El tren, que había pasado ya por Stamford, Bridgeport, New Haven y New London, siguió rugiendo hacia el Este, por la frontera meridional de Connecticut, cortando entre la nieve, a la izquierda, y el agua, a la derecha, como serpiente de sinuoso cuerpo que apenas atraía las miradas de la gente. En el interior, los departamentos y pasillos estaban abarrotados con las multitudes de Navidad.
En el espacio libre, al extremo de un vagón, y frente a una sucia ventanilla, Gordon Gant se distraía contando los anuncios de pasteles. Era un modo horrible, reflexionó, de pasar la Navidad.
Poco después de las seis, el tren llegó a Providence.
En la estación, Gant dirigió varias preguntas al aburrido oráculo de la taquilla de información. Después, mirando el reloj, salió del edificio. Era casi de noche. Cruzando una calle amplia y comercial, entró en un establecimiento que con ciertas ínfulas se denominaba «cafetería», donde se tomó apresuradamente un bocadillo, una tarta y café. Su cena de Navidad. Al salir de allí entró en una farmacia, en la misma manzana, donde compró un rollo de esparadrapo de tres centímetros. Volvió a la estación, se sentó en un incómodo banco y leyó la guía de ferrocarriles de Boston. A las siete menos diez dejó de nuevo la estación, y fue caminando hasta un lugar cercano, donde aguardaban tres autobuses. Subió a uno de ellos, azul y amarillo, con el letrero «Menasset», «Somerset», «Fall River».
A las siete y veinte, el autobús se detuvo a medio camino de la calle Mayor de Menasset, de sólo cuatro manzanas, dejando a varios pasajeros, Gant entre ellos. Tras una ojeada de orientación, entró en una farmacia con aspecto de principios de siglo, donde consultó un pequeño listín telefónico, del que copió una dirección y el número de teléfono. Probó a llamar en la cabina, y, cuando hubo sonado el timbre varias veces sin que nadie contestara, colgó.
La casa era una construcción ruinosa de tono gris, de un piso, con las repisas de las ventanas cubiertas de nieve. Gant la estudió detenidamente al pasar. Estaba un poco retirada de la calle, y la nieve, entre la puerta y la acera, estaba virgen de pisadas.
Caminó hacia el final de la manzana, dio media vuelta y volvió a pasar ante la casa, esta vez prestando mayor atención a las que había a ambos lados. En una de ellas, y a través de una ventana cubierta de adornos de Navidad, vio a una familia de aspecto español, que formaba un perfecto cuadro de felicidad hogareña. En la otra casa vecina, un hombre solitario, sentado ante un globo del mundo, estudiaba su superficie, deteniendo de vez en cuando el dedo y mirando para ver qué país había resultado elegido. Gant pasó de largo, caminó hasta el otro extremo de la manzana, dio media vuelta y retrocedió. Esta vez, al pasar ante la casa gris, se volvió rápidamente, metiéndose entre ella y la de la familia española. Llegó a la parte trasera.
Había un porche pequeño, ante el cual se extendía un patio de reducidas dimensiones adornado con rígidas cuerdas de tender, y rodeado de una valla de madera. Gant saltó la valla y llegó hasta el porche: una puerta y una ventana, un cubo de basura y una cesta de pinzas de tender la ropa. Probó la puerta; estaba cerrada. Y la ventana también. Apoyado en el alféizar estaba el anuncio de una compañía de hielo, en cuyos cuatro ángulos figuraban las cifras 5, 10, 25 y X. La X estaba en la parte superior. Gant sacó el rollo de esparadrapo del bolsillo. Cortando un trozo de unos treinta centímetros, lo apretó contra uno de los cristales de la ventana, el de más abajo, junto al pestillo. Ajustó los bordes del esparadrapo y cortó un trozo igual.
En pocos minutos había hecho una cruz en el cristal con tiras de esparadrapo. Golpeó con su mano enguantada. Hubo un crac, cayó el cristal roto, pero quedó sujeto por la cinta. Gant se puso a quitar el esparadrapo, y después retiró los cristales, que fue dejando caer sin ruido en el fondo del cubo de basura. Metiendo el brazo por la ventana, soltó el pestillo y levantó la parte inferior. El anuncio del hielo cayó a la oscuridad del interior.
Sacó del bolsillo una pequeñísima linterna y se inclinó por la ventana abierta. Había una silla, con algunos periódicos, cerca de ella. La retiró a un lado y saltó dentro, cerrando la ventana tras él.
El disco de pálida luz de su linterna iluminó una cocina sucia y desordenada. Gant siguió adelante, caminando cuidadosamente sobre el gastado linóleo.
Llegó a la sala. Las sillas estaban tapizadas de terciopelo, ya muy pelado en los brazos. Las cortinas de color crema estaban corridas ante las ventanas, entre los muros cubiertos de papel floreado. Había fotografías de Bud por todas partes. Bud de niño, con pantalón corto. Bud en su graduación en el bachillerato. Bud con el uniforme de soldado. Bud, con traje oscuro, sonriendo. Y fotos pequeñas, metidas en los marcos de los retratos, rodeando la gran cara sonriente con pequeñas caras, sonrientes también.
Pasó de la sala al vestíbulo. La primera habitación era un dormitorio: una botella de loción sobre el tocador, una caja vacía y papel de seda sobre la cama, una fotografía de boda y una fotografía de Bud en la mesilla de noche. La segunda era el cuarto de baño. Descuidado también, con las paredes manchadas de humedad.
La tercera habitación era la de Bud. Podría haber sido un cuarto de un hotel de segunda clase. Aparte del diploma del bachillerato, sobre la cama, parecía desprovista de todo cuanto pudiera sugerir la personalidad del dueño. Gant entró.
Inspeccionó los títulos de algunos libros del estante: principalmente eran libros de texto, y algunas novelas clásicas. Ni diarios, ni libretas de compromisos sociales. Se sentó en la mesa y fue examinando los cajones, uno tras otro. Había libretas de notas, y papel de escribir, ejemplares atrasados de Life y del New Yorker, exámenes trimestrales del colegio, mapas de carreteras de Nueva Inglaterra. Ni cartas, ni agendas con nombres y direcciones, con notas de las citas, con algunos nombres tachados… Se alejó de la mesa y fue a la cómoda. La mitad de los cajones estaban vacíos. Los otros contenían camisas de verano, pantalones de baño, un par de calcetines multicolores, ropa interior, gemelos de camisas, cuellos postizos, corbatas rotas. Ningún papel por los rincones, ninguna fotografía olvidada…
Como por obligación abrió el armario. En el suelo, en un rincón, había una pequeña caja fuerte, de color gris.
La sacó y la puso sobre la mesa. Estaba cerrada. La levantó, la agitó y su contenido se desplazó de lugar. Eran papeles, sin duda. Dejó de nuevo la caja en la mesa y hurgó en la cerradura con la hoja de una navaja que llevaba en el llavero. Luego se la llevó a la cocina. Encontró un destornillador en uno de los cajones, e intentó abrirla con él, pero en vano. Finalmente envolvió la caja en un periódico, rogando porque no encerrara los ahorros de toda la vida de la señora Corliss.
Abrió de nuevo la ventana, recogió el anuncio del hielo, que cayera al suelo, y saltó al porche. Cuando hubo cerrado y asegurado la ventana, rompió el cartón hasta dejarlo del tamaño correcto y lo introdujo en el hueco del cristal, con el lado en blanco hacia fuera. Metiéndose la caja fuerte bajo el brazo, pasó sigilosamente entre las dos casas y salió a la acera.