9

Al escribir a su madre, Bud se había limitado a unas vagas referencias al dinero de Kingship. En una o dos ocasiones había mencionado la Kingship Copper, pero nunca con frases demasiado explicativas, y estaba seguro de que ella, cuya idea de la riqueza, basada en su misma pobreza, era tan vaga e inexacta como la visión que un adolescente pueda tener de una orgía, era incapaz de comprender el estilo de vida lujoso a que podía traducirse la presidencia de dicha empresa. Por tanto, había anhelado intensamente el momento en que pudiera presentarla a Marión y a su padre, e introducirla en la magnificencia del apartamento de Kingship, sabiendo que, a la luz del inminente matrimonio, sus ojos abiertos de admiración mirarían cada mesa y cada candelabro de plata no como una evidencia de la capacidad de Kingship, sino de la de su hijo.

La noche, sin embargo, fue un fracaso.

No es que la reacción de su madre fuera inferior a lo que él había anticipado, pues con la boca entreabierta y dejando ver los dientes bajo el labio superior, contenía en ocasiones el aliento como si se hallara no ante un milagro, sino ante toda una serie de hechos milagrosos. El criado, con su uniforme —«¡Un mayordomo!»— la profundidad aterciopelada de las alfombras; el papel de los muros, que no era papel, sino una tela de intrincado tejido; los libros encuadernados en piel, el dorado reloj; la bandeja de plata en la que el mayordomo servía champaña —«¡Champaña!»— en copas de fino cristal… Claro que supo restringir verbalmente su admiración a un amable y sonriente «Encantador, encantador», acompañado del movimiento de su cabello gris, recientemente arreglado en la peluquería, dando la impresión de que ese marco fastuoso no le resultaba por completo extraño… pero, cuando sus ojos tropezaron con los de Bud al hacer el brindis, el orgullo que latía en ellos saltó hacia él como si le hubiera lanzado un beso, mientras, con una mano destrozada por las faenas de la casa, tocaba disimuladamente la seda del sofá en el que estaba sentada.

No, la reacción de su madre fue tierna y maravillosa. Lo que convirtió la noche en un fracaso fue el hecho de que Marión y Leo, al parecer, habían tenido una discusión. Marión hablaba con su padre sólo cuando las apariencias lo hacían imprescindible. Y, además, la discusión debía haber sido sobre él, ya que Leo le hablaba desviando ligeramente la mirada, mientras que Marión se mostraba decidida, desafiante, efusiva, colgándose de su brazo y llamándole «cariño» y «querido», cosa que jamás había hecho antes, cuando estaban con otros. Sintió por primera vez una débil y molesta preocupación, como si una piedrecita se le hubiera metido en el zapato.

Y la cena fue aburrida. Con Leo y Marión en los extremos de la mesa, y su madre y él a los lados, la conversación sólo podía ser superficial; el padre y la hija no se hablaban; la madre y el hijo no podían hablar, ya que todo lo que tenían que decirse era demasiado personal y exclusivo para exponerlo ante aquellas personas que, en cierto sentido, todavía eran extraños para ellos. Así que Marión siguió llamándole «cariño», y hablando a su madre sobre el apartamento de Sutton Terrace, y ésta hablo a Leo de «los chicos», y Leo le pidió que le pasara el pan, por favor, sin casi mirarla.

Pero él se mantenía silencioso y vigilante, alzando cuidadosa y lentamente cada cuchillo y tenedor, de modo que su madre pudiera verlo e imitarlo; afectuosa conspiración llevada a cabo sin palabras ni señales, que aún resaltaba más el lazo que los unía y que vino a ser el aspecto más agradable de la cena. Eso, y las sonrisas que se cruzaban entre ellos cuando Marión y Leo bajaban los ojos al plato, sonrisas de orgullo y de cariño, tanto más preciosas para él debido a la ignorancia de los otros, en cuyas vidas se habían introducido.

Al final de la cena, y aunque había un encendedor de plata sobre la mesa, encendió el cigarrillo de Marión y el suyo con sus cerillas, dejando luego, como por olvido, el sobrecito en el sofá, hasta que su madre pudo observar la cubierta en la que figuraba Bud Corliss impreso en cobre.

Pero seguía teniendo aquella piedrecita en el zapato…

Más tarde, como era Nochebuena, fueron a la iglesia, y, después de la iglesia, Bud confiaba en llevarse a su madre de vuelta a su hotel, si Marión regresaba a casa con Leo. Pero Marión, con gran disgusto por su parte, se mostró extrañamente animada y coqueta e insistió en acompañarles al hotel, así que Leo se fue solo, y Bud metió a las dos mujeres en un taxi. Se sentó entre ellas, nombrándole a su madre los sitios importantes por los que pasaban. El taxi, por indicación suya, se apartó de su curso, de modo que la señora Corliss, que jamás había estado en Nueva York, pudiera ver Times Square por la noche.

La dejó en el vestíbulo del hotel, ante el ascensor.

—¿Estás muy cansada? —le preguntó. Y, cuando ella le dijo que sí, pareció decepcionado—: No te acuestes en seguida —dijo—. Vendré más tarde. —Se besaron y, reteniendo todavía la mano de Bud, la señora Corliss besó con cariño a Marión en la mejilla.

Durante el viaje en taxi, de vuelta a casa de Leo, Marión estaba muy silenciosa.

—¿Qué te pasa, cariño?

—Nada —dijo, pero su sonrisa no era convincente—. ¿Por qué?

Bud se encogió de hombros.

Se había propuesto dejarla en la puerta del apartamento, pero aquella molesta piedrecita de la preocupación estaba adquiriendo las proporciones de un bloque de mármol. Así que subió con ella. Kingship se había retirado ya. Entraron en el salón, donde Bud encendió los cigarrillos y Marión puso la radio. Se sentaron en el sofá.

Ella le dijo que su madre le gustaba mucho. Repuso que se alegraba, y que podía asegurarle que también Marión le había gustado mucho a su madre. Empezaron a hablar del futuro, pero comprendió, por la rígida indiferencia que latía en la voz de Marión, que ella estaba pensando en otra cosa. Se echó atrás, con los ojos entrecerrados, con un brazo sobre los hombros de su prometida, escuchando como jamás había escuchado antes, sopesando cada pausa y cada inflexión de la voz, más y más temeroso de adonde podría llevar todo aquello. ¡No podía ser nada importante! ¡Imposible! La habría decepcionado en algún detalle; se habría olvidado de algo que prometiera hacer… eso era todo. ¿Qué podía ser? Se detenía antes de dar cada respuesta, examinando sus palabras antes de pronunciarlas, intentando decidir qué vendría después, como un jugador de ajedrez que tantea varías piezas antes de hacer un movimiento.

Marión llevó la conversación hacia los niños.

—Dos —dijo.

Su mano izquierda, sobre la rodilla, seguía la raya de los pantalones. Sonrió:

—O tres —dijo—. O cuatro.

—Dos —insistió Marión—. Entonces uno puede ir a Columbia y el otro a Caldwell.

Caldwell… ¿Algo sobre Caldwell? ¿Ellen?

—Probablemente los dos querrán ir a Michigan, o algún otro lugar —dijo sonriendo.

—O, si sólo tenemos uno —sugirió Marión—, puede ir a Columbia, y luego cambiarse a Caldwell. O viceversa.

Se inclinó sonriendo y aplastó el cigarrillo en un cenicero. Con muchísimo más cuidado y atención de lo que generalmente hacía, se dijo Bud. Cambiarse a Caldwell… Aguardó en silencio.

—No —continuó Marión—. Realmente no me gustaría que lo hiciera —seguía el curso de sus pensamientos con una tenacidad que jamás habría dedicado a un asunto tan vago, tan trivial—. Porque perdería puntos. Una transferencia de estudios debe ser algo muy complicado.

Siguieron sentados juntos, en silencio por un instante.

—No, no lo es —dijo él al fin.

—¿No?

—No. Yo no perdí ningún punto.

—Pero tú no te cambiaste, ¿verdad? —parecía sorprendida.

—Claro que sí. Ya te lo dije.

—No. Nunca me dijiste…

—Claro que sí, encanto. Seguro que te lo dije. Fui a la Universidad de Stoddard, y después a Caldwell.

—¡Vaya, allí es donde fue mi hermana Dorothy, a Stoddard!

—Lo sé. Ellen me lo dijo.

—No me digas que la conociste.

—No. Sin embargo, Ellen me mostró su fotografía y creo que recordé haberla visto por allí. Estoy seguro de que te lo dije aquel primer día, en el museo.

—No. Yo también estoy segura.

—Bueno, estuve dos años en Stoddard. Y ahora me sales con que tú no…

Los labios de Marión detuvieron el resto de la frase de él, besándole con fervor, como pidiéndole perdón por sus dudas.

Pocos minutos más tarde, él miró el reloj:

—Será mejor que me vaya —dijo—. Quiero dormir todo lo que pueda esta semana, porque tengo una ligera idea de que no dormiré mucho la próxima.

Entonces todo aquello quería decir que Leo se había enterado, de algún modo, de que él había estudiado en Stoddard. No había verdadero peligro. ¡No lo había! Problemas, quizá; tal vez se estropearan los planes de boda… ¡Señor! Pero no había peligro, no había peligro de la policía. No hay ninguna ley que impida salir con una muchacha rica, ¿verdad?

Pero, ¿por qué ahora, tan tarde? Si Leo deseaba investigarlo, ¿por qué no lo había hecho antes? ¿Por qué hoy…? El anuncio en el Times… ¡naturalmente! Alguien lo había visto, alguien que estuviera en Stoddard. El hijo de uno de los amigos de Leo, tal vez. «Mi hijo y tu futuro yerno estuvieron juntos en Stoddard», y Leo había sumado dos y dos: Dorothy, Ellen, Marión… Un cazafortunas. Se lo dice a Marión y de ahí la discusión.

«¡Maldita sea! —pensó—. Si hubiera mencionado Stoddard al principio…» Aunque eso hubiese sido una locura. Leo hubiese sospechado en seguida, y Marión lo hubiera escuchado entonces. Pero ¿por qué tenía que salir a relucir ahora?

Sin embargo, ¿qué podía hacer Leo, si sólo tenía sospechas? Y no podía haber más. El viejo no podía saber con seguridad que él hubiera conocido a Dorothy, o, de lo contrario, Marión no hubiera estado tan feliz cuando él mismo le dijo que no la había conocido. ¿O sería que Leo le habría ocultado a Marión parte de su información? No, al contrario, habría tratado de convencerla, de darle todas las pruebas que tenía. De modo que Leo no estaba seguro. ¿Podría llegar a estarlo? ¿Cómo? Los chicos de Stoddard, la mayoría en cuarto año ahora, ¿se acordarían de con quién había salido Dorothy? Quizá. Pero ¡si era Navidad! ¡Vacaciones de Navidad! Estarían repartidos por todo el país. Sólo faltaban cuatro días para la boda. Leo jamás conseguiría que Marión la aplazara.

Todo lo que tenía que hacer era seguir tranquilo y mantener los dedos cruzados. Martes, miércoles, jueves, viernes… sábado. Si las cosas salían mal, podría acusarle de ir tras el dinero de Marión; no podría demostrar otra cosa. Imposible demostrar que Dorothy no se suicidó. Imposible hacer dragar el Misisipi para hallar una pistola que probablemente estaba enterrada bajo diez metros de barro…

Y, si todo iba bien, la boda se llevaría a cabo como estaba planeado. Y, entonces, ¿qué podría hacer Leo, aun cuando lo recordaran todos los de Stoddard? ¿El divorcio? ¿La anulación? Tampoco había demasiada base para ello, aun cuando Marión se dejara convencer e incluso lo deseara, lo cual era bastante imposible. Y, entonces, ¿qué? Quizá Leo intentara comprarle…

Bueno, no era mala idea… ¿Cuánto estaría dispuesto a pagar para librar a su hija de un maldito cazafortunas? Mucho, probablemente.

Pero no tanto como Marión llegaría a tener algún día…

¿Qué sería mejor, el pan ahora, o el pastel más tarde?

Cuando llegó a su habitación, telefoneó a su madre.

—Espero no haberte despertado. Volví a pie desde la casa de Marión.

—Está bien, cariño. ¡Oh, Bud, es una muchacha encantadora! ¡Encantadora! Y tan dulce… Me siento feliz por ti.

—Gracias, mamá.

—¡Y el señor Kingship es un hombre tan elegante! ¿Observaste sus manos?

—¿Qué les ocurre?

—¡Tan limpias! —Él se rió—. Bud —hablaba ahora en un susurro—, deben ser ricos, muy ricos.

—Imagino que sí, mamá.

—Aquel apartamento… ¡de película! ¡De película! ¡Dios mío!

Él le habló del apartamento de Sutton Terrace:

—¡Espera hasta que lo veas, mamá! —Y de la visita a la fundición—: Va a llevarme allí el jueves. Quiere que me familiarice con todo aquello.

Al final de la conversación, su madre dijo:

—Bud, ¿qué sucedió con aquella idea tuya?

—¿Qué idea?

—La que te hizo dejar la universidad.

—¡Oh, eso…! No salió bien.

—¡Ah! —Parecía desilusionada.

—¿Conoces esa crema de afeitar —dijo él— que cuando se aprieta el botón sale de la lata como si fuera nata?

—Sí.

—Pues era eso. Sólo que se me adelantaron.

Su madre suspiró:

—¡Qué vergüenza…! No se lo dijiste a nadie, ¿verdad?

—No. Pero se le ocurrió antes a otro.

—Bien —dijo ella con un suspiro—. Son cosas que ocurren a veces. Aunque verdaderamente es una vergüenza. Una idea así…

Cuando acabó de hablar con su madre, entró en su habitación y se tumbó en la cama, sintiéndose de nuevo maravillosamente. Leo y sus sospechas… ¡a paseo! Todo iba a ser perfecto.

Y, desde luego, había algo que estaba empeñado en conseguir: que su madre disfrutara de parte del dinero.