12

¿Hubo alguna vez un día tan perfecto? ¡Vamos, eso era todo lo que deseaba saber! Sonrió al avión, que parecía tan impaciente como él, marchando ya por la pista, con el brillante fuselaje, y las letras en cobre que formaban el nombre KINGSHIP, y la marca de fábrica, también en cobre, reluciendo al sol. Sonrió a la escena de intenso trabajo que se distinguía al otro extremo del campo, donde había aviones comerciales, y sus pasajeros, como estúpidos animales, retenidos tras alambradas de acero. ¡Bueno, no todos podemos tener aviones privados a nuestra disposición! Sonrió al claro azul del cielo, luego ensanchó el pecho con felicidad y orgullo, observando la nubécula de aliento que salía de sus labios. No, decidió juiciosamente, jamás había habido un día tan perfecto. Qué, ¿nunca? No, nunca. Cómo, ¿nunca? Bueno… ¡casi nunca! Dio media vuelta y caminó en dirección al hangar, tarareando una tonadilla de Gilbert y Sullivan.

Marión y Leo estaban en la sombra, enfrascados en una de sus discusiones, con los labios apretados.

—Sí que voy —insistió Marión.

—¿Qué ocurre? —preguntó sonriendo, dirigiéndose a ambos.

Leo le dio la espalda y se alejó.

—¿Qué ocurre? —preguntó de nuevo a Marión.

—No ocurre nada. Pero no me encuentro bien, así que mi padre no quiere que vaya.

Sus ojos estaban fijos en el avión, a espaldas de Bud.

—¡Nervios de la novia!

—No. Sólo es que no me encuentro bien; eso es todo.

—Ya —dijo él, con aire comprensivo.

Quedaron en silencio unos instantes, observando a un par de mecánicos que trabajaban en el tanque de combustible del avión, y luego Bud se acercó a Leo. Bueno, si Marión prefería estar de mal humor en un día como éste… allá ella. Probablemente sería mejor; así se estaría quieta, por variar.

—¿Todo listo?

—En unos minutos —dijo Leo—. Estamos esperando al señor Dettweiler.

—¿A quién?

—Al señor Dettweiler. Su padre forma parte del consejo de directores.

Pocos minutos después, un hombre rubio, con abrigo gris, se acercó al grupo viniendo de los hangares. Tenía una firme mandíbula, y gruesas cejas. Miró a Marión, saludándola con un gesto, y se acercó a Leo:

—Buenos días, señor Kingship.

—Buenos días, señor Dettweiler. —Se estrecharon las manos—. Quiero presentarle a mi futuro yerno, Bud Corliss. Bud, aquí tienes a Gordon Dettweiler.

—Encantado.

—Bien —dijo Dettweiler (cuyo apretón de manos le había dejado destrozada la suya)—. Realmente, deseaba conocerle. Sí, señor, ya lo creo que sí. —(«Todo un carácter —pensó Bud—, o quizás esté tratando de ponerse a buenas con Leo»).

—¿Listo, señor? —preguntó un hombre desde el interior del avión.

—Listo —dijo Leo. Marión se adelantó—. Marión, te aseguro que preferiría que tú no… —pero ella pasó rígidamente ante él, subió los tres escalones de la escalerilla y entró en el avión.

Leo se encogió de hombros, agitando la cabeza. Dettweiler siguió a Marión al interior. Leo dijo:

—Después de ti, Bud.

Subió de un salto los tres escalones y entró en el avión. Era de seis plazas, el interior decorado en azul pálido. Tomó el último asiento de la derecha, tras el ala. Marión estaba al otro lado del pasillo. Leo cupo el asiento delantero, frente a Dettweiler.

Cuando la máquina tosió y empezó a gruñir, Bud se apretó el cinturón. Maldita sea, ¡pues no tenía también una hebilla de cobre! Agitó la cabeza sonriendo. Miró por la ventanilla a las gentes que aguardaban tras las barreras de alambre, y se preguntó si podrían verle…

El avión aceleró en la pista. Ya en camino… ¿Acaso Leo lo llevaría a la fundición si aún tuviera dudas? Nunca. Cómo, ¿nunca? No, nunca. Se inclinó hacia delante, dándole un golpecito a Marión en el codo, y sonriéndole. Ella le devolvió la sonrisa, con aire natural, pero de nuevo clavó los ojos en la ventanilla. Leo y Dettweiler hablaban en voz baja.

—¿Cuánto tiempo nos llevará, Leo? —preguntó Bud alegremente. Su futuro suegro se volvió:

—Tres horas. Menos, si el viento es favorable —y otra vez se enfrascó en su conversación con Dettweiler.

Bueno, de todas formas, él no deseaba hablar con nadie. Miró por su ventanilla y observó cómo desaparecía el terreno bajo el avión.

Al borde del campo, el avión giró lentamente. El motor resonó potente, como haciendo acopio de fuerzas…

Miró por la ventanilla, tocando la hebilla de cobre. En camino a la fundición… ¡La fundición! ¡La meta! ¡La fuente de toda la riqueza!

¿Por qué demonios su madre tendría miedo de volar? ¡Santo cielo, hubiera sido maravilloso tenerla allí, con él!

El avión despegó al fin.

Fue el primero en divisarla: a lo lejos aún, allá abajo, un pequeño y negro grupo de edificios, sobre una ladera cubierta de nieve, un diseño geométrico y negro como un ramal al final de una gran red de vías de ferrocarril.

—Allí está —oyó que decía Leo, y apenas se dio cuenta de que Marión cruzaba el pasillo y se sentaba en el asiento ante el suyo. Su aliento empañó la ventanilla; la limpió de nuevo.

El grupo de edificios desapareció bajo el ala. Aguardó. Tragó saliva, y los oídos le retumbaron cuando el avión inició el descenso.

La fundición reapareció directamente bajo él, como si se deslizara bajo las alas. Había una media docena de oscuros tejados rectilíneos, de cuyos centros surgían espesas nubes de humo. Hacía el efecto de que se habían agrupado voluntariamente, enormes, sin sombras bajo el brillante sol, junto al espacio abierto de un estacionamiento totalmente lleno. Vías de ferrocarril corrían en círculo a su alrededor, mezclándose en una red de múltiples venas, sobre la que se arrastraba un tren de carga, con su columnita de humo empequeñecida, por las gigantescas humaradas negras de encima, y su cadena de vagones brillando por la carga, de extraños reflejos.

Volvió la cabeza lentamente, fijos los ojos en la fundición que parecía deslizarse bajo la cola del avión. Ahora podía ver una gran extensión nevada. Luego aparecieron casas aisladas… Ya no se veía la fundición. Hubo más casas, luego calles que las separaban en manzanas… más casas, abundantes ahora, y tiendas, y anuncios, y coches en movimiento y gentes que parecían hormigas; un parque, el diseño cubista de unas casas en construcción…

El avión inició la vuelta. El terreno desapareció de su vista, luego se enderezó de nuevo, se acercó y finalmente pareció ir a tocar las alas del avión. Un brinco. El golpe de la hebilla en el estómago. Después tan sólo el suave balanceo del avión. Se quitó la correa azul pálido, con hebilla de cobre.

Había una limusina esperándoles cuando bajaron del avión, un «Packard», negro y pulido. Se sentó frente al asiento trasero, junto a Dettweiler, pero volvió la cabeza mirando por encima del hombro del conductor. Estudió la larga perspectiva de la calle principal de la ciudad, hasta una colina blanca, allá lejos, en el horizonte. En su cumbre, en la parte más lejana, se alzaban columnas de humo, que se curvaban negras contra el cielo, como los dedos ennegrecidos de la mano de un genio.

La calle principal se transformó en una autopista que cortaba los campos de nieve, y luego la autopista se convirtió en una carretera de asfalto, en la curva que se iniciaba en la base de la colina; finalmente, la carretera de asfalto dio paso a una de grava, que cruzaba por encima de las vías del ferrocarril y giraba a la izquierda, subiendo por la colina, paralela a las vías. Adelantaron a un tren, que subía lentamente. Y después a otro. Chispas de metal saltaban de las vagonetas.

Al fin, la fundición se alzó ante ellos. Estructuras de tono oscuro parecían formar una inmensa pirámide, en la que las más pequeñas se apoyaban en la mayor y principal. Al acercarse, los edificios adquirieron su perfil propio. Sus paredes, altas como acantilados, eran de metal oscuro, cortadas a espacios irregulares por cristales manchados de hollín. Las formas de los edificios eran duras, geométricas, y estaban unidas por conductos y galerías. Finalmente, los edificios se unían de nuevo, y el espacio de cielo entre ellos se perdía con los ángulos de proyección, hasta convertirse en una sola forma maciza, cuyas diversas partes se acumulaban unas sobre otras formando una inmensa catedral industrial, de agujas de humo. Pareció ir a dominarlos, y luego quedó a un lado cuando la limusina se desvió hacia la derecha.

El coche se detuvo ante un edificio bajo, de ladrillo, en cuya parte aguardaba un hombre delgado, de cabellos blancos, y vestido con un traje gris oscuro, que sonreía untuosamente.

Se olvidó de lo que comía, tan poco le interesaba el almuerzo. Apartó los ojos de la ventana, al otro lado de la habitación, la ventana a través de la cual podía ver los edificios donde aquella materia sucia de tono gris marrón se purificaba hasta convertirse en cobre brillante, y miró su plato. Pollo a la crema. Empezó a comer con mayor rapidez, confiando en que los demás se apresurarían también.

El hombre de cabellos blancos, cuidadosamente vestido, había resultado ser el señor Otto, director de la fundición. Cuando Leo los hubo presentado, Otto se los llevó a una sala de conferencias y empezó a disculparse por todo. Se disculpó, sonriendo, por el mantel, bastante desnudo, a un extremo de la larga mesa: «No estamos en la oficina de Nueva York… ya saben», y se disculpó también por la comida fría, y el vino templado: «Me temo que aquí carecemos de las facilidades de nuestras casas en la gran ciudad». Se veía bien claro que el señor Otto suspiraba por la oficina de Nueva York. Durante la sopa habló de la escasez de cobre y criticó las sugerencias hechas por las autoridades de la Producción Nacional con vistas a la solución. De vez en cuando se refería al cobre llamándolo «el metal rojo».

—Señor Corliss. —Alzó la vista. Dettweiler le sonreía, al otro lado de la mesa—. Será mejor que tenga cuidado. Yo he tropezado con un hueso.

Bud miró el plato, casi vacío, y le devolvió la sonrisa:

—Estoy ansioso por ver la fundición —dijo.

—¿No lo estamos todos? —observó Dettweiler, sonriendo todavía.

—¿Que ha encontrado un hueso en su plato? —preguntó el señor Otto—. ¡Esa mujer! Le dije que tuviera cuidado. Esta gente ni siquiera sabe trinchar bien el pollo.

Ahora que por fin habían dejado el edificio de ladrillo, y cruzaban el patio asfaltado hasta los edificios de la fundición propiamente dicha, caminó lentamente. Los otros, sin abrigo ya, le adelantaron, pero él marchó atrás, saboreando la dulzura del momento. Observó un tren cargado de material que desaparecía tras una pared de acero, a la izquierda de los edificios. A la derecha, estaban cargando otro tren. Unas grúas y cabrias lanzaban el cobre a los vagones, grandes losas cuadradas, con aspecto de fuego solidificado, que bien pesarían trescientos quilos cada una. Es como un corazón… pensó, mirando la monstruosa forma oscura que ennegrecía el cielo, un gigantesco corazón de la industria norteamericana, que toma la sangre mala y la devuelve perfecta y purificada. Allí, tan cerca de ella, a punto de entrar en ella, era imposible no compartir la fuerza y la potencia de la inmensa mole.

Los otros habían desaparecido por una puerta, en la base de la imponente masa de acero. El señor Otto le sonreía en la puerta, haciéndole señas.

Se adelantó, algo más aprisa, como un amante que acude a una cita largo tiempo esperada. ¡El premio del éxito! ¡Las promesas cumplidas! «Debería haber música —pensó—. ¡La música debería sonar ahora!»

Se escuchó un fuerte rugido de una sirena.

Gracias. Muchas gracias.

Penetró en la oscuridad del interior. La puerta se cerró tras él.

La sirena resonó de nuevo, aguda, como el grito de un pájaro en la selva.