Todo pareció desmoronarse ante sus ojos. La galería, la fundición, el muro entero. Todo se desmoronó como un castillo de arena invadido por el mar, dejándole suspendido en el vacío, sin más visión que aquellas dos inflexibles bolas de mármol y el eco de la pregunta de Leo repitiéndose en su interior como en una campana de hierro.
Después vio de nuevo ante él las figuras de los dos hombres, escuchó otra vez el estruendo de la fundición, y las placas del muro metálico se materializaron, algo resbaladizas, bajo su mano izquierda, mientras notaba húmedo el machón que aferraba con la derecha. Pero el suelo de la galería… el suelo no parecía ser real del todo, se balanceaba ondulante bajo sus pies, porque sus rodillas —¡santo cielo!— eran como de mantequilla, temblorosas y agitadas.
—¿De qué…? —empezó a decir, pero no podía hablar—. ¿De qué… están hablando…?
—De Dorothy —dijo Dettweiler. Lentamente acusó—: Querías casarte con ella. Por el dinero. Pero estaba embarazada. Sabías que así no conseguirías el dinero. La mataste.
Él agitó la cabeza en confusa protesta:
—¡No! —gritó—. ¡No! Ella se suicidó. Envió una nota a Ellen. ¡Ya sabes eso, Leo!
—Tú conseguiste de alguna forma que la escribiera.
—¿Cómo…? Leo, ¿cómo podría yo hacer eso? ¿Cómo demonios podría conseguirlo?
—Eso es lo que vas a decirnos —dijo Dettweiler.
—¡Si apenas la conocía!
—No la conocías en absoluto —le lanzó Leo—. Eso es lo que dijiste a Marión.
—¡Es verdad! ¡No la conocía en absoluto!
—Acabas de decir que apenas la conocías.
—¡No la conocía en absoluto!
Los puños de Leo se apretaron:
—Escribiste en febrero de 1950 solicitando nuestras publicaciones.
Bud lo miró fijamente, con su mano nerviosamente aferrada al muro metálico.
—¿Qué publicaciones? —La voz le salía en un susurro; tuvo que repetirlo—: ¿Qué publicaciones?
Dettweiler dijo:
—Los folletos que encontré en la caja fuerte en tu habitación, en Menasset.
La galería se borró de nuevo ante su vista. ¡La caja fuerte! «¡Dios mío! —pensó—. Los folletos y ¿qué más? Los recortes… los tiré, gracias a Dios. Los folletos… y la lista sobre Marión. ¡Oh, Dios mío!»
—¿Quién es usted? —estalló al fin—. Y ¿cómo demonios se mete a robar en casa de…?
—¡Atrás! —le avisó Dettweiler.
Retrocediendo el paso que había dado hacia ellos, Bud se aferró de nuevo al machón.
—¿Quién es usted? —gritó.
—Gordon Gant —dijo Dettweiler.
¡Gant! ¡El de la radio, el que había estado insistiendo con la policía! ¿Cómo diablos él…?
—Yo conocía a Ellen —dijo Gant—. La conocí pocos días antes de que la mataras.
—Yo… —empezó a sudar por todos sus poros—. ¡Qué locura! —gritó—. ¡Usted está loco! ¿A quién más maté? —se dirigió a Leo—. ¿Y tú le escuchas? ¡Entonces estás loco también! Yo nunca maté a nadie.
Gant afirmó:
—Mataste a Dorothy, y a Ellen, y a Dwight Powell.
—Y casi mataste a Marión —dijo Leo— cuando vio la lista…
¡Ella había visto la lista! ¡Dios Todopoderoso!
—¡Nunca maté a nadie! Dorrie se suicidó, y Ellen y Powell fueron asesinados por un ladrón.
—¿Dorrie? —preguntó vivamente Gant.
—Yo… ¡Todo el mundo la llamaba Dorrie! Yo… yo nunca maté a nadie. Sólo a un japonés, y eso fue en la guerra.
—Entonces, ¿por qué te tiemblan las piernas? —le interrumpió Gant—. ¿Por qué te corre el sudor por las mejillas?
Se las limpió. ¡Control! ¡Dominio propio! Aspiró profundamente el aire. Despacio… despacio… No pueden probar nada, ¡ni una maldita cosa! Saben lo de la lista, lo de Marión, lo de los folletos, de acuerdo; pero no pueden probar nada sobre… De nuevo hizo una profunda aspiración…
—No pueden probar nada —dijo—, porque no hay nada que probar. Están locos, los dos —se secó las manos contra los muslos—. De acuerdo —dijo—. Conocí a Dorrie. Y lo mismo media docena más de chicos. Y he tenido los ojos puestos en el dinero todo el tiempo. ¿Qué ley hay contra eso? De modo que no habrá boda el sábado. De acuerdo —se arregló la chaqueta, con los dedos muy rígidos—. Probablemente estaré mejor siendo pobre que teniendo como suegro a un bastardo como tú. Ahora, fuera de mi camino, déjenme pasar. No quiero seguir aquí, hablando con un par de locos.
No se movieron. Seguían hombro con hombro, a dos metros de él.
—Apártense —dijo.
—Toca la cadena, a tus espaldas —dijo Leo.
—¡Quítense de mi camino y déjenme pasar!
—Toca la cadena a tus espaldas.
Miró por un instante el rostro de Leo, duro como la piedra, y luego se volvió lentamente.
No tuvo que tocar la cadena, le bastó mirarla: el eslabón que la unía al machón estaba abierto, como una C, que apenas sujetaba el primero de los eslabones de la cadena.
—Subimos aquí cuando Otto te lo estaba enseñando todo —dijo Leo—. Tócalo.
Su mano se adelantó, dio un golpe a la cadena. Ésta cayó. El extremo libre vino a dar en el suelo, resbaló sinuoso y quedó colgando, golpeando ruidosamente contra el muro metálico.
A veinte metros más abajo, el suelo de cemento pareció desvanecerse…
—No será la misma caída de Dorothy —dijo Gant—, pero bastará.
Se enfrentó de nuevo con ellos, cogiéndose al machón y al muro de acero, intentando no pensar en el abismo a sus pies:
—Ustedes… no se atreverán… —se oyó decir.
—¿Acaso no tengo razones suficientes? Tú mataste a mis hijas.
—¡No, Leo! ¡Te juro por Dios que no!
—¿Por eso empezaste a temblar y a sudar en el instante en que mencioné el nombre de Dorothy? ¿Por eso no lo juzgaste una broma de mal gusto, como hubiera reaccionado una persona decente?
—Leo, te juro por el alma de mi padre…
El padre de Marión lo miró fríamente.
Aflojó la presión sobre el machón, resbaladizo ya de sudor.
—No lo harás… —dijo—. Nunca conseguirías que creyeran…
—¿No? ¿Acaso crees que eres el único que puede planear una cosa así? —señaló al machón—. La llave inglesa con que hicimos eso estaba envuelta en un paño. No hay huellas en los eslabones. Un accidente, un terrible accidente, una pieza de hierro, hierro viejo y constantemente sometido a un intenso calor, que se afloja y se dobla cuando un hombre de casi dos metros de altura tropieza con la cadena unida a él. Un terrible accidente. Y ¿cómo puedes impedirlo? ¿Con un grito? Nadie te oirá por encima de este estruendo. ¿Agitando los brazos? Los hombres de ahí abajo tienen su trabajo que hacer, y aun cuando alzaran la vista, está el humo, y la distancia. ¿Atacándonos? Un golpe y ya estás acabado —se detuvo—. Así que, dime, ¿por qué no ha de salir bien? ¿Por qué? Naturalmente —siguió después de un instante—, preferiría no tener que hacerlo. Preferiría entregarte a la policía —miró el reloj—. Así que te daré tres minutos. A partir de ahora. Quiero algo que convenza a un jurado, un jurado que no puede atraparte por sorpresa, como nosotros, y vea la culpabilidad escrita en tu rostro.
—Dinos dónde está la pistola —dijo Gant.
Los dos seguían hombro con hombro. Leo con la mano izquierda levantada y la derecha sosteniendo el puño para ver el reloj. Gant con los brazos en jarras.
—¿Cómo conseguiste que Dorothy escribiera la nota? —insistió éste.
Las manos de Bud estaban tan aferradas al muro de acero y al machón de hierro que parecían muertas, dormidas.
—Esto es una fanfarronada —dijo. Ellos se inclinaron para escucharle—. Intentan asustarme para hacerme admitir algo que… algo que no hice.
Leo agitó la cabeza lentamente. Miró el reloj. Pasó un instante:
—Quedan dos minutos y treinta segundos —dijo.
Bud giró a la derecha, cogiendo el machón con las dos manos y gritando a los hombres que trabajaban en los convertidores:
—¡Socorro! —chilló—. ¡Socorro! ¡Socorro! —repitió, gritando cuanto podía, agitando furiosamente un brazo, pero sin soltar el machón—. ¡Socorro!
Los hombres, abajo, a lo lejos, podían haber sido figuras pintadas. Toda su atención estaba fija en el convertidor, que dejaba caer una masa de cobre.
Se volvió a Leo y a Gant.
—¿Lo ves? —dijo aquél.
—¡Van a matar a un inocente, eso es lo que van a hacer!
—¿Dónde está la pistola?
—¡No hay ninguna pistola! ¡No, nunca tuve pistola!
Leo dijo:
—Dos minutos.
Era una baladronada. Tenía que serlo. Miró desesperado en torno, a la parte principal de la galería, al tejado, a las vías de la grúa, a algunas ventanas… ¡las vías de la grúa!
Lentamente, tratando de que no adivinaran su intención, miró de nuevo a la derecha. El convertidor se había retirado hacia atrás. El crisol, ante él, estaba lleno y humeante, los cables se alzaban ya hacia la cabina superior. Elevarían el crisol, y la cabina, ahora a más de cincuenta metros, se movería con el tanque hacia delante, acercándolo por las vías que pasaban detrás y por encima de él, y el hombre de la cabina… ¿a tres metros? ¿a cuatro? ¡Podría oírle! ¡y verle!
¡Si pudiera engañarlos…! ¡Si pudiera entretenerlos hasta que la cabina estuviera lo bastante cerca!
El crisol se elevó.
—Te queda un minuto y treinta segundos —dijo Leo.
Los ojos de Bud se clavaron en los dos hombres, los contempló por unos segundos, después arriesgó otra mirada a la derecha, con cautela, de modo que no pudieran adivinar su plan. (Sí, ¡un plan! ¡Incluso ahora, en este instante, tenía un plan!) El crisol, distante aún, colgaba entre el suelo y la galería, y el amasijo de cables parecía temblar en el aire vibrante de calor. La cabina estaba inmóvil bajo las vías, y luego empezó a adelantarse, acercando el crisol, que iba haciéndose más y más grande. ¡Tan lentamente! Oh, Dios mío, ¡haz que venga más aprisa!
Se volvió de nuevo a mirarlos.
—No es una baladronada, Bud —dijo Leo. Y, un instante después, agregó—: Un minuto.
Miró de nuevo; la cabina estaba más cerca… ¿A cincuenta metros? ¿A cuarenta? Distinguía ya una forma borrosa tras el negro cuadrado de la ventanilla.
—Treinta segundos.
¿Cómo podía correr el tiempo tan aprisa?
—Escuchen —dijo frenéticamente—. Escuchen, quiero decirles algo… algo sobre Dorrie. Ella… —se detuvo, buscando qué decir, y entonces, con los ojos abiertos de par en par, miró al extremo más alejado de la galería, en la que se advertía un débil movimiento.
Alguien venía. ¡Salvado!
—¡Socorro! —gritó, agitando el brazo—. ¡Socorro! ¡Venga aquí! ¡Socorro!
El movimiento se convirtió en una figura que se acercaba a ellos, corriendo.
Leo y Gant miraron confusos por encima del hombro.
¡Oh, Dios mío, gracias!
Entonces vio que era una mujer.
Marión.
Leo gritó en voz alta:
—¿Qué haces?… Sal de aquí. Por el amor de Dios, Marión, márchate.
Ella no parecía oírle. Llegó hasta ellos con el rostro sofocado y los ojos muy abiertos y miró a Bud por encima del hombro de su padre.
Sintió cómo la mirada de Marión recorría su rostro y luego descendía a sus piernas… a sus piernas que empezaban a temblar de nuevo. ¡Si tuviera una pistola…!
—Marión —le rogó—. Deténlos. ¡Están locos! ¡Intenta matarme! ¡Deténlos! Ellos te escucharán. Yo puedo explicarte lo de esa lista. ¡Puedo explicártelo todo! ¡Te juro que no mentía!
Ella seguía mirándolo. Finalmente, dijo:
—¿Igual que me explicaste por qué no me habías hablado de Stoddard?
—¡Yo te amo! ¡Te juro por Dios que te quiero! Empecé pensando en el dinero, lo admito, ¡pero ahora te quiero! ¡Tú sabes que no te mentí acerca de eso!
—¿Cómo puedo saberlo? —preguntó ella.
—¡Te lo juro!
—Juraste tantas cosas… —sus dedos aparecieron sobre los hombros de su padre, unos dedos largos, blancos, de uñas rosadas, que parecían empujarlo.
—¡Marión! ¡No puedes hacerlo! No cuando nosotros… después que nosotros…
Los dedos de la muchacha se hundieron profundamente en los hombros de Leo, como si lo empujara hacia él.
—Marión… —suplicó.
De pronto se dio cuenta de un cambio en el estruendo de la fundición, de un ruido más. Una oleada de calor parecía extenderse a su derecha. La cabina… Dio media vuelta, cogiéndose al machón con ambas manos. ¡Allí estaba! Apenas a siete metros, acercándose por las vías que pasaban sobre su cabeza, con los cables colgando de su parte inferior. Por la ventanilla delantera pudo ver una cabeza inclinada, con visera gris.
—¡Eh, usted! —gritó, hasta sentir que se desgarraban sus cuerdas vocales—. ¡Usted, el de la cabina! ¡Socorro! —El calor del crisol que se acercaba le pesaba en el pecho—. ¡Socorro! ¡Usted, el de la cabina! —La gorra gris seguía aproximándose, pero no se alzaba. ¿Sordo? ¿Estaría sordo el muy estúpido bastardo?—. ¡Socorro! —gritó hasta ahogarse; pero fue inútil.
Intentó alejarse de aquel calor que le asfixiaba, deseando gritar de desesperación.
Leo dijo:
—El lugar más ruidoso de la fundición es el interior de la cabina. —Al decir eso, dio un paso adelante. Gant se movió a su lado. Marión lo siguió.
—Miren… —dijo Bud, tratando de calmarlos, cogiéndose de nuevo al muro de acero con la mano izquierda—. Por favor…
Miró sus rostros, que eran como máscaras, a excepción de los ojos.
Dieron otro paso más.
La galería vaciló y se balanceó como una manta movida por el viento. El calor que venía de la derecha empezó a extendérsele por la espalda. ¡Iban a tirarlo! ¡No era una baladronada! ¡Iban a matarlo! El sudor le bañó todo el cuerpo.
—¡De acuerdo! —gritó—. ¡De acuerdo! ¡Ella creía estar haciendo una traducción del español! ¡Yo le escribí la nota en español! Le pedí que me la tradujera… —la voz fue apagándose.
¿Qué les ocurría? Sus rostros… Había desaparecido aquella frialdad de máscara, borrada por… el embarazo, y el desprecio, las náuseas y miraban hacia…
Bajó la vista. La parte delantera de sus pantalones estaba manchada, con una mancha oscura y húmeda que corría en regatos por la pernera derecha. ¡Oh, Dios mío! El japonés… el japonés que había matado… Aquella caricatura de hombre, tembloroso, anonadado, orinándose en los pantalones… ¿era él? ¿Era él mismo?
La respuesta estaba en sus rostros.
—¡No! —gritó. Se cubrió los ojos con las manos, pero no dejaba por eso de verlos—. ¡No! ¡Yo no soy como él! —Intentó apartarse todo lo posible. El pie derecho resbaló en el húmedo suelo y perdió apoyo. Sus manos abandonaron el rostro y trataron de asir el aire. El calor le inundó al caer, vio un disco verdoso y brillante bajo él, gaseoso, movedizo, tembloroso…
Sus manos aferraron algo duro. ¡Los cables! El peso de su cuerpo se balanceó de un lado a otro, doliéndole en los sobacos, desgarrando sus manos con el roce de los duros cables de acero. Quedó colgado, con las piernas golpeando los firmes cables, con los ojos fijos en uno de ellos, mirando las fibras metálicas que se le clavaban como agujas en las manos, por encima de la cabeza. Y un caos de sonidos: una sirena, un pitido vibrante, los gritos de una mujer, voces por encima, voces por abajo… Miró sus manos: la sangre empezaba a correr por las muñecas; el calor, como el de la boca de un horno, iba apoderándose de él, tragándoselo, con el asqueroso olor del cobre… Oyó que le gritaban, vio cómo sus manos empezaban a abrirse… Se soltaba porque quería; no era la sofocante quemadura de las agujas en sus manos… Se soltaba porque quería, como también había saltado de la galería porque quiso, pero el instinto le había hecho aferrarse a los cables, y ahora el instinto le vencía… La mano izquierda se le abrió y cayó como muerta, y quedó colgando junto al costado, y todo él giró ligeramente en el calor de la fundición… Tenía una mancha de aceite en el dorso de la mano, sería del machón, o de la cadena… o de algo… Y ellos no le habrían empujado… ¿Es que alguien puede matar? Él mismo había saltado, y ahora se dejaba caer porque quería, y nada más… Y todo estaba bien, y las rodillas ya no le temblaban —de todas formas, no le habían temblado demasiado—. Las rodillas no temblaban ya, porque ahora se había dominado… No había advertido que la mano derecha hubiera soltado los cables, pero sin duda se le había abierto porque notaba en ella todo el calor… Y los cables parecieron ascender repentinamente, y alguien gritó, como gritara Dorrie al caer por el patio, como gritara Ellen cuando la primera bala no fue suficiente… Y esta persona gritaba con terror loco… Y de pronto comprendió que era él mismo y que no podía dejar de gritar… ¿Por qué gritaba? ¿Por qué? ¿Por qué demonios tenía que…?
El grito, que cortara como un cuchillo el repentino silencio de la fundición, terminó en un horrible y viscoso chapuzón. Al otro lado del crisol, una verdosa oleada saltó al suelo, cayendo allí como un arco, repartiéndose después en un millón de charquitos y gotas, que susurraron suavemente en el cemento y que lentamente fueron cambiando de tono, de verde a cobrizo.