A la sombra de la enorme estatua de bronce estaba él, de espaldas al pedestal, inmaculado en su traje de franela gris, con un paquete envuelto en papel oscuro bajo el brazo. Pasaban a su lado corrientes intermitentes de gentes en opuestas direcciones, moviéndose lentamente contra el fondo de rugientes autobuses e impacientes taxis. Observaba cuidadosamente los rostros. Las gentes de la Quinta Avenida… hombres con trajes sin hombreras y corbatas de diminuto lazo; mujeres muy elegantes, con sus trajes sastre, pañuelitos de encaje en la garganta, y las hermosas cabezas orgullosamente alzadas, como si los fotógrafos estuvieran esperándolas al término de la acera. Y, como transeúntes golondrinas toleradas en una exótica pajarera, los rostros rurales y sonrosados que se detenían a mirar la estatua y las agujas doradas por el sol de la iglesia de San Patricio, al otro lado de la calle. Observaba a todos cuidadosamente, tratando de recordar la fotografía que Dorothy le mostrara hacía ya tiempo («Marión podría ser muy bonita, sólo que siempre lleva el pelo así»). Sonrió, recordando el fruncido ceño de Dorrie cuando se echó atrás severamente el cabello. Sus dedos juguetearon con un doblez de la envoltura del paquete.
Marión vino por el lado norte, y él la reconoció cuando aún estaba a unos treinta metros. Era alta y delgada, un poco demasiado delgada, y se vestía poco más o menos como todas las mujeres a su alrededor: un traje de chaqueta marrón, un pañuelo al cuello, un sombrerito de fieltro con aire de Yogue, una cartera de piel colgada al hombro. Sin embargo, parecía rígida e incómoda con aquella ropa, como si la hubieran hecho a medida de otra. Su pelo, retirado hacia atrás, era castaño. Tenía también los grandes ojos castaños de Dorothy, pero, en su delgado rostro, eran demasiado grandes, y los elevados pómulos, que tan hermosos fueran en sus hermanas, eran, en Marión, demasiado agudos y definidos. Cuando se acercó, lo vio bajo la estatua. Con una sonrisa insegura e inquisitiva, se aproximó, mostrándose incómoda bajo sus miradas. Su lápiz de labios, según pudo observar, era del tono rosa pálido que él siempre asociara con adolescentes timoratas y sin experiencia.
—¿Marión?
—Sí. —Le ofreció vacilante una mano—. Encantada de conocerle —dijo, dirigiendo una sonrisa demasiado rápida a un punto vago entre sus ojos.
Entre las suyas, la mano de la muchacha era de dedos largos y helados.
—Hola —dijo él—. Llevaba mucho tiempo deseando conocerla.
Se fueron a un bar de un estilo muy americano primitivo, en la esquina. Marión, con cierta vacilación, pidió un «daiquiri».
—Yo… Me temo que no puedo quedarme mucho tiempo —dijo, sentándose muy recta en el borde de la silla, con los dedos rígidos en torno a la copa.
—¿Dónde van corriendo siempre estas hermosas mujeres? —preguntó él sonriendo… e inmediatamente vio que había cometido un error: la sonrisa de Marión se hizo forzada y pareció sentirse aún más incómoda. La miró con curiosidad, dejando que se desvaneciera el eco de sus palabras—. Trabaja en una agencia de publicidad, ¿verdad?
—Camelen y Galbraith —contestó ella—. ¿Todavía está usted en Caldwell?
—No.
—Creí que Ellen había dicho que sólo estaba en tercer año.
—Y era cierto, pero tuve que dejar la Facultad —bebió un sorbo de su «martini»—. Mi padre ha muerto. No quise que mi madre tuviera que trabajar más.
—¡Oh!, lo siento…
—Quizá pueda terminar el año próximo. O tal vez pueda ir a la escuela nocturna. ¿Dónde estudió usted?
—En Columbia. ¿Es usted de Nueva York?
—De Massachusetts.
Cada vez que intentaba llevar la conversación en torno a ella, Marión se las arreglaba para que volviera a él. O al tiempo. O a un camarero que tenía un notable parecido con Claude Raines.
Al cabo de un momento, preguntó:
—¿Es ése el libro?
—Sí. Cena en Antoine’s. Ellen quería que yo lo leyera. Hay algunas notas personales que ella escribió en la solapa; por eso pensé que le gustaría tenerlo. —Le entregó el paquete.
—Personalmente —siguió diciendo—, prefiero libros más profundos.
Marión se puso en pie.
—Tendré que marcharme ahora —dijo en tono de disculpa.
—Pero ¡todavía no se ha terminado la copa!
—Lo siento —dijo rápidamente, mirando el paquete en sus manos—. Tengo una cita. Una cita de negocios. No puedo llegar tarde.
Él se levantó también.
—Pero…
—Lo siento. —Lo miró incómoda.
Bud dejó el dinero sobre la mesa.
Volvieron a la Quinta Avenida. En la esquina, ella le tendió la mano de nuevo. Todavía estaba fría.
—Ha sido muy agradable conocerle, señor Corliss —dijo—. Muchas gracias por la copa. Y el libro. Aprecio mucho… su idea… —se volvió y se desvaneció entre la corriente de la gente.
Sintiéndose vacío, se quedó en la esquina un momento más. Después apretó los labios y empezó a caminar.
La siguió. El sombrero de fieltro llevaba un brochecito de oro que brillaba al sol. La siguió a unos treinta pasos.
Ella llegó hasta la calle Cincuenta y Cuatro; allí cruzó la avenida y se dirigió hacia Madison. Sabía a dónde iba, pues recordaba la dirección del listín telefónico. Cruzó Madison y el Parque. Se detuvo en la esquina y la observó subir los escalones de la fachada.
—Una cita de negocios… —murmuró para sí. Esperó unos cuantos minutos más, sin saber exactamente qué esperaba, y luego se volvió y caminó lentamente de vuelta hacia la Quinta Avenida.