El cumpleaños de Marión cayó aquel año en sábado, a principios de noviembre. Por la mañana limpió apresuradamente su apartamento. A la una en punto se fue a un pequeño edificio, en una callejuela que desembocaba en Park Avenue, donde una discreta placa de plata, junto a una puerta blanca, declaraba que el lugar estaba ocupado no por un psiquiatra ni por un decorador de interiores, sino por un restaurante. Leo Kingship le aguardaba en el interior, incómodamente sentado en un sofá Luis XV, y repasando un ejemplar del Gourmet que le facilitara la dirección. Dejó la revista, se levantó, besó a su hija en la mejilla y le deseó un feliz cumpleaños. Un jefe de camareros, de dedos rápidos y dientes brillantes como luces de neón, los acompañó a su mesa, retiró el letrero de reservada y los sentó con latina efusión. Había un centro de rosas en la mesa, y, en el sitio destinado a Marión, una cajita envuelta en papel blanco y con nubes de cinta dorada. Kingship simuló no darse cuenta de ello. Mientras se ocupaba de la carta de vinos, con ayuda de constantes «Si me permite sugerirle, Monsieur…», Marión abrió la caja, sus mejillas sonrosadas de emoción y los ojos brillantes. Abrigado en capitas de algodón había un disco de oro; su superficie estaba plagada de pequeñas perlas. Marión lanzó una exclamación al ver el broche y, cuando el maitre se hubo alejado, dio efusivamente las gracias a su padre, apretándole cariñosamente la mano, que, como por casualidad, estaba junto a la suya sobre la mesa.
El broche no era precisamente el que ella hubiera elegido por sí misma, ya que el diseño era demasiado complicado para su gusto. Sin embargo, su dicha era genuina, inspirada por el regalo, aunque no por el objeto. En el pasado, todo lo que Kingship regalara a sus hijas en sus cumpleaños había sido un cheque de cien dólares con el que podían adquirir lo que quisieran en determinada tienda de la Quinta Avenida, asunto del que automáticamente se ocupaba su secretaria.
Después de dejar a su padre, Marión pasó algún tiempo en el salón de belleza y luego regresó a su apartamento. Horas después sonó el timbre de la puerta. Apretó el portón que abría el portal; pocos minutos más tarde apareció un mensajero en la puerta, respirando dramáticamente, como si hubiera subido con algo mucho más pesado que una simple caja de flores. La entrega de un cuarto de dólar calmó su agitada respiración.
En la caja, bajo el papel verde encerado, había una orquídea blanca dispuesta para llevar. La tarjeta que la acompañaba decía simplemente «Bud». De pie ante el espejo, Marión se llevó experimentalmente la flor al pelo, a la cintura y al hombro. Después entró en la cocina y colocó la flor, en su caja, en el refrigerador, lanzando primero unas cuantas gotitas de agua a sus pétalos tropicales, de gruesas venas.
Llegó muy puntual, a las seis. Dio dos rápidos toques al timbre junto a la tarjeta de Marión y quedó esperando en el vestíbulo de la casa, quitándose un guante de ante gris para recoger una motita de polvo de la solapa de su chaqueta azul marino. Pronto sonaron pasos en la escalera. Se separaron las cortinas de la puerta y apareció Marión, radiante, con la orquídea resaltando muy blanca en su abrigo negro. Se dieron calurosamente la mano. Deseándole el más feliz de los cumpleaños, él la besó en la mejilla para no estropearle los labios, que, según pudo observar, tenían un tono más oscuro que el que llevaba cuando la viera por primera vez.
Fueron a un restaurante de la calle Cincuenta y Dos. Los precios, aunque considerablemente inferiores a los del restaurante donde almorzara con su padre, le parecieron exorbitantes, porque los veía a través de los ojos de Bud. Le sugirió que él pidiera por los dos. Tomaron sopa de cebolla, y filetes de solomillo, precedidos por cócteles de champaña:
—Por ti, Marión.
Al final de la comida, y al dejar dieciocho dólares en la bandeja del camarero, Bud advirtió la preocupación de Marión.
—Bueno, es tu cumpleaños, ¿no? —dijo sonriendo.
Desde el restaurante cogieron un taxi para ir al teatro donde representaban «Santa Juana». Se sentaron en el patio de butacas, en la fila seis, en el centro. Durante el descanso, Marión se mostró extraordinariamente voluble, brillantes sus ojos mientras hablaba de Shaw, y de la representación, y de una celebridad que estaba sentada en la fila delante de ellos. Durante la obra, sus manos estuvieron cálidamente entrelazadas.
Después… ya que Bud —se dijo Marión— había gastado tanto dinero esa noche, le sugirió que fueran a su apartamento.
—Me siento como un peregrino al que finalmente se le permite la entrada en el santuario —dijo él al introducir la llave en la cerradura. Hizo girar simultáneamente la llave y la manilla.
—No es nada grandioso —dijo Marión rápidamente—. En verdad que no. Lo llaman de dos habitaciones, pero en realidad es una sola, ya que la cocina es diminuta.
Él abrió de par en par la puerta, retirando la llave, que devolvió a Marión. Ésta entró en el apartamento y buscó el conmutador en la pared, junto a la puerta. Las lámparas llenaron la habitación de una luz difusa. Bud la siguió, cerrando la puerta tras él. Marión se volvió, para observar su rostro. Sus ojos repasaban las paredes de tono gris oscuro, los cortinajes, a rayas azules y blancas, el mobiliario de roble. Dejó escapar un murmullo de apreciación.
—Es muy pequeño —insistió Marión.
—Pero agradable. Muy agradable.
—Gracias. —Se apartó de él, quitándose la orquídea del abrigo, repentinamente incómoda, como cuando se encontraron por primera vez. Dejó la flor en el aparador y empezó a quitarse el abrigo. Las manos de Bud vinieron en su ayuda—. Un hermoso mobiliario —le dijo por encima del hombro.
Colocó mecánicamente el abrigo en el armario y luego se volvió al espejo, sobre el aparador. Con dedos torpes se colocó la orquídea en el hombro de su vestido rojo, los ojos más allá de su propia imagen, clavados en la imagen de Bud. Él había llegado al centro de la habitación. De pie, ante la mesita del café, levantó una bandeja cuadrada de cobre. Su rostro, su perfil, eran inexpresivos, sin la menor indicación de si le gustaba o le disgustaba aquella pieza. Marión descubrió que no podía moverse.
—Mmm… —dijo él al fin, como si le gustara—. Apuesto a que es un regalo de tu padre.
—No —dijo Marión, mirando todavía al espejo—. Ellen me lo dio.
—¡Oh! —Lo miró un instante más, y después lo dejó.
Tocándose el cuello del vestido, Marión se volvió y lo observó cruzar rápidamente la habitación. Se detuvo ante la librería baja y miró el cuadro de la pared, sobre el mueble. Marión lo observaba.
—Nuestro viejo amigo Demuth —dijo. Alzó la vista hacia ella sonriendo. Marión le devolvió la sonrisa. Bud miró el cuadro otra vez.
Al cabo de un momento, Marión se adelantó hasta ponerse a su lado.
—Nunca pude imaginar por qué llamó a este cuadro de un elevador de granos «Mi Egipto» —dijo Bud.
—¿Es que es eso? Nunca estuve segura.
—Sin embargo, es un hermoso cuadro. —Se volvió a Marión—: ¿Qué pasa? ¿Tengo la nariz sucia o algo así?
—¿Qué?
—Estabas mirándome como…
—¡Oh, no! ¿Quieres beber algo?
—Sí.
—No hay nada más que vino.
—Perfecto.
—Antes de que te vayas… —sacó una cajita envuelta en papel de seda del bolsillo—. Feliz cumpleaños.
—¡Oh, Bud, no deberías haber hecho esto!
—¡No deberías haber hecho esto! —repitió él burlonamente, casi al mismo tiempo—. Pero ¿no te alegras de que lo hiciera?
Había unos pendientes de plata en la caja, unos sencillos triángulos pulidos.
—¡Oh, gracias! ¡Son encantadores! —exclamó Marión, y le besó la mejilla.
Después se acercó rápidamente al aparador a probárselos. Él se puso tras ella, mirándola en el espejo. Cuando se hubo puesto los dos, le hizo dar media vuelta.
—Encantador, es la palabra justa —afirmó.
Cuando acabó el largo beso, dijo:
—Y, ahora, ¿dónde está ese vino de que me hablabas?
Marión salió de la cocina con una botella de «Bardolino» cubierta de rafia y dos vasos en una bandeja. Bud, sin chaqueta ahora, estaba sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, delante de la librería, con un libro abierto en el regazo.
—No sabía que te gustara Proust —dijo.
—¡Oh, ya lo creo! —Dejó la bandeja sobre la mesita del café.
—Aquí —dijo él, señalando la librería. Marión le obedeció, pasando allí la bandeja. Llenó los dos vasos y le entregó uno. Sosteniendo el otro, se quitó los zapatos y se sentó en el suelo junto a él. Bud repasaba las hojas del libro.
—Voy a mostrarte el pasaje que más me entusiasma.
Más tarde apretó el botón del tocadiscos. El brazo metálico giró lentamente y fue a tocar con su cabecita de cobre en el borde del disco. Cerrando la tapa del mueble, cruzó la habitación y se sentó junto a Marión, en el sofá tapizado de azul. Las primeras y profundas notas de piano del Segundo Concierto de Rachmaninov llenaron la habitación.
—La música perfecta —dijo Marión.
Apoyándose en el grueso tapizado que corría a todo lo largo de la pared, Bud miró de nuevo la habitación, ahora suavemente iluminada por una sola lámpara:
—Todo es tan perfecto aquí… —dijo—. ¿Por qué no me has invitado a subir antes?
Ella recogió un hilito de rafia que se había quedado prendido en uno de los botones de su vestido.
—No sé… —dijo—. Yo… pensé que quizá no te gustara.
—Y ¿cómo no iba a gustarme?
Sus diestros dedos recorrieron toda la fila de botones. Las manos cálidas de Marión se cerraron sobre las de Bud, reteniéndolas entre sus senos.
—Bud, yo nunca… he hecho nada antes.
—Lo sé, cariño. No necesitas decírmelo.
—Nunca he amado a nadie en la vida.
—Ni yo tampoco. No amé a nadie. Hasta encontrarte a ti.
—¿Lo dices de verdad? ¿De verdad?
—Sólo a ti.
—¿Ni siquiera a Ellen?
—Sólo a ti. Lo juro.
La besó de nuevo.
Las manos de Marión soltaron las suyas, y fueron a acariciarle las mejillas.