Estaba sudando. Pero no era sudor frío, sino un sudor sano y caliente, por haber estado tanto tiempo de pie en un armario sin ventilación, y además con la trinchera puesta. También le sudaban las manos; los guantes eran de piel marrón, muy bien terminados y con puños elásticos que aún retenían más el calor. Le sudaban tanto que el tejido estaba húmedo y empapado.
Pero la automática (ligera ahora, como si formara parte de él mismo, después de llevarla en el bolsillo toda la tarde) estaba inmóvil. La inevitable trayectoria de la bala, tan palpable en el aire como una línea de puntos en un diagrama: Punto A: el cañón, firme como una roca. Punto B: el corazón, bajo la solapa del traje, color crema, probablemente adquirido en Iowa. Miró el «Colt 45» como para comprobar su existencia, su acero, tan ligera era, y luego dio un paso adelante desde la puerta del armario, reduciendo así la línea de puntos A B.
«Vamos, di algo —pensó, disfrutando con el estúpido derrumbamiento que se leía en el rostro del señor Dwight Powell—. Empieza a hablar. Empieza a suplicar. Probablemente no puede. Probablemente se le han acabado las palabras después de… —¿cuál es la palabra?— la verborrea del bar. Buena palabra».
—Apuesto a que no sabes lo que significa verborrea —dijo, sintiéndose poderoso con la pistola en la mano.
Powell miró el arma.
—Tú eres el que… el de Dorothy… —dijo.
—Verborrea significa lo que tú tienes ahora. Diarrea verbal. Palabras y palabras que no dejan de salir. Pensé que me iba a quedar sordo en aquel bar —sonrió al mirar los ojos de Powell, abiertos de par en par—. «Yo fui responsable de la muerte de Dorothy» —repitió burlón—. Una lástima. Una verdadera lástima —dio un paso más—. El cuaderno, por favor —dijo, extendiendo la mano izquierda—. Y no intentes nada.
Del piso inferior llegó suavemente la canción:
Sí esto no es amor entonces el invierno es verano…
Cogió el cuaderno que Powell sostenía aún, retrocedió un paso y lo retuvo contra sí. Entonces arrancó la cubierta, sin quitar los ojos de la pistola y de Powell.
—Siento muchísimo que encontraras esto. Estaba de pie ahí, esperando que no lo encontraras. —Se metió el cuaderno doblado en el bolsillo de la trinchera.
—Realmente la mataste… —dijo Powell.
—Hablemos en voz baja —movió la pistola amenazadoramente—. No vamos a llamar la atención de la chica detective, ¿verdad? —Le molestaba el modo en que Dwight Powell estaba allí de pie, tan callado. Quizás era demasiado estúpido para comprender…—. Tal vez no lo entiendas, pero es una auténtica pistola, y está cargada.
Powell no dijo nada. Se limitaba a mirar la pistola, ni siquiera con ojos espantados, sino con un interés levemente desdeñoso, como si fuera la primera mariposa del año.
—Mira. Voy a matarte.
Powell no dijo nada.
—Tú que vales tanto para analizarte a ti mismo… dime, ¿cómo te sientes ahora? Seguro que te tiemblan las rodillas, ¿no? Debes estar bañado en sudor frío.
Powell dijo:
—Y ella pensaba que subía allí para casarse…
—¡Olvídate de ella! Ahora tienes que preocuparte por ti mismo.
¿Por qué no temblaba? ¿Es que no tenía cerebro?
—¿Por qué la mataste? —los ojos de Powell se alzaron al fin de la pistola—. Si no querías casarte con ella, podías haberla dejado. Eso hubiera sido mejor que matarla.
—¡Que no hables de ella! ¿Qué te pasa? ¿Es que crees que bromeo? ¿Es eso? ¿Piensas acaso…?
Powell saltó hacia él.
Antes de haber recorrido un par de centímetros, una fuerte explosión siguió la línea de puntos A B, y se completó el trazo.
Ellen estaba de pie en la cocina, mirando por la ventana cerrada y escuchando la música del programa de Gordon Gant cuando, de pronto, pensó que, con la ventana cerrada, ¿de dónde venía aquella brisa tan agradable? Había un hueco en sombras, en el ángulo más alejado de la cocina. Se acercó y vio la puerta trasera, cuyo cristal estaba roto junto al pestillo, y caído en fragmentos sobre el suelo. Se preguntó si Dwight lo sabía. Pero entonces hubiera recogido los…
En ese momento escuchó el disparo. Resonó fuertemente en toda la casa y, al extinguirse el sonido, la luz del techo vaciló, como si alguien hubiera caído en el piso superior. Después hubo silencio.
La radio dijo:
«Cuando suene la campana, serán las diez de la noche, hora del Centro», y sonó la campana.
—¿Dwight? —llamó Ellen.
No hubo respuesta.
Entró al comedor y llamó un poco más fuerte:
—¿Dwight?
Ya en la sala se dirigió vacilante a la escalera. No se escuchaba nada en el piso superior. Esta vez ella habló con un temor que le secaba la garganta:
—¿Dwight?
Todavía hubo silencio, por un instante más. Luego se escuchó una voz:
—Todo está bien, Ellen. Sube.
Corrió a la escalera, latiéndole locamente el corazón.
—Por aquí —dijo la voz—, a la derecha.
Dio la vuelta en el descansillo y entró en la habitación iluminada.
Lo primero que vio fue a Powell, que yacía de espaldas en el centro de la habitación, con los miembros flojamente desmadejados. La chaqueta se le había retirado del pecho. Por la camisa blanca corría la sangre desde un agujero negro, sobre su corazón.
Trató de recuperar el equilibrio apoyándose en la puerta. Después alzó los ojos al hombre que estaba más allá de Powell, el hombre con la pistola en la mano.
Con ojos dilatados, sintió que su rostro se ponía rígido al no conseguir pronunciar las preguntas que se amontonaban en su mente.
Él bajó la pistola, que aún mantenía en posición de disparo, hasta recoger todo el peso en la mano enguantada.
—Estaba en el armario —dijo, mirándola firmemente a los ojos, contestando así a las preguntas que ella no conseguía pronunciar—. Abrió la maleta y sacó esta pistola. Iba a matarte. Salté sobre él, y la pistola se disparó.
—¡Oh… oh, Dios mío…! —se frotó la frente, mareada—. Pero, ¿cómo… cómo es que tú…?
Se metió la pistola en el bolsillo de la trinchera.
—Yo estaba en el bar —dijo—. Exactamente detrás de vosotros. Le oí hablar de traerte aquí. Dejé el bar mientras fuiste a llamar por teléfono.
—Él me dijo que…
—Ya le oí lo que te dijo. Era un embustero.
—¡Oh, Dios mío! Y yo lo creí… Yo lo creí…
—Ése es el problema contigo —hablaba con sonrisa indulgente—. Tú crees a todo el mundo.
—Dios mío…
Seguía temblando.
Él se le acercó, saltando sobre las piernas de Powell.
Ellen dijo:
—Pero todavía no consigo entender… ¿Cómo es que tú estabas allí, en el bar?
—Estaba esperándote en el vestíbulo. No pude encontrarte cuando saliste a reunirte con él, porque llegué demasiado tarde. Bastante mal me supo. Pero aguardé por allí. ¿Qué otra cosa podía hacer?
—Pero, ¿cómo… cómo…?
Estaba ante ella con los brazos abiertos, como el soldado que regresa al hogar.
—Mira, una auténtica heroína no se pone a hacer preguntas al que la ha salvado en el último momento. Alégrate al menos de haberme dado su dirección. Tal vez yo opinara que eras una loca, pero no iba a dejarte correr el peligro de que alguien te volara la cabeza.
Ella se arrojó en sus brazos, llorando de alivio y de temor retrospectivo. Las manos enguantadas le golpearon afectuosamente la espalda.
—Está bien, Ellen —dijo suavemente—. Todo irá bien ahora.
Ella enterró la cabeza en su hombro.
—¡Oh, Bud! —sollozó—. ¡Gracias a Dios que has venido! ¡Gracias a Dios que te tengo!