Sentada ante su mesa, la señorita Richardson extendió su mano derecha en un gesto que consideraba muy gracioso y estudió el grueso brazalete de oro que apretaba la carne en su gordezuela muñeca. Definitivamente, demasiado juvenil para su madre, decidió. Le compraría otro regalo de Navidad y se guardaría el brazalete para ella.
Al extremo de su mano, sus ojos tropezaron con un fondo azul. Azul con rayitas blancas. Levantó la vista iniciando una sonrisa. Pero se detuvo cuando vio que de nuevo era aquel pesado.
—Hola —dijo él alegremente.
La señorita Richardson abrió un cajón y, con aire ocupado, arregló los bordes de un papel carbón.
—El señor Kingship está todavía en el almuerzo —dijo heladamente.
—Mi querida señorita, estaba en el almuerzo a las doce. Ya son las tres en punto. ¿Qué es ese señor, un rinoceronte?
—Si quiere hacer una cita para fines de semana…
—Me gustaría una audiencia con Su Eminencia esta misma tarde.
La señorita Richardson cerró firmemente el cajón.
—Mañana es Navidad —dijo—. El señor Kingship ha interrumpido un fin de semana de cuatro días para venir aquí. No lo hubiera hecho a menos que estuviera realmente ocupado. Me dio órdenes estrictas de no molestarle por nada del mundo. Por nada en absoluto.
—Entonces no está en el almuerzo.
—Me dio órdenes estrictas…
El hombre suspiró. Tirándose más atrás el abrigo que llevaba doblado sobre un hombro, cogió una hoja de papel de la libreta que había junto al teléfono de la señorita Richardson.
—¿Me permite? —preguntó, después de haberlo cogido. Apoyándolo en un gran libro azul que conservaba bajo el brazo, quitó la pluma de la señorita Richardson de su soporte de ónice y empezó a escribir.
—Vaya frescura… —dijo ésta—. Verdaderamente…
Cuando acabó de escribir, el hombre volvió a dejar la pluma en su sitio y sopló el papel. Lo dobló cuidadosamente en cuatro dobleces y se lo entregó a la secretaria.
—Déselo —dijo—. Métaselo bajo la puerta, si es necesario.
La señorita Richardson lo miró. Después, con toda calma, desdobló el papel y lo leyó.
Con aire incómodo alzó la vista.
—¿Dorothy y Ellen…?
El rostro del hombre era inexpresivo.
Ella se levantó de la silla.
—Me dijo que no le molestara por nada del mundo —repitió suavemente, como si buscara el modo de librarse de un encantamiento—. ¿Cómo se llama usted?
—Sólo déselo, por favor. Sea buena.
—Mire…
Eso era justamente lo que él hacía, mirarla; y seriamente, a pesar del tono ligero de su voz. La señorita Richardson frunció el ceño, miró de nuevo el papel y lo volvió a doblar. Se dirigió a una puerta de grueso tapizado.
—De acuerdo —dijo sombríamente—. Pero ya lo verá. Me dio órdenes estrictas.
Suavemente llamó a la puerta, la abrió y se deslizó en el interior, con el papel alzado ante ella.
Reapareció un minuto después, con expresión de asombro en el rostro:
—Adelante —dijo, sosteniendo la puerta abierta.
El hombre pasó a toda prisa junto a ella, con el abrigo aún sobre el hombro y el libro bajo el brazo.
—Sonría, por favor —susurró.
Al débil sonido de la puerta que se cerraba, Leo Kingship alzó la vista del trozo de papel que tenía en la mano. Estaba de pie detrás de la mesa, en mangas de camisa, con la chaqueta dejada caer en el respaldo de la silla. Tenía las gafas retiradas sobre la frente. La luz del sol, cortada en rajas por la persiana, rayaba su corpulenta figura. Miró ansiosamente al hombre que se aproximaba a él, cruzando la habitación cubierta de gruesa alfombra.
—¡Oh! —dijo, cuando el hombre llegó a estar lo bastante cerca para bloquear la luz del sol y permitir que Kingship reconociera su rostro—. Usted —miró el trocito de papel y lo arrugó, mientras su expresión de ansiedad se transformaba en otra de alivio, y después de enojo.
—Hola, señor Kingship —dijo el hombre, extendiendo la mano.
Kingship la aceptó a disgusto.
—No me extraña que no quisiera darle el nombre a la señorita Richardson.
Sonriendo, el hombre se dejó caer en el sillón de las visitas, disponiendo el abrigo y el libro sobre sus rodillas.
—Pero me temo que yo lo he olvidado —dijo Kingship—. ¿Grant?
—Gant —cruzó cómodamente las piernas—. Gordon Gant.
Kingship siguió en pie.
—Estoy extraordinariamente ocupado, señor Gant —dijo con firmeza, indicando la mesa cubierta de papeles—. Así que si esta «información sobre Dorothy y Ellen» —miró el arrugado pedazo de papel— consiste en las mismas «teorías» que usted expuso allá en Blue River…
—En parte.
—Bueno, pues lo siento, pero no quiero escucharle.
—Suponía que no era el número uno en la lista de famosos.
—¿Quiere decir que no me gusta usted? No es eso. En absoluto. Comprendí que sus motivos eran inmejorables: a usted le había gustado Ellen, demostró un… entusiasmo juvenil… Pero estaba mal enfocado, y mal enfocado de un modo que me resultaba a mí extraordinariamente penoso. Metiéndose en mi hotel inmediatamente después de la muerte de Ellen… sacando a relucir el pasado en ese momento… —miró a Gant, suplicante—. ¿Piensa usted que no me hubiera gustado creer que Dorothy no se había quitado la vida?
—Y no lo hizo.
—La nota —dijo él cansadamente—. La nota…
—Un par de frases de palabras ambiguas que podían referirse a una docena de cosas además de suicidio. O que se la pudo hacer escribir con engaño —Gant se inclinó hacia delante—. Dorothy fue al Edificio Municipal para casarse. La teoría de Ellen era cierta, y el hecho de que también ella fuera asesinada lo demuestra.
—Eso no es cierto —repuso rápidamente Kingship—. No hubo relación alguna. Ya oyó a la policía…
—¿Un ladrón?
—Y ¿por qué no? ¿Por qué no un ladrón?
—Porque yo no creo en coincidencias. No en las de esa clase.
—Señal de poca madurez, señor Gant.
Al cabo de un instante, Gant dijo claramente:
—Fue la misma persona en ambos casos.
Kingship apoyó cansadamente las manos en la mesa, mirando sus papeles:
—¿Por qué tiene que venir a recordar todo eso? —suspiró—. Metiéndose en los asuntos de otras personas. ¿Cómo cree que me siento…? —volvió a ponerse las gafas en su sitio, y empezó a hojear un folleto—. ¿Quiere dejarme solo, por favor?
Gant no hizo movimiento alguno para levantarse.
—Estoy de vacaciones en casa —dijo—. Y vivo en White Plains. No me pasé una hora en la Estación Central de Nueva York sólo para repetirle lo que se había dicho ya en el pasado marzo.
—Y entonces, ¿qué? —Kingship miró agotado aquel rostro, de firme mandíbula.
—Hubo un artículo en el Times de la mañana… la página de sociedad.
—Mi hija.
Gant asintió. Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de la chaqueta.
—¿Qué sabe usted de Bud Corliss? —preguntó.
Kingship lo miró en silencio.
—¿Que qué sé de él? —dijo después, lentamente—. Que va a ser mi yerno. ¿Qué quiere decir con eso de que qué sé…?
—¿Sabe usted que él y Ellen estaban prometidos?
—Naturalmente —Kingship se levantó—. ¿Adónde quiere ir a parar?
—Es una larga historia —dijo Gant. Los ojos azules miraban agudos y firmes bajo las pobladas y rubias cejas. Hubo un gesto hacia la silla de Kingship—. Y lo que he de decirle puede salirme mal si se queda ahí como una torre, por encima de mí.
Kingship se sentó de nuevo, pero manteniendo las manos en el borde de la mesa, ante él, como dispuesto a levantarse en un instante.
Gant encendió el cigarrillo. Quedó sentado en silencio unos segundos, mirándole pensativamente y mordiéndose el labio inferior, como si aguardara una señal para comenzar. Después empezó a hablar con la voz fluida y fácil del locutor:
—Cuando salió de Caldwell —dijo—, Ellen escribió una carta a Bud Carliss. Dio la casualidad de que yo leí aquella carta, poco después de que Ellen llegara a Blue River. Me hizo una impresión bastante fuerte, ya que describía un sospechoso al que yo me parecía mucho; demasiado para sentirme cómodo —sonrió—. Leí la carta dos veces, y muy cuidadosamente, según puede imaginar.
»En la noche en que Ellen fue asesinada, Eldon Chesser, ese fanático de las pruebas infalibles, me preguntó si Ellen era mi novia. Probablemente fue el único pensamiento constructivo al que llegó en toda su carrera detectivesca, porque eso me puso a pensar en el amigo Corliss. En parte para apartar mi mente de Ellen, que estaría Dios sabía dónde, con un asesino armado, y en parte porque ella me gustaba; y porque me preguntaba cuál sería el tipo de hombre al que amara. Pensé en aquella carta que aún estaba fresca en mi memoria, y que era mi única fuente de información sobre mi «rival», Bud Corliss.
Hizo una pausa, y después siguió hablando:
—Al principio parecía no contener nada, un nombre, «Querido Bud», y una dirección en el sobre: Burton Corliss, en tal y tal número de Roosevelt Street, Caldwell, Wisconsin. Ninguna pista más. Pero, reflexionando un poco, hallé varias piezas de información en la carta de Ellen, y pude disponerlas todas juntas en un informe algo más completo sobre Bud Corliss. Parecía insignificante entonces, puros hechos externos, más que una indicación de su personalidad, que realmente era lo que yo estaba buscando. Pero hubo un hecho que se me grabó en la memoria, y que hoy día me parece, en verdad, muy significativo.
—Adelante —dijo Kingship cuando Gant se detuvo para dar una chupada al cigarrillo.
Se retrepó cómodamente en la silla.
—En primer lugar, Ellen escribió a Bud que no se retrasaría en su trabajo mientras estuviera lejos de Caldwell, porque él podría tomar todas las notas necesarias. Ahora bien, Ellen era alumna de cuarto año, lo cual significa que estaba siguiendo cursos avanzados. En todas las facultades, dichos cursos están cerrados a los de primero, e incluso a los de segundo año. Pero si Bud compartía todas las clases de Ellen, si probablemente seguían el programa juntos, eso significa que él tal vez fuera de segundo año, pero, con más probabilidades, de tercero.
»Segundo: en cierto punto de la carta, Ellen describía su conducta durante sus primeros tres años en Caldwell, que al parecer difería mucho de la que siguió después de la muerte de Dorothy. Decía que había sido “la clásica chica más animada del grupo”, y luego añadía, y creo que recuerdo las palabras exactas: “¡No me hubieras reconocido!”, lo que significaba, y del modo más claro posible, que Bud no la había visto durante esos tres primeros años. Lo cual sí sería concebible en una universidad de buen tamaño, como Stoddard, por ejemplo. Pero ahora llegamos al tercer punto.
»Tercero: Caldwell es una universidad muy pequeña, una décima parte del tamaño de Stoddard, dijo Ellen, y aún le concedía el beneficio de la duda. Lo comprobé en el Almanaque esta mañana: Stoddard tiene más de doce mil estudiantes; Caldwell apenas ochocientos. Además, Ellen mencionaba en la carta que no había querido que Dorothy viniera a Caldwell precisamente porque era la clase de lugar donde todo el mundo conoce a todo el mundo y sabe lo que está haciendo.
»Así que si sumamos uno, dos, y tres: Bud Corliss, que está por lo menos en su tercer año, era un desconocido para Ellen cuando ésta comienza su cuarto curso, a pesar del hecho de que ambos asistían a una universidad muy pequeña, donde, según tengo entendido, la vida social tiene aún mayor importancia que la escolástica. Lo cual sólo puede explicarse de un modo que se resume en una simple declaración de hechos: el hecho que parecía tan insignificante en el pasado marzo, pero que hoy destaca como el hecho más importante de la carta de Ellen: Bud Corliss era un estudiante transferido, y él se trasladó a Caldwell en septiembre de 1950, al principio del cuarto año de Ellen y después de la muerte de Dorothy.
—No veo en qué… —empezó Kingship, fruncido el ceño.
—Ahora llegamos a la fecha de hoy, 24 de diciembre de 1951 —dijo Gant, aplastando el cigarrillo en el cenicero—, cuando mi madre, bendita sea, le lleva al hijo pródigo el desayuno a la cama, junto con el New York Times. Y allí, en la página de sociedad, está el nombre de Kingship; de la señorita Marión Kingship, que va a casarse con el señor Burton Corliss. Imagínese mi sorpresa. Ahora bien, mi mente, además de ser insaciablemente curiosa, y enormemente analítica, es también muy sucia. Parece ser, me dije, como si el nuevo miembro de la división de ventas estuviera decidido a no quedar descalificado en el reparto de beneficios de la Kingship Copper.
—Oiga, señor Gant…
—Consideré el hecho de que —siguió Gant—, en cuando una hermana murió, se acercó directamente a la siguiente. Amado por dos de las hijas de Kingship. Dos de tres. No está mal.
»Y luego la parte analítica y el lado sucio de mi mente se unieron y pensé: Tres de tres hubiera sido aún mejor para un tal señor Burton Corliss, que se transfirió a Caldwell en septiembre de 1950.
Kingship se puso en pie, mirándolo fijamente.
—Un pensamiento casual —dijo Gant—. Muy improbable. Pero fácilmente comprobable y presto a salir del terreno de la duda. Sólo fue necesario retirar la bandeja del desayuno, ir a la librería y coger La llama de Stoddard, el libro del año 1950 —mostró el gran libro encuadernado en piel, con la cubierta de letras blancas—. En la sección de segundo año —dijo— hay varias fotografías interesantes. Una de Dorothy Kingship y una de Dwight Powell; los dos están muertos ahora. Ninguna de Gordon Gant; no tenía los cinco dólares necesarios para que mi rostro quedara ahí para la posteridad. Pero muchos estudiantes de segundo año sí los tenían, entre ellos… —abrió el libro hasta una página marcada por una tira de papel, dio la vuelta al volumen y lo puso sobre la mesa, señalando con los dedos una de las fotografías; y recitó de memoria la inscripción que figuraba bajo la misma— Corliss, Burton, apodado Bud. Menasset, Mass. Artes Liberales.
Kingship se sentó de nuevo. Miró la fotografía, apenas mayor que un sello de Correos. Después miró a Gant. Éste se incorporó, volvió unas cuantas páginas y señaló otra fotografía. Era Dorothy. Kingship la miró también. Después alzó de nuevo la vista.
Gant dijo:
—A mí me pareció pero que muy extraño. Y pensé que usted debería saberlo.
—¿Por qué? —preguntó serenamente Kingship—. ¿A dónde se supone que nos lleva esto?
—¿Puedo hacerle una pregunta, señor Kingship, antes de contestarle?
—Adelante.
—Él nunca le dijo que hubiera ido a Stoddard, ¿verdad?
—No. Pero jamás hablamos de esas cosas —repuso rápidamente—. Quizá se lo haya dicho a Marión. Ella debe saberlo.
—Pues no creo que lo sepa.
—¿Por qué no? —interrogó Kingship.
—Observe el Times. Marión les dio la información para ese artículo, ¿no? Generalmente lo hace la novia.
—¿Y qué?
—Bien, no hay mención alguna de Stoddard. Y en los otros artículos de bodas y compromisos, siempre se menciona si uno ha asistido a más de una universidad.
—Tal vez ella no se molestara en decirlo.
—Tal vez. O quizá no lo sepa. Quizás Ellen tampoco lo sabía.
—De acuerdo. Y ahora ¿qué me dice de…?
—No se enoje conmigo, señor Kingship. Los hechos hablan por sí mismos. Yo no los inventé —Gant cerró el libro del año, y lo dejó sobre sus rodillas—. Hay dos posibilidades: O bien Corliss le dijo a Marión que había asistido a Stoddard, en cuyo caso sería posiblemente una coincidencia: fue a Stoddard y luego se transfirió a Caldwell, y quizá no conociera a Dorothy como no me conocía a mí… —se detuvo—. O bien él no le dijo a Marión que había asistido a Stoddard.
—Lo que significa…
—Lo que significa que debe haber estado complicado con Dorothy de algún modo. ¿Por qué otra razón ocultarlo? —Gant observó el libro en su regazo—. Había un hombre que quería librarse de Dorothy porque la había dejado embarazada…
Kingship lo miró duramente:
—¡Ya volvemos a lo mismo! Alguien mató a Dorothy, luego mató a Ellen… Usted se ha creado esa… esa teoría de película policíaca y no quiere admitir… —Gant guardaba silencio—. ¿Bud? —preguntó incrédulo Kingship; luego se recostó en la silla y agitó la cabeza, sonriendo compasivamente—. Vamos, vamos. Eso es una locura, pura locura —siguió agitando la cabeza—. ¿Qué cree que es ese chico? ¿Un maníaco…? Se le ha metido esa loca idea…
—De acuerdo —dijo Gant—, una locura. De momento. Pero, si él no le dijo a Marión que asistió a Stoddard, entonces debe haber estado relacionado de alguna forma con Dorothy. Y si lo estuvo con Dorothy, y luego con Ellen, y ahora con Marión… ¡entonces es que estaba condenadamente decidido a casarse con una de sus hijas! Con cualquiera de ellas.
La sonrisa abandonó lentamente el rostro de Kingship, dejándole libre de expresión. Sus manos estaban inmóviles en el borde de la mesa.
—No es una idea tan descabellada lo admito.
Se quitó las gafas. Cerró los ojos un par de veces y luego se enderezó.
—Tengo que hablar con Marión —dijo.
Gant miró el teléfono.
—No —la voz era vacía de emoción—. Ya tiene desconectado el teléfono. Va a dejar el apartamento; se va a quedar conmigo hasta la boda —le falló la voz—. Después de la luna de miel se trasladarán a un apartamento que estoy amueblando para ellos… en Sutton Terrace. Marión no quería aceptarlo al principio, pero él la convenció. Ha sido tan bueno con ella… y ha hecho que los dos nos llevemos mucho mejor…
Se miraron por un momento. Los ojos de Gant firmes y desafiadores; los de Kingship llenos de aprensión.
Al fin se puso en pie.
—¿Sabe usted dónde está Marión? —preguntó Gant.
—En su apartamento… haciendo el equipaje —se puso la chaqueta—. Él tiene que haberle hablado de Stoddard…
Cuando salieron del despacho, la señorita Richardson alzó la vista del periódico.
—Es todo por hoy, señorita Richardson. Por favor, recoja todo lo de mi mesa.
Frunció ella el ceño con frustrada curiosidad:
—Sí, señor Kingship. Felices Pascuas.
—Felices Pascuas, señorita Richardson.
Caminaron por un largo corredor, en cuyas paredes había fotografías en blanco y negro, entre placas de cristal unidas por remates de cobre en la parte superior e inferior. Fotografías de minas subterráneas y al aire libre; de fundiciones, refinerías, hornos, talleres de laminación y artísticos primeros planos de alambres y tubos de cobre.
Mientras aguardaban el ascensor, Kingship insistió:
—Estoy seguro de que se lo ha dicho.