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Leo Kingship estaba sentado con los codos apoyados en la mesa, y los dedos en torno a un vaso de leche helada que estudiaba como si se tratara de un vino de extraordinario color.

—Le has visto con frecuencia, ¿verdad? —preguntó, intentando que su voz sonara casual.

Con elaborado cuidado, Marión dejó la taza de café en el borde del platillo Aynsley, azul y oro, y luego miró a través del cristal, y la plata, y el damasco, a su padre. El rostro sonrojado era impasible. La luz se reflejaba en los cristales de las gafas, ocultando los ojos.

—¿Bud? —preguntó, sabiendo perfectamente que se refería a Bud.

Kingship asintió.

—Sí —dijo Marión francamente—. Le he visto con frecuencia —se detuvo—. Va a recogerme esta noche, dentro de unos quince minutos.

Observó el rostro inexpresivo de su padre con ojos vigilantes, confiando en que no iniciaría una discusión, porque eso le estropearía toda la noche, pero esperando a la vez que se enojara, porque así probaría la fuerza de lo que ella sentía por Bud.

—Ese trabajo suyo… —Kingship dejó el vaso de leche en la mesa—. ¿Cuáles son las perspectivas?

Después de un instante de helado silencio, Marión dijo:

—Forma parte de un grupo de ejecutivos a prueba. Creo que llegará a ser administrador de una sección en unos cuantos meses. ¿Por qué tantas preguntas? —Sonrió, pero sólo sonreían sus labios.

Kingship se quitó las gafas. Sus azules ojos guiñaron incómodos ante la fría mirada de su hija.

—Le invitaste aquí a cenar la otra noche, Marión. Y jamás habías invitado antes a cenar a nadie. ¿No me da eso derecho a hacer unas cuantas preguntas?

—Vive en una casa de huéspedes —dijo Marión—. Cuando no come conmigo, come solo. Así que lo invité a cenar una noche.

—Las noches que no cenas en casa, cenas con él.

—Sí. La mayoría de ellas. ¿Por qué habríamos de cenar cada uno por separado? Sólo trabajamos a cinco manzanas de distancia. —(Se preguntó por qué se mostraba evasiva; no la habían atrapado haciendo nada malo.)— Comemos juntos porque disfrutamos mutuamente de nuestra compañía —dijo con firmeza—. Nos gustamos mucho.

—Entonces tengo derecho a hacer algunas preguntas, ¿no? —insistió tranquilamente Kingship.

—Es alguien que me gusta. No alguien que busca un puesto en la Kingship Copper.

—Marión… —Ella tomó un cigarrillo de una cajita de plata y lo encendió con un encendedor de mesa, de plata también—. No te gusta él, ¿verdad?

—No dije eso.

—Porque es pobre —añadió.

—Eso no es cierto, Marión, y tú lo sabes.

Hubo un instante de silencio.

—¡Sí, sí! —saltó Kingship—. Es pobre, ¡de acuerdo! Se tomó el trabajo de mencionarlo exactamente tres veces la otra noche. Y aquella anécdota que sacó a relucir sobre la mujer para la que cosía su madre…

—¿Qué hay de malo en que su madre cosa por encargo?

—Nada, Marión, nada. Es el modo que tuvo de aludir a ello, tan casualmente, tan casualmente… ¿Sabes a quién me recordó? Hay un hombre en el club que tiene algo en una pierna, que cojea un poco. Cada vez que se dispone a jugar al golf, dice: «Muchachos, vosotros id por delante. El viejo Pata de Palo ya os alcanzará». Así que todo el mundo se esfuerza por ir despacio, y hasta te sientes ruin y miserable si le vences en el juego.

—Me temo que no acierto a ver el parecido —dijo Marión. Se levantó de la mesa y fue hacia la sala, dejando que Kingship se pasara desesperadamente la mano por los escasos cabellos de un blanco amarillento que le cruzaban el cráneo.

En la sala del apartamento de Kingship había un gran ventanal que miraba al East River. Marión se detuvo frente a él, con una mano en la gruesa seda de los cortinajes. Oyó entrar a su padre en la habitación.

—Marión, créeme; sólo deseo verte feliz —hablaba débilmente—. Sé que no siempre me he mostrado demasiado preocupado… pero ¿acaso no he sido mejor desde que Dorothy y Ellen…?

—Sí, lo sé —admitió de mala gana; sus dedos repasaban la tela—. Pero tengo prácticamente veinticinco años… Soy toda una mujer. No tienes que tratarme como si…

—No quiero que te lances de cabeza sin pensar, Marión.

—No lo haré.

—Eso es todo lo que quiero.

Marión miraba por la ventana.

—¿Por qué no te gusta? —le preguntó.

—No es que no me guste. Es que… no sé… Yo…

—¿Es que tienes miedo de que me aparte de ti? —hizo la pregunta lentamente, como si la idea le sorprendiera.

—Tú ya te has alejado de mí, ¿no? Con ese apartamento tuyo.

Ella se volvió desde la ventana y se enfrentó con Kingship, que no se había movido:

—¿Sabes? En realidad, debieras estarle agradecido a Bud —dijo—. Te diré algo. Yo no quería que viniera a cenar aquí. En cuanto lo sugerí, lo lamenté. Pero él insistió: «Es tu padre —dijo—, piensa en sus sentimientos». Ya ves, Bud piensa mucho en los lazos familiares, aunque yo no lo haga. Así que deberías estarle agradecido, y no atacarle. Porque si algo hace él, es tratar de que estemos más unidos tú y yo. —Miró de nuevo por la ventana.

—De acuerdo —dijo Kingship—. Probablemente es un muchacho maravilloso. Sólo quiero asegurarme de que no cometes una equivocación.

—¿Qué quieres decir? —de nuevo se volvió a mirarle, esta vez más lentamente, mientras su cuerpo se ponía rígido.

—Que no quiero que cometas un error, eso es todo —dijo Kingship, inseguro.

—¿Ya has empezado a hacer preguntas sobre él? —preguntó Marión—. ¿Estás haciendo que lo investiguen? ¿Has encargado a alguien que compruebe sus antecedentes?

—¡No!

—¿Como hiciste con Ellen…?

—¡Ellen tenía diecisiete años entonces! Y yo tenía razón, ¿no es cierto? ¿Acaso era bueno aquel chico?

—Bien, yo tengo veinticinco años y mi propio modo de pensar. Si pones a alguien a investigar a Bud…

—Esa idea jamás cruzó por mi mente.

Los ojos de Marión lo atravesaron de parte a parte.

—Me gusta Bud —dijo lentamente, con voz muy intensa—. Me gusta mucho. ¿Sabes acaso lo que significa hallar al fin a alguien que nos gusta mucho?

—Marión, yo…

—Así que si haces algo, cualquier cosa, lo que sea, para que él se sienta incómodo, o mal recibido, para hacerle sentir que no es suficientemente bueno para mí… jamás te perdonaré. Juro por Dios que nunca volveré a hablarte mientras viva.

De nuevo se volvió hacia la ventana.

—Esa idea jamás cruzó por mi mente, Marión. Te lo juro… —Miró suplicante la erguida espalda de su hija, y luego se dejó caer en una silla con un profundo suspiro de cansancio.

Pocos minutos más tarde sonó el timbre musical de la puerta. Marión se alejó de la ventana y cruzó la doble puerta que llevaba al vestíbulo.

—Marión —Kingship se puso en pie.

Ella se detuvo y lo miró. Del vestíbulo llegó el sonido de la puerta principal al abrirse y el murmullo de las voces.

—Pídele que se quede unos cuantos minutos… que tome una copa.

Pasó un segundo.

—De acuerdo —dijo ella al fin. Ya en la puerta, vaciló—: Siento haber hablado como lo hice.

Kingship la observó cuando salía. Luego se volvió y dio frente a la chimenea. Retiróse un paso atrás y se contempló en el espejo, colocado sobre la repisa. Miró al hombre bien alimentado, vestido con un traje de trescientos cuarenta dólares, en la sala de una casa de setecientos dólares al mes.

Luego se enderezó, con una sonrisa estereotipada en el rostro, se volvió y se dirigió a la puerta extendiendo la mano derecha.

—Buenas noches, Bud —dijo.