El teléfono sonó en la planta baja.
—No contestes —dijo él, al verla alzar la cabeza.
Contestó con voz apagada, sin vida:
—Es que sé quién es.
—No. No contestes. Escucha —sus manos eran firmes y convincentes sobre sus hombros—: Seguro que alguien ha oído el disparo. La policía probablemente estará aquí en pocos minutos. Los periodistas también. —Dejó que sus últimas palabras hicieran su efecto—: No querrás que los periódicos conviertan esto en una gran historia, ¿verdad? Sacando a relucir todo lo referente a Dorothy, fotografías tuyas…
—No hay modo de impedirlo…
—Sí lo hay. Tengo un coche abajo. Te llevaré de vuelta al hotel, y luego regresaré aquí —apagó la luz—. Si la policía no ha aparecido para entonces, yo los llamaré. Así no estarás tú aquí para que los periodistas se te echen encima, y yo me negaré a hablar hasta estar a solas con la policía. Te interrogarán más tarde, pero los periódicos no sabrán que estás mezclada en esto. —La llevó al vestíbulo—. Para entonces, puedes haber llamado a tu padre; él tiene suficiente influencia para impedir que la policía sepa algo de ti, o de Dorothy. Podremos decir que Powell estaba borracho e inició una pelea conmigo, o algo así.
El teléfono dejó de sonar.
—No me parece bien dejarte… —dijo, cuando empezaron a bajar la escalera.
—¿Por qué no? Yo soy el que lo hizo, no tú. No es que yo vaya a mentir y negar que estuviste aquí; en realidad, te necesito para que confirmes mi historia. Todo lo que quiero es impedir que los periodistas se diviertan con esto —se volvió hacia ella mientras descendían a la sala—. Confía en mí, Ellen —dijo, tomándole la mano.
Ella suspiró profundamente, agradecida porque él la libraba de la tensión y la responsabilidad agotadoras.
—Muy bien —dijo—. Pero no tienes que llevarme en el coche. Puedo coger un taxi.
—No a esta hora, ni sin telefonear. Y creo que los tranvías dejan de pasar a las diez.
Recogió el abrigo de Ellen y se lo entregó.
—¿Cómo conseguiste el coche? —preguntó ella, curiosa.
—Lo pedí prestado a un amigo —dijo, y le dio el bolso. Apagando las luces, abrió la puerta del porche—. Vamos —dijo—. No tenemos mucho tiempo.
Había estacionado el coche al otro lado de la calle, a unos veinte metros más abajo. Era un sedán «Buick» negro, de dos o tres años. Abrió la portezuela para Ellen, luego dio la vuelta al vehículo y se metió tras el volante. Dio vuelta a la llave de contacto. Ellen estaba sentada en silencio, con las manos cruzadas en su regazo.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó.
—Sí —repuso, con voz débil y cansada—. Sólo es que… él iba a matarme —suspiró—. Por lo menos, yo tenía razón en lo de Dorothy. Yo sabía que ella no se había suicidado. —Se las arregló para lanzarle una sonrisa de reproche—: Y tú intentabas convencerme de que no hiciera este viaje…
Al fin estuvo el motor en marcha.
—Sí —dijo—. Tenías razón.
Ellen guardó silencio un momento.
—De todas formas, hay ciertas ventajas indudables en todo esto —dijo después.
—¿Qué ventajas? —Soltó el freno y el coche se deslizó por la pendiente.
—Bueno, me has salvado la vida —dijo Ellen—. Realmente, me has salvado la vida. Eso acabará con todas las objeciones que pudiera poner mi padre, cuando te lo presente y le hable de nosotros.
Después de haber recorrido la Avenida Washington durante unos minutos, ella se acercó más a él y le temó del brazo, confiando en que no le molestaría para conducir. Sintió que algo duro se oprimía contra su cadera y comprendió que era la pistola que llevaba en el bolsillo; pero no sintió deseos de apartarse.
—Escucha, Ellen —dijo él, de pronto—. Esto va a ser un asunto horrible, ¿sabes?
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, me apresarán por homicidio.
—Pero ¡tú no querías matarle! ¡Tú sólo intentabas quitarle la pistola!
—Lo sé. Pero, aun así, ellos no me dejarán en paz… Toda clase de interrogatorios… —miró rápidamente la deprimida figura a su lado, y luego volvió la vista al tránsito, por delante de él—. Ellen… cuando lleguemos al hotel, lo mejor sería que recogieras tus cosas y pagaras la cuenta. Podríamos estar de vuelta en Caldwell en un par de horas…
—¡Bud! —la voz era aguda, y en el tono sorprendido latía el reproche—. ¡No podemos hacer una cosa así!
—¿Por qué no? Él mató a tu hermana, ¿no? Recibió lo que se merecía. ¿Por qué tenemos que mezclarnos…?
—No podemos hacerlo —protestó ella—. Aparte de que sea algo… algo indebido, supongamos que, de todas formas, descubren que tú… lo mataste. Jamás creerán la verdad, si huyes ahora.
—No sé por qué tienen que descubrir que he sido yo —dijo—. Llevo guantes; así que no puede haber huellas dactilares. Y nadie me vio allí, excepto tú y él.
—Pero, ¡supongamos que lo averiguan! O supongamos que culpen a otro por esto,.. ¿Cómo te sentirías entonces?
Él guardó silencio.
—En cuanto volvamos al hotel, llamaré a mi padre, Una vez que haya oído la historia, sé que él se ocupará de los abogados y de todo. Supongo que será un asunto terrible, sí. Pero huir…
—Fue algo estúpido el sugerirlo —dijo—. Realmente, no esperaba que lo aceptaras.
—No, Bud. Tú no querrías hacer eso, ¿verdad?
—Sólo lo intentaría como último recurso —dijo. De pronto dio un giro completo al volante, hacia la izquierda, desde la órbita iluminada de la Avenida Washington a la oscuridad de un desvío hacia el norte.
—¿No deberíamos seguir por la Washington?
—Por aquí será más rápido. Hay menos tránsito.
—Lo que no puedo comprender —dijo ella, dando con el cigarrillo en el cenicero—, es por qué no me hizo algo, allá en el tejado. —Se hallaba cómodamente sentada ahora, vuelta hacia Bud, con la pierna izquierda metida bajo la derecha, y el cigarrillo calmándole los nervios.
—Vuestra visita debió ser muy notada, al ir allí de noche —repuso él—. Probablemente temería que algún ascensorista o portero recordara su cara.
—Sí, supongo que sí. Pero ¿no hubiera sido menos arriesgado que llevarme de vuelta a su casa y matarme allí?
—Tal vez no se proponía hacerlo en su casa. Tal vez iba a obligarte a subir a un coche y llevarte al campo, a algún lugar.
—No tenía coche.
—Podía haber robado uno. No es tan difícil robar un coche. —Un farol de la calle iluminé repentinamente su rostro, sólo un instante. Después volvió a quedar en la oscuridad, con los perfectos rasgos débilmente iluminados por el reflejo verde del tablero.
—¡Las mentiras que me dijo!: «Yo la quería». «Yo estaba en Nueva York». «Me sentía responsable…» —aplastó el cigarrillo en el cenicero, agitando la cabeza amargamente—. ¡Oh, Dios mío! —dijo de pronto.
Él le lanzó una mirada.
—¿Qué te ocurre?
Su voz era de nuevo débil y enfermiza:
—Me mostró el informe de su transferencia a la Universidad de Nueva York. Sí que estaba en Nueva York…
—Probablemente se trataba de una falsificación. Quizá conociera a alguien, en la oficina de registro. Podía falsificar una cosa así.
—Pero supongamos que no… ¡Supongamos que hubiera dicho la verdad!
—Te buscaba con la pistola en la mano. ¿No es eso prueba suficiente de que mentía?
—¿Estás seguro, Bud? ¿Estás seguro de que él no… de que quizá no cogió la pistola para ir contra algún otro? El cuaderno que mencionó…
—Caminaba hacia la puerta con la pistola.
—¡Oh, Dios mío! Si realmente no mató a Dorothy… —quedó pensativa un momento—. La policía investigará —dijo decidida—. Demostrarán que él estaba exactamente aquí, en Blue River. Y demostrarán que mató a Dorothy.
—De acuerdo.
—Pero, si no lo hizo, Bud… Aun cuando fuera una terrible equivocación… ellos no podrían echarte la culpa de nada, porque ¿cómo ibas tú a saberlo? Tú lo viste con la pistola. Jamás podrían culparte de nada.
—Exacto —repuso.
Suspirando algo incómoda, Ellen sacó la pierna izquierda de debajo de la otra. Miró el reloj del tablero:
—Son las diez y veinticinco. ¿No deberíamos estar allí ya?
Él no contestó.
Ellen miró por la ventanilla. No se veían calles, ni edificios. Sólo la negra oscuridad de los campos bajo la densa negrura del cielo, tachonado de estrellas.
—Bud, éste no es el camino a la ciudad.
Él no respondió.
Por delante del coche, la blanca carretera se estrechaba y alargaba indefinidamente más allá del alcance de los faros del coche.
—Bud, ¿no te has equivocado de camino?