—Su hermana… —musitó él—. Su hermana…
Ellen abrió los ojos. Powell miraba el sobrecito y el nombre impreso en él como si aún no consiguiera captar todo su significado. Luego clavó los ojos en ella:
—¿Qué es esto? —preguntó sombríamente. De pronto arrojó las cerillas violentamente a sus pies, y su voz sonó airada—. ¿Qué querías de mí?
—Nada, nada —dijo ella rápidamente—. Nada.
Sus ojos giraban desesperadamente. Powell le impedía llegar a la escalera. Si pudiera evitarlo con un rápido movimiento… Empezó a dirigirse hacia la izquierda, con la espalda apretada contra el parapeto.
El muchacho se frotó la frente.
—Tú…, tú me buscaste…, me hiciste preguntas acerca de ella… Me hiciste subir… —ahora la voz era amenazadora—. ¿Qué quieres de mí?
—Nada… nada…
—Entonces, ¿por qué hiciste todo esto? —su cuerpo inicio un movimiento hacia delante.
—¡Espera! —gritó Ellen.
Los pies se detuvieron en seco, helados.
—Si algo me ocurre —dijo Ellen, forzándose a hablar lentamente, con serenidad—, hay alguien más que está enterado de todo. Sabe que esta noche estoy contigo, sabe todo lo referente a ti; así que, si algo me sucede, sea lo que sea…
—¿Si algo…? —frunció el ceño—. ¿De qué estás hablando?
—Ya sabes lo que quiero decir. Si me caigo…
—Y ¿por qué tendrías que…? —la miró, incrédulo—. ¿Tú crees que yo…? —una mano señaló vagamente hacia el parapeto—. ¡Dios mío! —susurró—. ¿Acaso estás loca?
Los separaban unos tres metros. Ellen empezó a alejarse del parapeto, cortando en línea recta para ponerse frente a la puerta de la escalera, que estaba tras él, a su derecha. Él dio la vuelta lentamente, siguiendo su cauto movimiento.
—¿Qué quiere decir eso de que ese alguien lo sabe todo con respecto a mí? ¿Sabe qué?
—Todo —dijo Ellen—. Todo. Y está esperándome abajo. Si no he bajado dentro de cinco minutos, llamará a la policía.
Powell se golpeó la frente con aire de agotamiento:
—Me rindo —dijo—. ¿Quieres bajar? ¿Quieres irte? ¡Pues vete! —se volvió y se encaminó al parapeto del patio, al lugar donde Ellen estuviera antes, dejándole el camino libre hasta la puerta. Se quedó allí, apoyado en el parapeto a sus espaldas—: Vamos, vete.
Ellen se dirigió lentamente hacia la puerta, temiendo lo peor, sabiendo que todavía allí podía vencerla y cortarle el camino. Pero él no se movió.
—Si se supone que me van a arrestar —dijo—, me gustaría saber por qué. ¿O es demasiado preguntar?
Ella no contestó hasta tener la puerta abierta. Entonces dijo:
—Esperaba que fueras un actor convincente. Tenías que serlo, para hacerle creer a Dorothy que ibas a casarte con ella.
—¿Qué? —esta vez la sorpresa pareció más profunda y dolorosa—. Por favor, escúchame. Jamás dije nada para hacerla creer que iba a casarme con ella. Todo fue idea suya.
—¡Embustero! —le lanzó ella con odio—. ¡Maldito embustero! —Se metió por la puerta y saltó sobre el elevado dintel.
—¡Espera!
Como si sintiera que cualquier movimiento violento la haría emprender la huida, Powell se separó sin prisas del parapeto y luego avanzó siguiendo el mismo camino que Ellen. Se detuvo cuando estuvo frente a la puerta, a unos cinco metros de ella. Desde el descansillo, Ellen se volvió para hacerle frente con una mano en la manilla, dispuesta a cerrarla de golpe.
—¡Por el amor de Dios! —dijo él ansiosamente—. ¿Quieres explicarme de qué se trata? Por favor.
—¿Crees qué es una fanfarronada? ¿Crees qué no lo sabemos realmente?
—¡Por Dios! —dijo él, furioso.
—De acuerdo. Te lo diré bien claro. Primero: ella estaba embarazada. Segundo: tú no querías…
—¿Embarazada? —Fue como si le hubiera dado con una roca en el estómago. Se inclinó hacia delante—: ¿Qué Dorothy estaba embarazada? ¿Por eso lo hizo? ¿Por eso se mató?
—¡Ella no se mató! —gritó Ellen—. ¡Tú la mataste!
Cerró de golpe la puerta y echó a correr. Bajó corriendo locamente los escalones de metal, con los tacones a punto de engancharse en los bordes, aferrándose a la barandilla y vacilando al dar la vuelta en cada descansillo, y, antes de haber bajado dos pisos, lo oyó descender como una tromba tras ella gritando:
—¡Ewie! ¡Ellen! ¡Espera!
Comprendió que era demasiado tarde para coger el ascensor, porque, para cuando consiguiera dar toda la vuelta al corredor, y llegar a los ascensores, y tomara el único que funcionaba, él estaría esperándola allí mismo; así que no había nada que hacer sino seguir corriendo, con el corazón latiendo locamente y las piernas doloridas por los catorce pisos, desde el tejado al vestíbulo; en realidad veintiocho tramos de ocho escalones cada uno, que bajaban en espiral por la tristona escalera, con veintisiete descansillos en los que dar la vuelta sin soltar la mano, dándose casi contra la pared, y él cada vez más cerca en su camino hasta el piso principal. Resbalaba por culpa de los malditos tacones, al salir a un corredor de mármol y echar a correr dé nuevo, despertando ecos en la amplísima cúpula de catedral del vestíbulo, donde el asustado negro la siguió con los ojos desde el ascensor… Atravesó exhausta la pesada puerta giratoria, y bajó unos escalones más de traicionero mármol, y fue a tropezar con una mujer en la acera …Y siguió corriendo hacia la izquierda, hacia la Avenida de Washington, hacia las pequeñas y desiertas calles de la ciudad, amenguando poco a poco el paso, falta de respiración, para echar una mirada hacia atrás antes de dar la vuelta a la esquina… Y allí estaba él, bajando a toda prisa los escalones de mármol, agitando las manos y gritando: «¡Espera! ¡Espera!» Dio la vuelta a la esquina corriendo de nuevo, Ignorando a la pareja que se volvió a mirarla, y al chico al volante de un coche que gritó: «¿Quieres venir a dar un paseo?» Y vio al fin el hotel, un par de manzanas más abajo, con sus puertas de cristal, brillando como el clásico anuncio de un hotel, ya cerca… «También él se está acercando —se dijo—, pero no mires atrás, ¡sigue corriendo!» Y al fin llegó a las maravillosas puertas de cristal, y un hombre, sonriendo con aire divertido, se las abrió cortésmente.
—Gracias, gracias… —dijo ella.
Y al fin se encontró en el vestíbulo, el seguro y cálido vestíbulo, con botones, con clientes, con hombres que leían periódicos… Anhelaba sentarse en uno de aquellos sillones, pero se fue directamente a las cabinas telefónicas, porque, si Gant iba a la policía con ella, Gant era una celebridad local, y todos se mostrarían dispuestos a creerla, a escucharla, a investigar… Recuperando la respiración, cogió el listín telefónico y buscó en la K… Eran las nueve menos cinco, así que estaría en el estudio. Pasó páginas y páginas respirando entrecortadamente. Allí estaba: K.B.R.I. 5-1000. Abrió el bolso, buscando monedas sueltas. «Cinco, mil; cinco, mil», repetía al volverse y disponerse a marcar.
Powell estaba frente a ella. Congestionado, respirando con dificultad, revuelto el rubio cabello. Ahora no tuvo miedo. Había mucha luz, y mucha gente. Sin embargo, el odio la impulsó a mirarlo fríamente.
—Debieras haber huido hacia el otro lado. No te servirá de nada, pero yo, en tu lugar, hubiera echado ya a correr.
Y él la miró con expresión dolorosa, cercana a las lágrimas; una expresión de ruego, tan patética, tan tristona, que tenía que ser verdad. Y después dijo suavemente, con una sinceridad que hacía daño:
—Ellen, yo la amaba.
—Tengo una llamada telefónica que hacer, si me dejas en paz.
—Por favor, debo hablar contigo —le rogó—. ¿Estaba de verdad embarazada?
—Tengo una llamada telefónica que hacer.
—¿Lo estaba?
—Tú sabes que sí.
—¡Los periódicos no dijeron nada! Nada… —de pronto, frunció las cejas y la voz se hizo baja, intensa—. Por favor, ¿de cuántos meses…?
—¿Quieres alejarte de la cab…?
—Por favor, ¿de cuántos meses? —la voz había adquirido una extraña intensidad.
—¡Oh, Dios mío! De dos.
Powell lanzó un tremendo, un gran suspiro de alivio.
—Ahora, por favor, ¿quieres dejarme en paz?
—No hasta que me expliques qué hacías. Toda esa comedia de Evelyn Kittredge.
La mirada de Ellen rebosaba desprecio y odio.
Powell susurró confuso:
—¿De verdad pensaste que yo la maté?
No vio cambio alguno en la mirada de sus ojos.
—¡Yo estaba en Nueva York! —protestó—. ¡Puedo demostrártelo! ¡Yo estuve en Nueva York toda la primavera pasada!
Fue como un choque para Ellen, pero sólo por un instante. Luego dijo:
—Supongo que serás capaz de hallar el modo de demostrar que estabas en El Cairo, Egipto, si así lo quisieras.
—¡Dios mío! —gritó él, desesperado—. ¿Quieres dejarme hablar durante cinco minutos? ¿Cinco minutos? —miró en torno y captó la mirada de un hombre, cuya cabeza se ocultó rápidamente tras un periódico, apresuradamente extendido—. La gente se fija en nosotros —dijo—. Ven conmigo al bar; sólo cinco minutos. ¿Qué daño puedo hacerte? No podría hacerte nada allí, si es eso lo que te preocupa.
—Y ¿de qué servirá? —le discutió ella—. Si tú estabas en Nueva York y no la mataste, entonces ¿por qué evitabas mirar al Edificio Municipal cuando pasamos ayer junto a él? Y ¿por qué no querías subir al terrado conmigo esta noche? Y ¿porqué miraste hacia abajo, por el patio, del modo que lo hiciste?
Powell la miró con dolor, con amargura:
—Puedo explicártelo —dijo vacilante—; sólo que no sé si sabrás comprenderlo. Verás, yo… —buscó las palabras—, yo me sentía responsable de su suicidio…
La mayoría de las mesitas del bar estaban vacías. Chocaban las copas, y el piano dejaba escapar un tema de Gershwin. Ocuparon los asientos de la noche anterior. Ellen con la espalda rígidamente apoyada en el respaldo que los separaba de la mesa vecina, como para repudiar cualquier sugerencia de intimidad. Cuando el camarero apareció, le pidieron whisky, y, hasta que las bebidas no estuvieron en la mesa, entre ellos, y Powell hubo tomado el primer sorbo, comprendiendo la intención de Ellen de mantener un rígido silencio, no empezó a hablar. Las palabras salían lentamente al principio, con embarazo:
—La conocí un par de semanas después de empezar las clases el pasado año —dijo—. El pasado año escolar, quiero decir. A fines de septiembre. La había visto antes. Estaba en dos de mis clases, y había estado en una de ellas en el curso de ingreso, pero jamás hablé con ella hasta ese día en particular, porque generalmente me sentaba en la primera o segunda fila, y ella siempre lo hacía en el fondo, en el rincón. Bien, la noche antes de ese día en que hablé con Dorothy, había estado charlando con algunos chicos, y uno de ellos dijo que las chicas más modositas eran las que… —se detuvo, acariciando la copa y mirándola—. En fin, que es muy probable que te diviertas más con una chica muy tranquila. Así que, cuando la vi al día siguiente, sentada en el fondo, donde se sentaba siempre, recordé lo que ese chico había dicho.
»Inicié la conversación con ella al salir del aula, al final de la clase. Le dije que había olvidado copiar lo que llevábamos, y si ella me lo quería decir, y así lo hizo. Creo que comprendió que sólo era una excusa para hablarle, pero sin embargo respondió tan… con tanta ansiedad, que me sorprendió. Quiero decir que, generalmente, una chica bonita suele aceptar ligeramente una cosa así, y sale con una respuesta aguda, con una broma… Pero ella era tan… tan sencilla, que me hizo sentir un poco culpable.
»Bien, sea como fuere, salimos ese sábado por la noche; fuimos a un cine y al restaurante florentino de Frank, y realmente lo pasamos muy bien. No quiero decir nada malo con esto. Sólo que lo pasamos bien. Salimos de nuevo al siguiente sábado por la noche, y dos veces en la semana siguiente, y luego tres veces, hasta que, al fin, antes de reñir, nos veíamos cada noche. Una vez que la conocí bien, vi que era muy graciosa. Muy distinta de cómo era en clase. Feliz. Me gustaba mucho.
»A principios de noviembre resultó que aquel tipo tenía razón en lo que dijo de las chicas modositas. Sobre Dorothy por lo menos —levantó la vista y su mirada se cruzó francamente con la de Ellen—. ¿Sabes lo que quiero decir?»
—Sí —respondió fríamente, impasivamente, como un juez.
—Es una cosa muy difícil de decir a la hermana de una chica.
—Sigue.
—Era una chica agradable —dijo, mirándola todavía—. Sólo que… parecía que estaba hambrienta de amor. No de sexo. De amor —su mirada bajó de nuevo a la mesa—. Me habló de las cosas de casa, de su madre… de tu madre… de lo mucho que había deseado ir al colegio contigo.
Ellen sintió que empezaba a temblar, pero se dijo que era sólo la vibración producida por alguien que se sentaba al otro lado del respaldo.
—Las cosas siguieron así durante algún tiempo —continuó Powell, hablando con mayor facilidad ahora, desaparecida su vergüenza inicial, con el descanso del que se confiesa—. Ella estaba realmente enamorada, se colgaba de mi brazo, me sonreía todo el tiempo… En una ocasión mencioné que me gustaban los calcetines multicolores, y me hizo tres pares —sus manos acariciaban el mantel—. Yo la quería también, sólo que no era lo mismo. Era más bien… simpatía. Y lo sentía por ella. ¡Ya ves si era ruin!
»A mediados de diciembre, ella empezó a hablar sobre el matrimonio. Muy indirectamente. Era precisamente antes de las vacaciones de Navidad, y yo me iba a quedar aquí, en Blue River. No tengo familia; todo lo que me queda en Chicago son un par de primos y algunos amigos del bachillerato y de la Marina. Insistió en que me fuera a Nueva York con ella, para que conociera a la familia. Yo le dije que no, pero ella siguió insistiendo, hasta que finalmente tuvimos una gran pelea.
»Le dije que no me proponía atarme tan pronto, y ella dijo que muchísimos hombres estaban comprometidos e incluso casados para los veintidós años, y que, si era el futuro lo que me preocupaba, su padre encontraría un lugar para mí. Tampoco deseaba eso. Yo tenía ambiciones. Algún día te hablaré de ellas. Iba a revolucionar la publicidad en los Estados Unidos. Bien, de todas formas, Dorothy dijo que los dos podríamos conseguir empleo cuando dejáramos la universidad, y yo le dije que jamás podría vivir así, habiendo sido rica toda su vida. Afirmó que no la quería ni la mitad de lo que ella me quería a mí, y yo le dije que tal vez estuviera en lo cierto. Ésa era, naturalmente, la razón principal, más que las otras.
»Tuvimos una escena, y fue terrible. Lloró, afirmó que lo lamentaría; todas esas cosas que dice una chica. Luego, al cabo de algún tiempo, cambió de táctica y dijo que se había equivocado, que podíamos esperar y seguir del mismo modo que hasta entonces. Pero yo me había sentido demasiado culpable con nuestras relaciones; así que pensé que, puesto que ya estábamos a medio camino, valía más terminar del todo, y antes de las vacaciones era la mejor época para hacerlo. Le dije que habíamos terminado. Hubo más lágrimas, y más “¡Lo sentirás!”, pero así terminó lo nuestro. Un par de días después se fue a Nueva York.
Ellen dijo:
—Y durante todas las vacaciones estuvo de muy mal humor…, melancólica…, discutiendo siempre…
Powell hacía círculos en la mesa con la base de la copa:
—Después de las vacaciones —dijo—, la cosa se puso peor. Seguíamos coincidiendo en aquellas dos clases. Yo me sentaba en primera fila, sin atreverme a mirar hacia atrás. Pero no dejábamos de encontrarnos allí, y por toda la Universidad. Así que decidí que ya tenía bastante de Stoddard y solicité el traslado de matrícula a la Universidad de Nueva York —vio la expresión en el rostro de Ellen—. ¿Qué te pasa? ¿No me crees? Puedo probártelo todo. Tengo la tarjeta de la Universidad de Nueva York y creo que aún conservo la nota que Dorothy me envió al devolverme una pulsera qué le había regalado.
—No —dijo Ellen tristemente—. Te creo. Ése es el problema.
La miró desconcertado, y luego continuó:
—Justo antes de marcharme, hacia fines de enero, ella empezaba a salir con otro chico. Los vi…
—¿Otro chico? —Ellen se inclinó, ansiosa, sobre la mesa.
—Los vi juntos un par de veces. «No ha sido un golpe tan grande para ella, después de todo», pensé. Me marché con la conciencia limpia. Incluso me sentí un poco noble.
—¿Quién era él?
—¿Quién?
—El otro hombre.
—No lo sé. Un hombre. Creo que estaba en una de mis clases. Déjame terminar.
«Leí lo de su suicidio el primero de mayo; sólo un párrafo en los periódicos de Nueva York. Corrí a Times Square y conseguí un ejemplar del Clarion-Ledger en el puesto de periódicos de fuera de la ciudad. Y compré el Clarion todos los días, esa semana, esperando que dijeran lo que había escrito en la nota que te envió. Nunca lo hicieron. Nunca llegaron a decir por qué se había matado…
»¿Te imaginas cómo me sentía? No es que creyera que lo hubiera hecho sólo por mí, pero sí pensaba que era una especie de… depresión general. De la cual yo era el principal culpable…
»Mi trabajo empezó a decrecer a partir de entonces. Y trabajaba con toda intensidad. Supongo que pensaba que debía sacar notas magníficas para justificar lo que le había hecho. Rompía en un sudor frío al empezar cada examen, y mis notas llegaron a ser infames. Traté de convencerme de que se debía al cambio de Universidad: en Nueva York tenía que hacer algunas asignaturas obligatorias que no lo eran en Stoddard, y además había perdido varios exámenes. Así que decidí volver a Stoddard en septiembre, para ponerme al corriente de nuevo —sonrió secamente—. Y quizá también para convencerme a mí mismo de que no me sentía culpable.
»De todas formas, fue una equivocación. Cada vez que veía uno de los lugares donde solíamos ir, o el Edificio Municipal… —inclinó la frente—. Yo seguía diciéndome que había sido culpa suya, que otra chica hubiera sido lo bastante madura para encogerse de hombros… pero eso no me hacía mucho bien. Llegué al extremo de desviarme de mi camino para pasar ante el edificio, mortificándome a mí mismo, como cuando miré en el patio interior esta noche, tratando de imaginarla…
—Lo sé —dijo Ellen, sin dejarle acabar—. Yo también quería mirar. Creo que es la reacción natural.
—No —dijo Powell—, tú no sabes lo que es sentirse responsable… —se detuvo, viendo la triste sonrisa de Ellen—. ¿Por qué sonríes?
—Por nada.
—Bien, eso es todo. Ahora tú me dices que lo hizo porque estaba embarazada… de dos meses. Es una cosa terrible, desde luego, pero me hace sentirme muchísimo mejor. Supongo que no estaría muerta ahora si yo no la hubiera abandonado, pero nadie podía esperar que uno supiera cómo iban a resultar las cosas, ¿verdad? Quiero decir que hay un límite para la responsabilidad. Si siempre estás volviendo la vista atrás, de todo podrías echarle la culpa a cualquiera. —Se tomó el resto del whisky—. Me alegro de ver que has dejado de correr hacia la policía —dijo—. No sé de dónde te sacaste la idea de que yo la maté.
—Alguien la mató —dijo Ellen. Él la miró sin saber qué decir. El piano se había detenido entre dos canciones, y, en el repentino silencio, Ellen pudo oír el débil susurro de la ropa de quienquiera que fuese, al otro lado del respaldo.
Inclinándose hacia Powell empezó a hablar, a hablarle de la nota tan ambigua, del certificado de nacimiento; de algo viejo, algo nuevo, algo prestado y algo azul.
Él guardó silencio hasta que Ellen hubo terminado. Luego dijo:
—Dios mío… No puede ser una coincidencia. —Y estaba tan ansioso como ella de demostrar que no era suicidio.
—Ese hombre que viste con Dorothy… —dijo Ellen—. ¿Estás seguro de que no sabes quién era?
—Creo que estaba en una de mis clases ese semestre; pero, las dos veces que los vi juntos, era a finales de enero, cuando los exámenes habían empezado ya, y no había clases, así que no podía estar seguro ni saber su nombre. Y, poco después, me marché a Nueva York.
—¿No lo has visto otra vez?
—No lo sé —dijo Powell—. No estoy seguro. Stoddard es una universidad muy grande.
—¿Y estás absolutamente seguro de que no sabes su nombre?
—No lo sé ahora —dijo Powell—. Pero puedo averiguarlo en una hora poco más o menos —sonrió—. Verás, es que tengo su dirección.