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—Como te dije, los vi juntos un par de veces —siguió diciendo—. Bien, la segunda vez fue una tarde, en un pequeño restaurante, al otro lado de la universidad. Nunca había esperado ver allí a Dorothy; no era un sitio muy popular, y ésta era la razón por la que yo iba. No me di cuenta de que estaban hasta que me senté en la barra, y entonces no quise levantarme e irme porque ella ya me había visto en el espejo. Yo estaba sentado a un extremo de la barra, después dos chicas, luego Dorothy y su amigo. Estaban tomándose una leche malteada.

»En cuanto me vio empezó a hablar con él, y a tocarle el brazo y cosas así, ya sabes, como intentando demostrarme que tenía un hombre nuevo. En realidad me puso enfermo que hiciera eso. Me sentía apurado por Dorothy. Luego, cuando estaban ya para salir, ella inclinó la cabeza saludando a las dos chicas que estaban entre nosotros, se volvió a él y le dijo, en tono más alto de lo necesario: «Vamos, podemos dejar los libros en tu casa», para demostrarme lo íntimos que eran, supongo.

»En cuanto se hubieron ido, una de las chicas comentó con su amiga lo guapo que él era. La otra asintió, y luego dijo algo como: “Salía con fulana de tal el año pasado. Parece como si sólo le interesaran las que tienen dinero”.

»Bueno, yo había supuesto que Dorothy salía con él únicamente porque yo la había plantado; así que pensé que debía asegurarme de que no le tomaba el pelo un cazafortunas. Dejé el restaurante y los seguí.

»Se fueron a una casa, a unas cuantas manzanas al norte de la Universidad. Él llamó al timbre un par de veces, luego sacó las llaves del bolsillo, abrió la puerta y entraron en la casa. Me fui al otro lado de la calle y copié la dirección en uno de los cuadernos que llevaba. Pensé que llamaría más tarde, cuando hubiera alguien, y averiguaría su nombre. Tenía la vaga idea de hablar también con alguna de las chicas de la facultad sobre aquel chico.

»Pero nunca lo hice. Al volver a la Universidad, la… la presunción que todo aquello suponía me molestó. Quiero decir, ¿por qué había de andar haciendo preguntas sobre ese tipo, sólo basándome en la observación de una chica, que a lo mejor era una amargada? Jamás pensé que pudiera tratar a Dorothy peor de lo que yo lo había hecho. Y, en cuanto a lo de que ella lo hubiera aceptado por haberla plantado yo, ¿cómo saber si no estaban realmente hechos el uno para el otro?

—Pero ¿aún tienes la dirección? —preguntó Ellen ansiosamente.

—Estoy casi seguro de que sí. Tengo todas mis antiguas notas en una maleta, en mi habitación. Podemos ir allí y buscarla en seguida, si quieres.

—Sí —aceptó rápidamente—. Entonces, todo lo que tenemos que hacer es ir a visitarle y averiguar quién es.

—Sin embargo, quizá no sea el hombre —dijo Powell, sacando la cartera.

—Tiene que serlo. No puede ser otro con el que empezara a salir después de esas fechas. —Ellen se puso en pie—. Todavía hay una llamada telefónica que me gustaría hacer antes de marcharnos.

—¿A tu ayudante? ¿El que estaba esperándote abajo, dispuesto a llamar a la policía si tú no aparecías a los cinco minutos?

—Eso es —admitió ella sonriendo—. No estaba esperándome abajo, pero realmente sí que cuento con alguien.

Se fue al fondo de la sala, poco iluminada, donde una cabina telefónica pintada de negro, para hacer juego con las paredes, tenía la tétrica semejanza de un ataúd. Marcó el 5-1000.

—K.B.R.I., buenas noches —contestó una voz monótona.

—Buenas noches. ¿Puedo hablar con Gordon Gant, por favor?

—Lo siento, pero el programa del señor Gant está ahora en el aire. Si llama de nuevo a las diez, quizá pueda hablarle antes de que salga del edificio.

—¿No puedo hablar con él mientras tiene puesto un disco?

—Lo siento, pero no se pueden pasar llamadas telefónicas a un estudio desde el que se está emitiendo.

—Entonces, ¿quiere tomar un mensaje para él?

Con el mismo tono monótono, la voz le dijo que tendría mucho gusto en tomar nota, y Ellen dijo que la señorita Kingship —y lo deletreó cuidadosamente— decía que Powell —deletreándolo también— era de confianza, pero que tenía una idea sobre quién era el hombre, y que la señorita Kingship se iba a casa de Powell y estaría allí a las diez en punto, donde el señor Gant podía llamarla.

—¿Y el número de teléfono?

—Vaya… —dijo Ellen abriendo el bolso—. No tengo el número, pero la dirección… —consiguió desdoblar el papel sin dejar caer el bolso— es Calle Treinta y Cinco Oeste, 1520.

La mujer releyó el mensaje.

—Está bien —dijo Ellen—. ¿Está segura de que lo recibirá?

Con tono helado, la mujer declaró:

—Naturalmente que se lo entregaré.

—Muchas gracias.

Powell estaba dejando una generosa propina en la bandejita de plata de un camarero cuando Ellen regreso a la mesa. Una sonrisa apareció momentáneamente en el rostro del camarero, que luego se marchó murmurando un breve «Gracias».

—Todo arreglado —dijo Ellen; cogió el abrigo, que estaba doblado en su sitio—. A propósito, ¿qué aspecto tiene ese muchacho? Aparte de ser guapo, según dijeron las chicas.

—Rubio, alto… —dijo Powell, guardándose la cartera.

—Otro rubio —suspiró Ellen.

—A Dorothy le gustaban los tipos nórdicos.

Ellen sonrió, poniéndose el abrigo:

—Nuestro padre es rubio… o lo era, hasta que perdió todo el cabello. Y nosotras tres… —La manga vacía de su abrigo cayó por encima del doble respaldo entre las mesas cuando su mano fue a cogerla—. Perdón —dijo, mirando por encima, y entonces vio que la mesa vecina había quedado vacía. Pudo ver también una copa de cóctel, y un dólar sobre la mesa, y una servilleta de papel que había sido cuidadosamente recortada hasta quedar convertida en una perfecta red de encaje.

Powell le ayudó a meterse la manga.

—¿Dispuesta? —preguntó, poniéndose a su vez el abrigo.

—Dispuesta.

Eran las 9,50 cuando el taxi se detuvo ante la casa de Powell. La Calle Treinta y Cinco Oeste estaba silenciosa, débilmente iluminada por los faroles, cuyo resplandor había de abrirse paso a través de las gruesas ramas de los árboles. Casas de amarillas ventanas se enfrentaban a ambos lados, como tímidos ejércitos que mostraran bandera blanca a través de la tierra de nadie.

Al alejarse el taxi, Ellen y Powell subieron los escalones de un porche oscuro y de suelo crujiente, y después de intentar en vano abrir la puerta unas cuantas veces, el muchacho consiguió al fin introducir la llave en la cerradura. Abrió la puerta, se echó a un lado, dejó pasar a Ellen y la siguió, mientras cerraba la puerta con una mano y encendía con la otra la luz del interior.

Era una sala de aspecto agradable, llena de muebles forrados de cretona.

—Será mejor que esperes aquí —dijo, dirigiéndose a la escalera, a la izquierda de la sala—. Arriba lo tengo todo muy desordenado. Mi patrona está en el hospital, y yo no esperaba visitas —se detuvo en el primer escalón—. Probablemente me llevará unos minutos encontrar ese libro. Hay café instantáneo en la cocina, ahí, en la parte de atrás. ¿Quieres preparar unas tazas?

—De acuerdo —dijo Ellen, quitándose el abrigo.

Powell siguió subiendo la escalera y dio la vuelta en el descansillo. La puerta de su habitación daba frente a la escalera. Entró, encendió la luz, y se quitó la chaqueta. En la cama sin hacer, a la derecha, junto a la ventana, estaba su pijama y algo de ropa sucia. Tiró la chaqueta encima de todo aquello y se arrodilló, dispuesto a sacar una maleta de debajo de la cama; pero, con un rápido chasquear de dedos, se enderezó y, volviéndose, se dirigió al escritorio, incrustado entre la puerta del armario y un sillón. Abrió el cajón de arriba y revolvió papeles, y cajitas, y bufandas, y encendedores rotos. Encontró el papel que buscaba en el fondo del cajón, y, agitándolo como una victoriosa bandera, salió al vestíbulo y se inclinó sobre la balaustrada de la escalera:

—¡Ellen! —llamó.

En la cocina, Ellen ajustaba la llama de gas bajo un cacharro con agua.

—¡Voy! —contestó.

Salió corriendo, atravesó el comedor y llegó a la sala:

—¿Lo tienes ya? —preguntó, alzando la vista hacia la escalera.

Podía ver la cabeza y los hombros de Powell sobre la barandilla.

—Todavía no, pero pensé que te gustaría ver esto —soltó una hoja de papel, que fue cayendo lentamente—. Para el caso de que aún tengas alguna duda.

Fue a aterrizar ante ella. Al cogerlo, Ellen vio que era una copia fotostática de un informe de la Universidad de Nueva York, con las palabras Copia para el Estudiante impresas en él.

—Si todavía me quedaran dudas —dijo—, no estaría aquí, ¿verdad?

—Cierto —dijo Powell—. Cierto. —Y desapareció de nuevo.

Ellen echó otra mirada al informe y vio que las notas habían sido realmente muy bajas. Dejando el papel sobre la mesa, retrocedió por el comedor hasta la cocina. Era una habitación deprimente, con anticuadas lamparitas empotradas en las paredes de color crema, más oscuras en los rincones y detrás de la cocina de gas. Sin embargo, corría allí una brisa agradable, procedente de la puerta trasera.

Encontró tazas y platos, y un bote de «Nescafé» en la alacena, y, mientras lo echaba en las tazas, tropezó su mirada con un aparato de radio, de cubierta de plástico, situado en el estante junto a la cocina. Lo puso en marcha y, tan pronto empezó a sonar, giró lentamente el mando hasta que encontró la K.B.R.I. Casi la pasó por alto porque el aparato, algo vibrante, hacía que la voz de Gant sonara poco familiar: «… Y ya hemos hablado demasiado de política —decía en ese momento—. Así que volvamos a la música. Tenemos el tiempo justo para un disco más. Oigamos ahora a Buddy Clark cantando Sí esto no es amor».

Powell, después de entregarle el informe, dio media vuelta y entró de nuevo en su habitación. Inclinándose ante la cama, metió la mano bajo la misma, golpeándose los dedos contra la maleta, que, al parecer, había sido movida de su posición habitual. Agitó los dedos en el aire y se los sopló cuidadosamente, maldiciendo a la nuera de su patrona, que no se había quedado satisfecha con sólo meter los zapatos detrás del escritorio.

De nuevo buscó bajo la cama, esta vez con más cuidado, y sacó la pesadísima maleta al exterior. Cogió un manojo de llaves del bolsillo, encontró la que buscaba y abrió las dos cerraduras. Guardándose las llaves de nuevo, alzó la tapa. La maleta estaba llena de libros de texto, una raqueta de tenis, una botella de «Canadian Club», zapatos de golf… Sacó las cosas más grandes y las dejó en el suelo, de modo que fuera más sencillo llegar a los cuadernos que había en el fondo.

Eran nueve cuadernos en total, de color verde pálido. Los tomó todos, se enderezó y empezó a mirarlos de uno en uno, examinando las dos cubiertas y dejándolos caer de nuevo, una vez examinados, en la maleta.

Estaba en el séptimo, en la cubierta posterior. La dirección, escrita a lápiz, parecía algo borrosa, pero aún era legible. Dejó caer los otros dos en la maleta y dio media vuelta, con la boca abierta ya para pronunciar el nombre de Ellen en un grito triunfal.

Pero el grito no llegó a salir. La exultante expresión quedó fija en su rostro por un momento, como una película que se detiene de pronto, y luego fue desvaneciéndose, como la nieve que empieza a caer de un tejado inclinado.

La puerta del armario estaba abierta y un hombre con trinchera aparecía enmarcado en ella. Era alto y rubio, y llevaba una enorme pistola en la mano derecha, cubierta con un guante.