13

Se halló en una galería, bordeada de rieles, mirando fascinado a un ejército de enormes hornos cilíndricos apilados en fila ante él, en perspectiva, como un bosque ordenado de gigantescos troncos oscuros. En la parte inferior, los hombres se movían metódicamente, regulando complicados —y para él incomprensibles— controles. El aire era caliente y sulfuroso.

—Hay seis hornos, uno sobre otro, en cada horno de fundición —dijo el señor Otto, como si pronunciara una conferencia—. El mineral se introduce por la parte superior, y va moviéndose constantemente de horno en horno, mediante brazos de rotación unidos a un túnel central. La torrefacción va librando al mineral del exceso de sulfuro.

Escuchaba intensamente, asintiendo. Se volvió a los otros para expresar su asombro, pero sólo Marión estaba a su derecha con el hermético rostro que le ofreciera desde la mañana.

—¿Dónde han ido tu padre y Dettweiler? —le preguntó.

—No lo sé. Papá dijo que quería enseñarle algo.

—Ya. Se volvió a los hornos. (¿Qué querría Leo enseñarle a Dettweiler? Bueno…).

—¿Cuántos hay?

—¿Hornos de fundición? —El señor Otto se secó el sudor del labio superior con el pañuelo—. Cincuenta y cuatro.

«¡Cincuenta y cuatro! ¡Santo cielo!»

—Y ¿cuánto mineral pasa por ellos cada día? —preguntó.

¡Era maravilloso! ¡Jamás había estado tan interesado en toda su vida! Hizo miles de preguntas, y el señor Otto, reaccionando visiblemente a su encanto, se las contestó con todo detalle, hablando sólo para él, mientras Marión se limitaba a seguirles.

En otro edificio había más hornos de paredes de ladrillo, bajos y de más de treinta metros de largo.

—Éstos son los hornos de reverbero —dijo Otto—. El mineral que viene de los primeros hornos tiene un diez por ciento de cobre. Aquí se funde. Los minerales ligeros salen como escoria. Lo que queda es hierro y cobre; nosotros lo llamamos «mate»: un cuarenta por ciento de cobre.

—Y ¿qué utilizan como combustible?

—Carbón pulverizado. El calor se utiliza para generar el vapor y la fuerza motriz.

Agitó la cabeza silbando entre dientes.

Otto sonrió:

—¿Impresionado?

—Es maravilloso —dijo Bud—. Maravilloso —miró la interminable cadena de los hornos—. Esto le hace a uno comprender cuán grande es este país.

—Ésta —dijo el señor Otto, alzando la voz sobre una rugiente marea de sonidos— es, quizá, la parte más espectacular de todo el proceso de fundición.

—¡Dios mío!

—¡Los convertidores! —dijo Otto a gritos.

El edificio era como una inmensa concha de acero, en la que resonaba el trueno incesante producido por hombres y máquinas. Una verdosa neblina oscurecía los rincones, y se movía ante ellos en espirales que se enroscaban en torno a los pilares de las grúas y las galerías. La neblina se volvía amarillenta bajo el brillo del sol que entraba por las ventanas y las claraboyas de la cúpula.

En la primera parte del edificio, y a cada lado, había seis enormes vasijas cilíndricas, una junto a otra, como gigantescos barriles de acero que empequeñecían a los obreros que trabajaban en las plataformas, con barandillas metálicas, situadas entre dichas vasijas. Cada una tenía una abertura en la parte superior, y de esas bocas abiertas surgían llamas, llamas de tono Amarillo, naranja, rojo, azul que parecían subir rugiendo hacia las chimeneas superiores, donde acababan por desaparecer.

Uno de los convertidores estaba inclinado hacia delante sobre la plataforma de rodillos que lo sostenía, de modo que la abertura superior, redonda y de bordes escabrosos por el metal coagulado, quedaba a un lado. Fuego líquido surgía de la radiante garganta, cayendo en un inmenso crisol, en el suelo. Aquella lava fundida, pesada y humeante, llenó el recipiente de acero. El convertidor se enderezó de nuevo con fieros gruñidos, su boca goteando todavía. El asa del crisol se alzó en el aire, sujeta por un enorme gancho, de cuya mole se alzaban una docena de cables en constante ascensión, que habían de llevarlo por encima de los convertidores, por encima de la galería central que cortaba en dos la inmensa sala, sujeto a una cabina que colgaba de una grúa casi bajo el lejano techo. Los cables se contrajeron entonces, el crisol se alzó en lenta y ligera evitación. Se alzó hasta estar por encima de los convertidores, a unos ocho metros del suelo, y después la cabina, los cables y el crisol empezaron a desplazarse, retirándose hacia la neblina cuprosa al extremo norte del edificio.

¡El centro de todo! ¡El mismo corazón de aquel corazón! Con ojos absortos, Bud, siguió la columna de aire y de calor que se alzaba del crisol en su camino.

—Escoria —indicó el señor Otto. Estaban en una isla formada por una plataforma de barandillas metálicas, contra la pared sur, a bastantes metros del suelo, y a medio camino entre las dos filas de convertidores. Otto se llevó el pañuelo a la frente:

—El metal fundido de los hornos de reverbero cae en estos convertidores. Se le añade sílice y luego se introduce aire comprimido por unas cañerías, por detrás. Las impurezas se oxidan; así se forma la escoria, que luego retiran, como acaba de ver. Vuelve a añadirse metal, se forma más escoria, etcétera. El cobre se va haciendo más y más rico, hasta que, al cabo de unas cinco horas, ya es un noventa y nueve por ciento puro. Entonces lo vierten en los crisoles, como hicieron con la escoria.

—Y ¿cree usted que pronto verterán cobre puro?

Otto asintió:

—Los convertidores operan mediante un sistema de rotación, de modo que haya una salida continua.

—Me gustaría ver cómo sale el cobre —dijo Bud; observó uno de los convertidores de la derecha, que dejaba caer la escoria—. ¿Por qué las llamas son de diferentes colores? —preguntó.

—Las llamas van cambiando de color conforme avanza el proceso. De este modo, los operadores saben lo que va ocurriendo en el interior.

Tras ellos se cerró una puerta. Bud se volvió. Leo estaba de pie, junto a Marión; Dettweiler se apoyaba en una escalera que subía por la pared, junto a la puerta.

—¿Estás disfrutando de la visita? —preguntó Leo a gritos, por encima del ruido de la maquinaria.

—Es maravilloso Leo. ¡Algo imponente!

—Van a verter cobre ahí —dijo el señor Otto, también a voces.

Ante uno de los convertidores de la izquierda, una grúa había bajado un tanque de acero, mucho mayor que el crisol en el que habían vertido la escoria. Sus paredes tenían un espesor de diez centímetros, de metal gris oscuro, y era tan alto como un hombre. La boca del tanque tendría al menos dos metros.

El inmenso cilindro del convertidor empezó a girar con prolongado estruendo, cayendo hacia delante. Una humareda azul salió de su boca. Se inclinó un poco más; una volcánica lava radiante saltó desde el interior, entre humaredas blancas, y luego pareció estallar una incandescente riada que fue a caer, espesa, constante, en el gigantesco tazón que la aguardaba. Aquella riada de metal fundido parecía inmóvil, algo sólido y brillante entre el convertidor y la profundidad del recipiente. El convertidor acabó de inclinarse, pudieron verse las paletas que giraban en torno al eje central, y de nuevo quedó inmóvil. En el tanque de acero iba alzándose lentamente la superficie del líquido, oculta en ocasiones por la humareda. El amargo olor del cobre llenó el aire. Después, la brillante riada de líquido fue decreciendo, retorciéndose, a medida que el convertidor iba recuperando su posición inicial. Al fin se cortó la débil corriente, y las últimas gotas cayeron por el borde del cilindro, brillando sobre el suelo de cemento.

El humo que cubría el tanque de acero se disolvió en leves nubéculas. La superficie del cobre fundido, a pocos centímetros por debajo del borde, era un disco oblicuo, de brillante color verde mar.

—¡Es verde! —dijo Bud, sorprendido.

—Cuando se enfría, recupera su color habitual —dijo Otto.

Bud miró el líquido, de suave movimiento; algunas burbujas subían a la superficie.

—¿Qué te pasa, Marión? —oyó que preguntaba Leo. El aire recalentado, por encima del tanque, tembló como si fuera una hoja de papel celofán agitado al viento.

—¿Por qué? —preguntó Marión.

Leo dijo:

—Estás muy pálida.

Bud se volvió a mirarla. Marión no parecía más pálida que de costumbre.

—Estoy bien —la oyó decir.

—Pero muy pálida —insistió Leo, y Dettweiler se mostró de acuerdo.

—Debe ser el calor o algo así.

—El humo —dijo Leo—. Algunas personas no pueden soportar esta humareda. Señor Otto, ¿por qué no se lleva usted a mi hija al edificio de la administración? Nosotros iremos allá en pocos minutos.

—De verdad, papá —dijo ella cansadamente—. Me encuentro bien.

—Tonterías —la sonrisa de Leo era forzada—. Estaremos contigo dentro de unos minutos.

—Pero… —aún vaciló un momento, con aire enojado; después se encogió de hombros y se volvió hacia la puerta. Dettweiler la abrió ante ella.

El señor Otto salió detrás de Marión. Se detuvo en la puerta y se volvió para decir a Leo:

—Espero que le enseñe al señor Corliss cómo se moldean los ánodos. Es algo impresionante —dijo, dirigiéndose ahora a Bud. Y salió. Dettweiler cerró la puerta.

—¿Ánodos?

—Las placas de cobre que estaban cargando en el tren que vimos —dijo Leo.

Bud observó una extraña cualidad mecánica en su voz, como si estuviera pensando en otra cosa.

—Se embarcan para la refinería de Nueva Jersey. Refinado electrolítico.

—¡Dios mío! —exclamó Bud—. Es un proceso bastante complicado. —Se volvió de nuevo a los convertidores, a su izquierda. El crisol de cobre, con su mango angular enganchado ya en la grúa, estaba a punto de ser elevado. La docena de cables se tensaron vibrando y después se enderezaron súbitamente. El inmenso recipiente se levantó del suelo.

A sus espaldas, Leo preguntó:

—¿Subiste con el señor Otto a la galería superior?

—No —dijo Bud.

—Desde allí se ve todo mucho mejor —dijo Leo—. ¿Te gustaría subir?

Bud se volvió:

—¿Tenemos tiempo?

—Sí.

Dettweiler, de espaldas a la escalerilla, se hizo a un lado.

—Después de usted —dijo con una sonrisa.

Bud se dirigió a los peldaños. Se agarró a los tubos metálicos y miró hacia arriba. Los peldaños, de tamaño superior a los de una escalera corriente, subían pegados al oscuro muro. Terminaban en una trampa, en el suelo de la galería, que se proyectaba perpendicularmente desde la pared, a unos veinte metros sobre el muro.

—Como el cuello de una botella —murmuró Dettweiler a sus espaldas.

Empezó a subir. Los peldaños estaban calientes, y la superficie superior muy pulida. Subió a ritmo acelerado, manteniendo los ojos en la pared que descendía ante él. Oyó que Dettweiler y Leo le seguían. Intentó imaginar la visión que le ofrecía la galería. Contemplar toda aquella escena de fuerza industrial…

Terminó de subir la escalera y atravesó la trampa, saliendo al rígido suelo metálico de la galería. El estruendo de las máquinas era menor ahí, pero el aire estaba más caliente, y era más fuerte el olor del cobre. La estrecha pasarela, bordeada de pesadas cadenas, sujetas por machones de acero, se extendía en línea recta, cortando el edificio. Terminaba hacia la mitad de la longitud del mismo, interrumpida por un muro de acero, que colgaba del techo al suelo y que era unos tres metros más ancho que la galería. Por encima, y a cada lado, dos enormes grúas se movían paralelas a la galería. Pasaban junto al muro metálico que daba fin a la galería, y seguían hasta la parte norte del edificio.

Miró hacia abajo, por el lado izquierdo, sujetando firmemente con las manos el borde superior de uno de los machones de acero, a la altura de la cintura. Miró los seis convertidores, los hombres que se movían entre ellos…

Le pareció que iba a marearse. A la derecha, a siete metros por debajo, y a unos tres de la galería, colgaba el crisol de cobre, un estanque verde bordeado de acero, en su lenta procesión hasta el extremo más lejano del edificio. Nubes de humo surgían de su superficie.

Lo siguió con la vista, caminando lentamente, con su mano izquierda siguiendo las curvas de la cadena de la barandilla. Se hallaba lo bastante cerca del tanque en movimiento para sentir la impresión de su radiante calor. Oyó que Leo y Dettweiler lo seguían. Examinó con la mirada los cables que sujetaban el crisol, seis a cada lado del gancho hasta la cabina, a unos cuatro metros sobre él. Podía ver en su interior al hombre que la manejaba. Sus ojos bajaron al cobre. ¿Cuánto habría ahí? ¿Cuántas toneladas? Y ¿qué valdría? ¿Mil? ¿Dos mil? ¿Tres mil? ¿Cuatro? ¿Cinco?…

Se hallaban cerca ya del muro de acero, y ahora vio que en realidad la galería no terminaba allí, sino que se dividía en dos ramales de unos dos metros, a la derecha y a la izquierda, siguiendo por los bordes del muro metálico, como la cabeza de una larga T. El crisol de cobre desapareció más allá. Se volvió hacia el lado izquierdo de la T. Una cadena, como de un metro de longitud, cerraba el extremo, al final de la galería. Puso la mano izquierda en el machón del ángulo, y la derecha en el borde del muro, que estaba muy caliente. Se inclinó un poco y trató de mirar más allá, hacia el inmenso tanque que se alejaba.

—¿Adónde va ahora? —preguntó.

A sus espaldas, Leo dijo:

—A los hornos de refinado. Allí lo ponen en moldes.

Se volvió. Leo y Dettweiler estaban frente a él, hombro con hombro, bloqueando toda la galería. Sus rostros parecían extrañamente inflexibles. Apoyó la mano en el muro, ahora a su izquierda.

—¿Qué hay detrás de esto? —preguntó.

—Los hornos de refinado —dijo Leo—. ¿Alguna pregunta más?

Agitó negativamente la cabeza, sorprendido ante los graves rostros de los dos hombres.

—Entonces, yo tengo que hacerte una —dijo Leo. Sus ojos, tras los cristales, eran duro mármol azulado—: ¿Cómo conseguiste que Dorothy escribiera aquella nota de suicidio?