13

Tras el chorro de luz lanzado por los faros, el coche marchaba por la tensa línea de la carretera; los cuadros de cemento batían con ritmo regular bajo los neumáticos. La aguja verde y luminosa del velocímetro señalaba la cifra de 80 kilómetros. Y el pie que apretaba el acelerador era tan firme como el de una estatua.

Conducía con la mano izquierda, dándole de vez en cuando al volante un inapreciable giro hacia la derecha o la izquierda para aliviar la hipnótica monotonía de la carretera. Ellen estaba encogida contra la puerta, sin conciencia de su cuerpo, con la mirada extraviada y las manos, sobre el regazo, retorciendo nerviosamente el pañuelo. En el asiento, entre ellos, como una cobra, la mano enguantada de Bud sostenía firmemente la pistola, el cañón apuntado contra la cadera de la muchacha.

Ellen había llorado, con gemidos largos, de animal herido, más impresionantes aún que las lágrimas.

Él se lo había dicho todo, con una voz amarga, mirándola con frecuencia al rostro, iluminado de luz verdosa en la oscuridad. Hubo ocasiones en que parecía vacilar en su narración, como el soldado que, estando de permiso, vacila en narrar la historia de sus medallas, al describir ante los amables vecinos cómo desgarró con la bayoneta el estómago del enemigo, pero luego sí lo describe todo, porque, al fin y al cabo, ellos le preguntaron cómo ganó las medallas, ¿no?, y lo describe con cierta irritación, y con algo de desprecio hacia los amable vecinos, que jamás se vieron obligados a desgarrarle a nadie el estómago. Así que le habló a Ellen de las píldoras y el tejado, y por qué fue necesario matar a Dorothy, y por qué había sido lo más lógico el cambiarse a Caldwell y buscarla a ella, a Ellen, conociendo sus gustos y aficiones por las conversaciones con Dorothy; sabiendo cómo podía llegar a ser el hombre que ella esperaba. Y no sólo el comportamiento, más lógico e inevitable: buscar a la chica con la que tendría tantas ventajas, sino también el recurso más satisfactorio, por irónico que fuera, y que mejor le compensaría de toda la mala suerte anterior; el recurso que suponía mayor desafío a la ley y mayor satisfacción para su ego… Y se lo dijo todo, con irritación y desprecio, pues esta muchacha que se cubría la boca con las manos, en un gesto de horror, lo había tenido siempre todo en bandeja de plata, y no sabía lo que era vivir haciendo equilibrios sobre el abismo del fracaso, avanzando difícilmente, centímetro a centímetro, hacia la tierra firme del éxito, a tantos kilómetros de distancia.

Ellen lo escuchaba, con el cañón del arma dolorosamente incrustado en su cadera. Dolorosamente sólo al principio, luego sin notarlo ya, como si aquella parte de su ser estuviera ya muerta, como si la muerte que llegara de la pistola no hubiera de ser una rápida bala, sino la lenta radiación del punto de contacto. Lo oyó todo, y después lloró, porque se sentía enferma, destrozada, anonadada porque no hubiera nada que pudiera hacer para expresar cuanto sentía. Sus gritos fueron largos gemidos de animal herido, más impresionantes que las lágrimas.

Y luego quedó quieta, mirando sin ver el pañuelo retorcido en su regazo.

—Te dije que no vinieras —insistió él—. Te rogué que te quedaras en Caldwell, ¿no es verdad? —la miró, como aguardando su contestación—. Pero no. No, ¡tú tenías que hacer de detective! Bien, pues esto es lo que les pasa a las chicas que se meten a detectives —sus ojos volvieron a la carretera—. Si supieras por lo que he pasado desde el lunes… —gruñó, recordando cómo se le vino el mundo encima el lunes, cuando Ellen le había telefoneado para decirle: «Dorothy no se suicidó. ¡Me voy a Blue River!» Cómo echó a correr a la estación, alcanzándola por segundos, luchando desesperadamente para tratar de impedirle que se marchara. Pero no pudo impedir que saltara al tren. «¡Te escribiré en cuanto lo sepa todo! ¡Te lo explicaré todo!» Y lo dejó allí, en la estación, de pie, viendo cómo se le iba en el tren, rompiendo en un sudor frío… Le ponía enfermo sólo pensar en ello.

Ellen murmuró algo débilmente.

—¿Qué dices?

—Que te atraparán…

Al cabo de un momento, él empezó a hablar de nuevo:

—¿Sabes tú a cuántos no agarran nunca? A más del cincuenta por ciento, ya ves. Y quizá muchos más. —Después de unos minutos, siguió—: Y ¿cómo van a agarrarme? ¿Huellas dactilares? Ninguna. ¿Testigos? Ninguno. ¿Motivo? Ninguno que se me ocurra. Ni siquiera pensarán en mí. ¿La pistola? Tengo que pasar por el Misisipi para volver a Caldwell… Adiós pistola. ¿Este coche? A las dos o las tres de la mañana lo dejaré a un par de manzanas de donde lo cogí. Pensarán que ha sido cosa de unos estudiantes. Delincuentes juveniles —sonrió—. Anoche también lo hice. Estuve sentado dos filas detrás de vosotros, en el teatro, y estaba en un banco del vestíbulo cuando te dio el beso de despedida.

La miró para ver su reacción, pero el rostro era hermético. Su mirada volvió a la carretera, y el rostro se le nubló de nuevo.

—Esa carta tuya… ¡cómo sudé al recibirla! Al principio, al empezar a leerla, pensé que estaba seguro: tú buscabas a alguien que Dorothy hubiera conocido en su clase de inglés en otoño, y yo no la había conocido hasta enero, y además en Filosofía. Pero entonces comprendí quién era realmente el muchacho que andabas buscando… el viejo Calcetines Multicolores, mi predecesor. Habíamos estado juntos en matemáticas, y él me había visto con Dorothy. Pensé que podía saber mi nombre. Comprendí que, si en algún momento te convencía de que él no había tenido nada que ver con el asesinato de Dorrie… si alguna vez te mencionaba mi nombre…

Apretó bruscamente el pedal del freno y el coche se detuvo en seco. Con la mano izquierda sobre el volante, cambió la marcha. Cuando de nuevo aceleró, el coche retrocedió lentamente. A la derecha se distinguía la oscura forma de una casa, en el centro de un amplio espacio destinado sin duda a estacionamiento. Los faros del coche, en un lento movimiento, revelaron un gran cartel en el borde de la carretera: «Restaurante de Lillie y Doane… El capricho supremo». Otro cartel, más pequeño, se balanceaba en la parte inferior: «Reapertura, el 15 de abril».

Metió de nuevo la primera, giró el volante a la derecha y avanzó hasta llegar al terreno de estacionamiento, deteniéndose a un lado del bajo edificio, y dejando el motor en marcha. Tocó la bocina, y un agudo sonido cortó la noche. Aguardó un instante, después tocó otra vez. No sucedió nada. No se abrió ninguna ventana, ni se encendió ninguna luz.

—Parece que no hay nadie en casa —dijo, apagando los faros.

—Por favor —dijo ella—. Por favor…

En la oscuridad, el coche se adelantó un poco más, giró a la izquierda y siguió hasta detrás de la casa, donde el asfalto del estacionamiento se convertía en un breve espacio de grava. El coche dio una amplia curva, llegando casi a pisar la negrura de un campo que se extendía hasta unirse a la oscuridad del cielo. Dio la vuelta completa hasta quedar dando frente a la carretera por donde había venido.

Puso el freno de mano, y dejó el motor en marcha.

—Por favor… —repitió ella.

La miró.

—¿Crees que quiero hacer esto? ¿Crees que me gusta la idea? ¡Si estábamos casi comprometidos! —abrió la portezuela de la izquierda—. Tienes que ser valiente… —saltó al asfalto, manteniendo la pistola apuntada a la acurrucada figura—. Vamos —dijo—. Sal por este lado.

—Por favor…

—Pero ¿qué quieres que haga, Ellen? No puedo dejarte ir, ¿verdad? Te pedí que volviéramos a Caldwell sin decir nada, ¿no es cierto? —hizo un gesto de irritación con la pistola—. Sal.

Ella se deslizó por el asiento, aferrando el bolso. Saltó al asfalto.

La pistola la obligó a dirigirse a un sendero semicircular en el que se detuvo, con el campo a sus espaldas, la pistola entre ella y el coche.

—Por favor… —dijo aún, levantando el bolso como un escudo—. Por favor…