener que escarbar entre el lodo y cosas peores para encontrarla. ¡Aquí tenía el equivalente a una semana de comida! Suficiente para mantener a su hermana fuera de los burdeles donde la mayoría de las chicas del arroyo iban a ganarse el sustento. Phair había servido allí por necesidad, pero jamás permitiría que su hermana lo hiciera. Jamás. Cuando alzó la mirada, con una palabra de agradecimiento en los labios, no vio más que las espaldas de los elfos y oyó decir a uno:

—Inmunda criatura del arroyo. ¿Por qué hiciste eso, Dalyn? Esa infeliz no es asunto nuestro.

—En absoluto —había asentido su compañero—, pero eso evitará que nos siga.

Pero la criatura del arroyo los había seguido, se dijo Gema Sangrienta mientras se elevaba sobre el País de los Bosques. Siguió a aquellos elfos hasta su misma casa, ¿no es así? Necesitó unos cuantos años, pero lo hizo. Y ahora, convertida en una Señora del Dragón en el ejército de la diosa más odiada por los elfos, Phair Caron quería ofrecer su especial agradecimiento por cómo la habían tratado, un agradecimiento pospuesto durante demasiado tiempo.

Gema Sangrienta se inclinó y giró, elevándose de nuevo en dirección norte. Cuando avistó las Khalkist y la frontera norte del País de los Bosques donde los árboles no eran tan tupidos, percibió las corrientes ascendentes de aire caliente. Había tres poblados incendiados, y los vapores acres de terror y muerte flotaban hacia lo alto. Alrededor de las ruinas humeantes, yacían cadáveres, que parecía que hubieran sido clavados allí, y en algunos casos así era: clavados por lanzas y venablos de madera de fresno, lo que les daba el aspecto de insectos sujetos a un tablero de exposición. Un destacamento impaciente del ejército de los dragones se había abierto paso por la llameante barrera hasta la zona pedregosa del otro lado donde se habían alzado aquellos tres pueblos. De todos modos, los draconianos no avanzaban sin encontrar resistencia, pues nada más penetrar como una furia en un cuarto poblado río abajo, los elfos habían salido a su encuentro con arcos y espadas.

Phair Caron volvió a reír, y de nuevo el sonido de su risa fue arrancado de sus labios.

—¡Mira ahí! Defensores. Vaya, eso no está nada bien, ¿verdad?

Claro que no. Con sorprendente rapidez, el Dragón Rojo descendió de las alturas, surgiendo del cielo azul intenso justo encima de la batalla. En el suelo, los elfos alzaron los ojos, y sus rostros se tornaron óvalos pálidos. Uno, un idiota imprudente, alzó su arco y se preparó para disparar. Gema Sangrienta rugió, con un sonido tan potente que el aire se estremeció y la tierra misma tembló. Alaridos, como el fino gañido de los mosquitos, se elevaron del campo de batalla, y el elfo que se consideraba un arquero afortunado se desplomó de rodillas, aterrorizado, y mientras su arco, como un palito de yesca, caía al suelo.

«Yesca», pensó Gema Sangrienta. «Ah…».

Batió con fuerza las poderosas alas, elevándose de nuevo a las alturas, y giró para sobrevolar el pueblo. Nada ardía allí, ni una casa, ni un granero, y desde luego no el espeso bosque de álamos. Esto no estaba bien. En el suelo, una falange de draconianos cargó contra el grupo central de defensores haciendo silbar sus mazas, las horribles voces chirriando como piedras. Desde aquella altura, Gema Sangrienta veía la sangre que brillaba en las puntas de las mazas, aunque no la olía. Menos mal, menos mal. De haber olido la sangre también habría podido oler a los bastardos hombres dragones. Se inclinó y viró, y sobre su lomo, Phair Caron profirió un salvaje grito de guerra.

Entre rugidos, Gema Sangrienta descendió hasta casi rozar los álamos al tiempo que los draconianos empujaban a los elfos a las sombras del bosque. A su espalda, una casa se incendió, el fuego prendido por una llameante antorcha empuñada por un draconiano. En el interior, una mujer chilló y un niño lloró, los gritos de ambos amortiguados por el rugiente silbido del fuego al prender en el tejado. El olor dulzón de la carne quemada se elevó con la negra humareda.

—¡Una bonita hoguera! —chilló la Señora del Dragón—. ¡Pero podemos mejorarla!

El reptil llenó los pulmones de aire y, como si fueran fuelles, empujó el aire por la zona de su garganta donde habitaba el fuego de dragón. Estandarte mismo de la muerte, las llamas brotaron por entre las fauces de afilados colmillos. El fuego cayó sobre las copas de los álamos, y el wyrm dejó éstos atrás para ir a incendiar los árboles situados más allá y a ambos lados, mientras voces elfas aullaban aterrorizadas. Hombres, mujeres y niños fueron conducidos a una trampa mortal, cercados por tres lados por el fuego y en el cuarto por criaturas de pesadilla, draconianos alados cuyos ojos de reptil desprendían gelidez, y cuyas poderosas colas podían romper los huesos del adversario de un solo golpe. Era la más ruin de las tribus de hombres dragones, draconianos baaz, y no había nada que les gustara más que matar. Algunos, según se decía, se daban banquetes con sus presas.

—Ahora llévanos de vuelta —gritó la Señora del Dragón—. Esto ha sido divertido, pero tengo trabajo que hacer antes de que acabe la noche.

De mala gana, el dragón giró hacia el norte en dirección a las Khalkist y el campamento del ejército. Detrás de ellos y en el suelo, los draconianos finalizaron su tarea, quemando todas las casas del pueblo y matando a todo hombre, mujer y niño que encontraron. Uno o dos escaparon. Phair Caron lo vio desde lo alto, pero no lo lamentó. Que huyeran. Que corrieran río abajo hasta las otras ciudades, gimoteando su cantilena de terror hasta que ésta llegara a los oídos del rey elfo, el Orador Lorac. ¡Que supiera que ella iba hacia allí!