7

Cerrando de golpe el bolso, Ellen alzó la vista y sonrió a la figura de Powell, que se aproximaba atravesando el vestíbulo. Él llevaba abrigo gris, y traje azul marino, y la misma sonrisa de la noche anterior.

—Hola —dijo, dejándose caer a su lado en el diván de cuero—. Desde luego que no haces esperar en tus citas.

—Algunas veces, sí.

Su sonrisa se hizo aún más jovial:

—¿Cómo va la caza de empleo?

—Bastante bien. Creo que tengo algo. Con un abogado.

—Magnífico. Entonces te quedarás en Blue River, ¿no?

—Eso parece.

—Magnífico… —modulaba la palabra con aire de caricia. Luego, sus ojos se fijaron en el reloj—. Será mejor que cojamos el caballo. Pasé por el salón de baile Glo-Ray en camino hacia aquí y había una cola de…

—¡Oh! —se lamentó.

—¿Qué te pasa?

Le miró con aire de disculpa:

—Tengo que hacer un encargo primero. Ese abogado… He de llevarle una carta… una referencia —golpeó su bolso.

—No sabía que las secretarias necesitaran referencias. Pensé que sólo te probaban en mecanografía o taquigrafía.

—Sí. Pero le mencioné que tenía esta carta de mi último jefe, y él dijo que le gustaría verla. Estará en la oficina hasta las ocho y media —suspiró—. Lo siento muchísimo.

—Está bien.

Ellen le cogió la mano:

—Además, preferiría no ir a bailar —le confió—. Podríamos ir a algún sitio, tomar unas copas…

—De acuerdo —dijo él, más animado. Se pusieron en pie—. ¿Dónde está la oficina? —preguntó Powell a sus espaldas, ayudándole a ponerse el abrigo.

—No muy lejos de aquí —dijo Ellen—. En el Edificio Municipal.

En la parte superior de los escalones de la entrada del Edificio Municipal, Powell se detuvo. Ellen, en el marco de la puerta giratoria, relajó su mano, que ya iba a empujarla, y lo miró. Estaba pálido, pero podía ser el reflejo de la luz grisácea que se filtraba desde el vestíbulo.

—Te esperaré aquí abajo, Ewie —su mandíbula estaba rígida; las palabras le salían con dificultad.

—Yo quería que subieras conmigo —dijo ella—. Podía haber traído la carta antes de las ocho, pero pensé que era un poco raro eso de que me pidiera que se la trajera por la noche. Es un tipo un poco resbaloso —sonrió—. Y tú eres mi protección.

—Ya —dijo Powell.

Ellen empujó la puerta y, un momento después, él entró tras ella, que se había vuelto y lo observaba en el momento de atravesar la puerta. Respiraba con dificultad, con los labios parcialmente abiertos y el rostro desnudo de expresión.

El enorme vestíbulo de mármol estaba silencioso y vacío. Tres de los cuatro ascensores estaban cerrados y oscuros tras las puertas metálicas. El cuarto era una cabina de luces amarillas y paredes de madera de color miel. Caminaron hacia él, uno junto al otro; sus pasos despertaban vagos ecos en el techo de la cúpula.

En el ascensor, un operador negro, uniformado de caqui, aguardaba al público leyendo un ejemplar de Look. Se metió la revista debajo del brazo, apretó el botón que cerraba la puerta, y también la exterior.

—¿Qué piso, por favor? —preguntó.

—Catorce —dijo Ellen.

Permanecieron en silencio, observando la lucecita que iba avanzando e iluminando, uno tras otro, los números sobre la puerta. 7…, 8…, 9… Powell se frotó el bigote con la punta de un dedo.

Cuando saltó la luz del 13 al 14, la cabina se detuvo automáticamente con suavidad. El ascensorista abrió la puerta, y empujó la exterior.

Ellen salió al desierto corredor, con Powell tras ella. A sus espaldas, la puerta del ascensor se cerró de nuevo con suave gemido. Oyeron cómo se cerraban las puertas interiores y luego el rumor decreciente de la cabina.

—Por aquí —dijo Ellen, dirigiéndose a la derecha—. El catorce cero cinco.

Caminaron hacia la esquina del corredor, y volvieron hacia la derecha. Sólo se veía luz a través de los paneles de cristal de dos de las puertas. No se escuchaba otro sonido que el de sus pasos sobre las baldosas. Ellen buscó algo que decir:

—… No me llevará mucho rato. Sólo tengo que entregarle la carta.

—¿Crees que te concederá el empleo?

—Espero que sí. La carta es muy buena.

Llegaron al final del corredor y de nuevo giraron hacia la derecha. Había una puerta, a la izquierda, por cuyos cristales se filtraba la luz del interior, y Powell inició la marcha hacia allí.

—No, no es ésa —dijo Ellen. Se dirigió a otra puerta, no iluminada, y a la derecha del corredor. En el panel de cristal podía leerse: Frederic H. Clausen, abogado. Powell se puso a su lado mientras ella trataba en vano de abrirla, a la vez que miraba el reloj—: ¿Qué te parece? —dijo en tono enojado—. Ni siquiera son todavía las ocho y cuarto, y me dijo que estaría aquí hasta, las ocho y media» (Por teléfono, la secretaria le había informado: «La oficina se cierra a las cinco»).

—Y ahora ¿qué? —preguntó Powell.

—Supongo que tendré que meterla por debajo de la puerta —contestó, abriendo el bolso. Sacó un largo sobre blanco y la pluma estilográfica. Abriéndola, mantuvo el sobre contra el bolso y empezó a escribir—. Lo siento por el baile —se excusó.

—No vale la pena —dijo Powell—. Yo tampoco estaba demasiado entusiasmado. —Ahora respiraba con mayor facilidad, como un equilibrista novato que hubiera sobrepasado la mitad de la cuerda floja y sintiera vencido ya el peligro.

—Pensándolo bien —dijo Ellen, observándolo—, aunque ahora deje la carta, igual tengo que volver mañana. Ya la traeré entonces. —Cerró la pluma y la metió de nuevo en el bolso. Sostuvo el sobre contra la luz, vio que la tinta estaba todavía húmeda y empezó a agitarlo con rápidos movimientos, como si fuera un abanico. Su mirada se dirigió a una puerta al otro lado del corredor, la puerta cuyo letrero decía Escalera. Sus ojos se iluminaron—. ¿Sabes lo que me gustaría hacer? —preguntó.

—¿Qué?

—Antes de bajar y tomar esas copas…

—¿Qué?

Le sonrió, agitando el sobre:

—Subir al tejado.

El equilibrista miró al suelo y vio que le habían retirado la red… Todo eso pudo ver en el rostro de Powell.

—¿Para qué?

—¿No viste la luna? ¿Y las estrellas? Es una noche perfecta. La vista debe ser maravillosa.

—Creo que todavía podríamos llegar a entrar en el Glo-Ray —dijo él.

—¡Oh!, a ninguno de los dos nos entusiasma demasiado la idea de ir —metió el sobre en el bolso y lo cerró de golpe—. Vamos —dijo alegremente, dando media vuelta y cruzando el corredor—. ¿Qué se ha hecho de todo aquel romanticismo que te hacía vibrar anoche? —Su mano trató de alcanzarla, pero sólo atrapó el aire.

Ellen abrió la puerta y mira hacia atrás, esperando que él la siguiera.

—Ewie, yo… La altura me da vértigo —forzó una débil sonrisa.

—No tienes que mirar hacia abajo —repuso en tono ligero—. Ni siquiera tienes que acercarte al borde si no quieres.

—Probablemente la puerta estará cerrada…

—No creo que puedan cerrar la puerta de un tejado. Por las leyes de incendio. —Frunció el ceño, fingiendo disgusto—: ¡Oh, vamos! ¡Cualquiera diría que te pido que saltes las cataratas del Niágara en un barril, o algo así! —Cruzó la puerta y salió al descansillo, manteniendo la puerta abierta, esperándole.

Powell se acercó como en trance, como el que acepta lo inevitable, como si hubiera algo en él que lo obligara perversamente a seguirla. Cuando estuvieron los dos en el descansillo, Ellen soltó la puerta, que se cerró con un suave silbido neumático, cortando la luz del corredor y dejando una sola bombilla de 10 vatios, en solitaria batalla contra las sombras de la escalera.

Subieron ocho escalones, atravesaron el descansillo y subieron ocho más. Había una oscura puerta de metal, con un letrero pintado en ella con grandes letras blancas: Queda terminantemente prohibida la entrada, excepto en caso de emergencia. Powell lo leyó en voz alta, acentuando las palabras «terminantemente prohibida».

—¡Bah, avisos! —dijo Ellen desdeñosamente. Intentó abrirla.

—Debe estar cerrada con llave —dijo Powell.

—Si lo estuviera, no pondrían eso —dijo ella, e indicó el aviso—. Inténtalo tú.

Cogió la manilla, y probó a girarla.

—Entonces es que está encajada.

—¡Oh, vamos! Inténtalo de verdad.

—De acuerdo —dijo—. De acuerdo, de acuerdo. —Hablaba con completo abandono. Se echó atrás y apretó el hombro contra la puerta con toda su fuerza. Ésta se abrió de par en par, haciéndole vacilar por el impulso. Tropezó en el elevado escalón que formaba el dintel al salir al tejado—. De acuerdo, Ewie —dijo melancólicamente, enderezándose y sosteniendo la puerta abierta de par en par—. Ven y mira tu maravillosa luna.

—Escalofriante… —murmuró Ellen. El tono alegre de su voz cubría la amargura de cuanto implicaba aquel término. Saltó sobre el dintel y dio unos cuantos pasos por delante de Powell, avanzando desde la sombra de la caseta, en el remate de la escalera, hasta la amplitud del terrado, como un patinador novato que finge no preocuparse por el quebradizo hielo. Oyó que la puerta se cerraba a sus espaldas, y luego Powell se puso a su lado.

—Lo siento —dijo—; es que casi me rompí el hombro contra la maldita puerta, eso es todo —consiguió decir con forzada sonrisa.

Se hallaban frente a la torre del K.B.R.I., esquelética, negra contra el negro cielo cuajado de estrellas. En la misma punta de la torre brillaba una luz roja, de lento giro, cuyo constante movimiento bañaba a intervalos el tejado, dándole un tono rosado. Cuando desaparecía esa luz, sólo quedaba el suave resplandor de la luna, casi llena, sobre sus cabezas.

Ellen miró el perfil de Powell, alzado hacia el cielo, con las mandíbulas tensas, primero muy pálido, escarlata después al caer la luz sobre él, y blanco otra vez. Más allá vio la pared que rodeaba el patio, con su pretil blanco destacándose en la noche. Recordó un diagrama que apareciera en uno de los periódicos, la X en el lado sur del cuadrado… el lado más próximo. De pronto la inundó el ciego deseo de ir allí, de mirar hacia abajo, de ver dónde Dorothy… Una náusea invadió todo su ser. El foco de su visión se reafirmó de nuevo sobre el pálido perfil de Powell, e involuntariamente se apartó de él.

«Todo va bien —se dijo—. Estoy segura… más segura que cuando intento llevar la conversación a este tema, sentados y tomando un cóctel. Estoy bien. Soy Evelyn Kittredge…»

Se dio cuenta de que Powell la observaba.

—Pensé que querías mirar al cielo —dijo, sin volver el rostro hacia ella.

Alzó la cabeza tan repentinamente que de pronto se sintió mareada. Las estrellas parecían girar sobre su cabeza…

Reaccionó, caminó hacia la derecha, al lado exterior del tejado. Clavando las manos en el borde áspero del pretil, aspiró a bocanadas el frío aire de la noche…

«Aquí es donde la mató. Ahora tendrá que traicionarse… Lo suficiente para ir a la policía. Estoy segura…»

Finalmente se le despejó la cabeza del todo. Miró el panorama a sus pies, la miríada de luces que brillaban y se hundían en la oscuridad.

—Dwight, ven, mira.

Se volvió y caminó hacia allí, pero se detuvo a pocos pasos de ella.

—¿No es hermoso? —Ellen habló sin volverse.

—Sí.

Siguió mirándola un instante más, mientras la brisa nocturna hacía gemir suavemente los cables de la torre, y luego se volvió lentamente en redondo hasta quedar frente al patio interior. Miró el parapeto. Después los pies de Powell parecieron moverse por sí solos; sus piernas empezaron a caminar, llevándole hacia delante, con silenciosa y constante eficiencia, como las piernas de un alcohólico reformado lo llevan al bar «sólo para tomar una copita». Lo llevaron directamente al pretil del patio y sus manos se alzaron y se fijaron sobre la fría piedra. Se inclinó y miró hacia abajo.

Ellen se sintió sola de pronto. Dio la vuelta y trató de ver en la semioscuridad. De pronto, la luz de la torre lo iluminó todo, y cuando la luz roja destacó su figura junto a la pared del patio, el corazón se le subió a la garganta. Se desvaneció la luz roja, pero, sabiendo donde estaba, podía distinguirlo aún a la luz de la luna. Empezó a caminar hacia él, sin que sus pies hicieran el menor ruido.

Él miraba hacia abajo. Unas rajas de luz amarilla, procedentes de las ventanas iluminadas, cruzaban el cuadrado túnel del patio. Allá abajo brillaba una fuerte luz, en el mismo fondo, iluminando el cuadrado de cemento, el foco de las cuatro paredes, que parecían converger hacia allí.

—Pensé que la altura te daba vértigo.

Se volvió en redondo.

Tenía gotas de sudor en la frente y sobre el bigote. Una sonrisa nerviosa subió a sus labios:

—Y así es —dijo—. Pero no puedo evitar la curiosidad de mirar… Masoquismo, supongo… —se desvaneció la sonrisa—. Ésa es mi especialidad —hizo una profunda aspiración—. ¿Quieres que nos vayamos ya?

—Acabamos de llegar —protestó Ellen con fingida animación.

Dejándolo, caminó de nuevo hacia el lado del tejado que daba al este, abriéndose paso entre las curiosas formas de los tubos de ventilación. Powell la siguió de mala gana. Al llegar al borde, Ellen se puso de espaldas contra el parapeto y alzó la vista a la torre, iluminada de rojo, que había frente a ellos.

—Se está muy bien aquí —dijo.

Powell, mirando a la ciudad, con las manos aferradas al parapeto, guardó silencio.

—¿Habías estado aquí alguna vez, de noche? —insistió ella.

—No. Jamás había estado aquí antes.

Ellen se volvió e, inclinándose sobre el parapeto, miró el tejado de la parte sobresaliente del edificio, dos pisos más abajo. Frunció el ceño pensativamente.

—El año pasado —dijo con lentitud— creo que leí algo sobre una chica que cayó desde aquí.

Se oyó el sonido de un ventilador.

—Sí —dijo Powell secamente—. Fue un suicidio. No se cayó.

—¡Oh! —Ellen seguía mirando el panorama—. No sé cómo pudo matarse. Sólo son dos pisos.

Él alzó la mano, con el pulgar indicando sobre su hombro.

—Fue por allí, en el patio.

—¡Ah, sí, es cierto! —Se enderezó—. Ahora me acuerdo. Los periódicos de Des Moines le dieron gran publicidad. —Puso el bolso en el parapeto y lo sostuvo firmemente con las dos manos, como si calculara su tamaño—. Era un chica de Stoddard, ¿verdad?

—Sí. —Le indicó una torre a lo lejos, en el horizonte—. ¿Ves aquel edificio que parece redondo, allí, con las luces encendidas? Es el observatorio de Stoddard. Tuve que ir allí una vez, por un proyecto de física. Tiene una…

—¿La conocías?

Las luces rojas bañaron de nuevo su rostro.

—¿Por qué me lo preguntas?

—Sólo pensé que podías haberla conocido. Es una cosa muy natural, ya que los dos ibais a Stoddard…

—Sí —dijo secamente—. La conocía, y era una muchacha muy agradable. Ahora, hablemos de otra cosa.

—La única razón por la que la historia se me atragantó —dijo Ellen— fue a causa del sombrero.

Powell la miró con un suspiro de exasperación. Cansadamente preguntó:

—¿Qué sombrero?

—Llevaba un sombrero rojo, con un lazo, y yo me acababa de comprar un sombrero rojo con un lazo el día que sucedió aquello.

—¿Quién dijo que llevaba un sombrero rojo?

—¿No? Los periódicos de Des Moines dijeron…

«Dime que estaban equivocados —se dijo ella en su interior—; dime que era verde…»

Hubo silencio por un instante:

—El Clarion jamás mencionó un sombrero rojo —dijo al fin Powell—. Leí los artículos cuidadosamente, ya que la conocía…

—Sólo porque el periódico de Blue River no lo mencionara, no quiere decir que no fuera cierto.

No dijo nada. Ellen lo vio mirar el reloj.

—Mira —dijo Powell bruscamente—, son las nueve menos veinticinco. Ya he tenido suficiente de este maravilloso espectáculo. —Se volvió con decisión, dirigiéndose a la escalera.

Ellen echó a correr tras él.

—No podemos irnos todavía —dijo, agarrándolo del brazo antes de que cruzara el dintel.

—¿Por qué no?

Trató de pensar con rapidez:

—Yo… me gustaría fumar un cigarrillo.

—¡Oh, por el…! —su mano se dirigió al bolsillo, después se detuvo en seco—. No tengo. Vamos, compraré algunos abajo.

—Yo sí tengo —dijo ella rápidamente, rebuscando en el bolso. Se alejó; la situación del patio interior, a sus espaldas, estaba tan clara en su mente como si estuviera mirando el diagrama del periódico. X marca el sitio. Moviéndose como sin rumbo fijo se dirigió entonces a aquel lugar, abriendo el bolso, sonriendo a Powell, diciendo tontamente—: Será agradable fumarse un cigarrillo aquí arriba. —El parapeto le llegaba a la cadera. El sitio X. Buscó en el bolso—. ¿Quieres uno?

Se acercó a ella con resignación, pero con los labios apretados por la ira. Ellen agitó el paquete de cigarrillos hasta que sobresalió un cilindro blanco, mientras pensaba: «Tiene que ser esta noche, porque ya no va a pedirle de nuevo a Evelyn Kittredge que salga más con él».

—Toma —le ofreció. Él lo aceptó en silencio.

Volvió a rebuscar en el paquete, y, al hacerlo, alzó la vista y, al parecer por casualidad, advirtió por primera vez el patio interior. Volvióse a él con ligereza:

—¿Es aquí donde…? —Ahora se enfrentaba con Powell.

Sus ojos se habían estrechado, tenía apretados los dientes y su actitud revelaba haber llegado al límite de su paciencia.

—Escucha, Ewie —dijo—. Te pedí que no hablaras de ello. Ahora, ¿quieres hacerme un favor? ¿Quieres hacérmelo? —apretó el cigarrillo entre los dientes.

Ella no apartaba los ojos de su rostro. Sacando al fin un cigarrillo del paquete, se lo llevó calmosamente a los labios, y guardó los demás en el bolso:

—Lo siento —dijo fríamente, colocándose el bolso bajo el brazo—. No sé por qué tienes que ponerte tan nervioso.

—¿Es qué no puedes entenderlo? Yo conocía a la chica.

Encendió Ellen una cerilla y la acercó al cigarrillo de Powell, la puntita anaranjada iluminando su rostro y permitiéndole ver los ojos azules, brillantes por la tensión; los músculos de la mandíbula tirantes como cuerdas de violín. «Un empujón más… un empujón más…» Apartó la cerilla del cigarrillo y la mantuvo ante su rostro.

—Nunca dijeron por qué lo hizo, ¿verdad? —Los ojos de Powell se cerraron en un gesto de dolor—. Apuesto algo a que estaba embarazada —dijo.

El rostro de Powell pasó de un tono anaranjado a un rojo intenso al darle la luz de la torre. Los músculos tirantes parecieron vibrar y abrió los ojos de par en par como movidos por una explosión… «¡Ahora! —pensó Ellen triunfante—. ¡Ahora! ¡Qué sea algo bueno, algo condenatorio…!»

—¡De acuerdo! —gritó él—. ¡De acuerdo! ¿Sabes por qué no quiero hablar de ello? ¿Sabes por qué no quería subir aquí en absoluto? ¿Por qué no quiero entrar siquiera en este maldito edificio? —lanzó a un lado el cigarrillo, con rabia—. Porque la chica que se suicidó aquí mismo fue la chica de la que te hablé anoche. La chica que sonreía como tú —fijó los ojos en su rostro—. La chica que yo…

Se interrumpieron sus palabras, como con un corte de guillotina. Ellen vio que sus ojos, inclinados hacia ella, se dilataban por el choque, y entonces la luz de la torre se alejó y sólo pudo verle como una forma oscura, enfrentándose con ella. De pronto su mano la cogió por la muñeca izquierda, aterrándola con una presión que la paralizaba. Con un grito dejó caer el cigarrillo. Powell luchaba con los dedos de su mano cautiva, intentando abrirlos. El bolso se le resbaló de debajo del brazo y fue a caer a sus pies. En vano lanzó la mano libre a la cabeza de Powell, él seguía luchando, forzándola a abrir los dedos… Soltándola al fin, dio un paso atrás y quedó como una forma oscura de nuevo.

—¿Qué hiciste? —gritó ella—. Qué cogiste —Se detuvo, mareada, y recogió el bolso. Hizo flexión con la mano izquierda, tratando en vano de recordar con todas sus fuerzas el objeto que antes tuviera en ella.

Entonces la luz roja barrió de nuevo el tejado y lo vio en la palma de la mano de Powell, como si él ya lo hubiera examinado en la oscuridad. El sobrecito de cerillas. Con las letras de cobre brillando agudas y claras: Ellen Kingship.

Se sintió helada de pronto. Cerró los ojos, mareada, sintiendo náuseas de nuevo. Vaciló, apoyó la espalda en el duro borde del parapeto del patio.