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El domingo por la tarde, Marión fue al Museo de Arte Moderno. El piso principal estaba todavía ocupado por una exposición de automóviles que ya había visto, y encontrado poco interesante, y el segundo piso estaba extraordinariamente abarrotado; así que siguió subiendo la escalera hasta el tercer piso, para vagar entre las pinturas y esculturas que le resultaban agradablemente familiares: la arqueada y blanca suavidad de La muchacha lavándose el cabello, la perfecta flecha al viento de Pájaro en el espacio.

Dos hombres estaban en la sala donde se mostraban las esculturas de Lehmbruck, pero salieron poco después de que Marión entrara, dejándola sola en la habitación fresca y gris, con las dos estatuas, varón y hembra, él de pie y ella arrodillada, en los ángulos opuestos de la habitación, con los cuerpos alargados y hermosos. La estilización de las estatuas les daba un aire etéreo, casi como de arte religioso; de modo que Marión siempre había sido capaz de mirarlas sin el ligero embarazo que generalmente sentía al ver desnudos artísticos. Se movió lentamente en torno a la figura del hombre.

—¡Hola! —La voz sonó a sus espaldas, agradablemente sorprendida.

«Debe ser para mí —pensó ella—; no hay nadie más aquí». Se volvió en redondo.

Bud Corliss le sonreía en la puerta.

—Hola —dijo Marión, confusa.

Realmente es un mundo pequeño —sin dejar de sonreír, se acercó—. Entré exactamente detrás de usted; sólo que no estaba seguro de que lo fuera. ¿Cómo está?

—Muy bien, gracias —hubo una pausa incómoda—. Y ¿cómo está usted? —añadió.

—Muy bien, gracias.

Se volvieron los dos hacia la estatua. ¿Por qué se sentía tan desmañada? ¿Por ser él tan guapo? ¿Porque había formado parte del círculo de Ellen… había compartido los gritos en el campo de fútbol, y los besos en la universidad, y el amor…?

—¿Viene aquí a menudo? —le preguntó él.

—Sí.

—Yo también.

La estatua le causaba cierto embarazo ahora, porque Bud Corliss estaba de pie tras ella. Se volvió y se dirigió hacia la figura de la mujer arrodillada. Él la siguió.

—¿Llegó a su cita a tiempo?

—Sí. —(¿Qué le habría traído por aquí? Lo más lógico sería que estuviera paseando por Central Park, con alguna Ellen, impecable y bonita, cogida del brazo…)

Ambos miraron la estatua. Al cabo de un momento, él dijo:

—Realmente no creí allá abajo que pudiera ser usted.

—¿Por qué no?

—Bueno, Ellen no era el tipo de chicas que van a museos…

—Las hermanas no son siempre iguales.

—No, supongo que no. —Empezó a dar la vuelta a la estatua.

—El Departamento de Bellas Artes de Caldwell tenía un pequeño museo —continuó—. Principalmente reproducciones y copias. Llevé a Ellen allí, una o dos veces. Pensé que podría adoctrinarla —agitó la cabeza—. No hubo suerte.

—No le interesaba el arte.

—No —dijo él—. Es gracioso el modo que tratamos de inculcar nuestras aficiones a las personas que nos gustan.

Marión lo miró, frente a ella, al otro lado de la estatua.

—Una vez traje a Ellen y a Dorothy… Dorothy era nuestra hermana más pequeña…

—Lo sé.

—Las traje aquí una vez, cuando eran aún niñas. Pero se aburrieron. Supongo que eran demasiado jóvenes.

—No lo sé —dijo Bud, dando un giro semicircular que lo acercó a ella—. Si hubiera habido un museo en mí ciudad cuando yo tenía esa edad… ¿Venía usted aquí, cuando tenía doce o trece años?

—Sí.

—¿Lo ve? —Su sonrisa pareció hacerlos miembros de un grupo al que Ellen y Dorothy jamás habían pertenecido.

Un hombre y una mujer, con dos niños a cuestas, entraron ruidosamente en la habitación.

—Vámonos a otra parte —sugirió Bud, ahora junto a Marión.

—Yo…

—Es domingo. No hay citas de negocios a las que acudir. —Le sonrió; una sonrisa muy agradable, suave y de perdón—. Yo estoy solo… usted está sola… —la agarró amablemente por el codo—. Vamos —dijo con persuasiva sonrisa.

Recorrieron todo el tercer piso, y la mitad del segundo, comentando las obras que veían, y luego bajaron al piso principal, pasando junto a los brillantes automóviles, incongruentes en el interior del edificio, y salieron por las puertas de cristal del jardín, detrás del museo. Fueron pasando de estatua en estatua, deteniéndose ante cada una de ellas. Llegaron a la mujer de Maillol, de cuerpo lleno, rotundo.

—La última de las vacas… —dijo Bud.

Marión sonrió:

—Le diré algo: Siempre me siento un poco molesta al mirar… estatuas de este estilo.

—Ésta también me desazona a mí un poco —confesó él, sonriendo—. No es un desnudo; es una mujer que se ha desnudado. —Ambos se rieron.

Cuando hubieron repasado todas las estatuas se sentaron en uno de los bancos, al fondo del jardín, y encendieron un cigarrillo.

—Usted y Ellen estaban comprometidos, ¿verdad?

—No exactamente.

—Yo pensé…

—No oficialmente, quiero decir. De todas formas, estar comprometidos en la Universidad no siempre significa lo mismo que estar comprometidos fuera de ella.

Marión fumaba en silencio.

—Teníamos muchísimas cosas en común, pero eran principalmente cosas superficiales: asistir a las mismas clases, conocer a las mismas personas… cosas que tenían que ver con Caldwell. Sin embargo, una vez fuera de la facultad, no creo que hubiéramos… que hubiéramos llegado a casarnos —miró el cigarrillo pensativamente—. Le tenía cariño a Ellen. Me gustaba mucho más que cualquier otra chica que hubiera conocido. Me sentí muy triste cuando murió. Pero… no sé… no era una persona muy profunda —hizo una pausa—. No sé si estaré ofendiéndola.

Marión negó con la cabeza, sin dejar de mirarle.

—Todo era como este asunto del museo. Yo pensé que al menos podría conseguir que se interesara por algunos de los artistas menos complicados, como Hopper o Wood. Pero no resultó. No le interesaban en absoluto. Y lo mismo ocurría con los libros, con la política… con cualquier cosa seria. Siempre quería estar haciendo algo.

—Llevaba una vida muy restringida en casa. Supongo que buscaba la compensación.

—Sí —dijo él—. Y, además, era cuatro años más joven que yo. —Apagó el cigarrillo—. Pero era la muchacha más dulce que he conocido en la vida.

Hubo una pausa.

—¿No averiguaron nunca quién lo hizo? —preguntó con aire incrédulo.

—No. Es horrible…

Siguieron sentados en silencio un instante. Luego empezaron a hablar de nuevo, sobre todas las cosas interesantes que se podían hacer en Nueva York, y qué lugar tan agradable era el museo, y la exposición de Matisse, que se celebraría pronto.

—¿Sabe quién me gusta de verdad? —preguntó él.

—¿Quién?

—No sé si estará familiarizada con su obra: Charles Demuth.