6

Estuvo en el vestíbulo desde las siete y media, de modo que Powell no tuviera ocasión de pedir al empleado que llamara a la habitación de la señorita Kittredge. Él llegó a las ocho menos cinco con la débil línea de su bigote brillando por la picara sonrisa (una chica fácil… extraña en la ciudad…). Había comprobado que Horizontes perdidos empezaba a las ocho y seis minutos, así que cogieron un taxi hasta el cine, aunque sólo estaba a unas cinco manzanas. A mitad de la película, Powell colocó su brazo en torno a Ellen, descansando la mano sobre su hombro. Ella lo miró por el rabillo del ojo: la mano que había acariciado el cuerpo de Dorothy, que le había dado el poderoso empujón… Quizás…

El Edificio Municipal estaba a tres manzanas del cine y a menos de dos del hotel «New Washington». Pasaron por él en su camino de regreso al hotel. Algunas ventanas estaban encendidas en los pisos superiores de la elevada fachada, al otro lado de la calle.

—¿Es ése el edificio más alto de la ciudad? —preguntó Ellen, mirando a Powell.

—Sí —sus ojos seguían fijos en la calle, a unos veinte metros por delante de ellos.

—Y ¿qué altura tiene?

—Catorce pisos. —La dirección de su mirada no se había alterado. Ellen pensó:

«Cuando le preguntas a alguien por la altura de lo que sea que esté ante él, instintivamente alza los ojos a mirarlo, aun cuando ya conozca la respuesta. A menos que tenga alguna razón para no querer verlo…»

Se sentaron en una mesita, en el bar del hotel, de oscuras paredes y suave música de piano, y bebieron whisky. Su conversación era intermitente. Ellen trataba de animarla, pero tropezaba con cierta reticencia por parte de Powell. La alegría y entusiasmo con que iniciara la noche se habían desvanecido al pasar ante el Edificio Municipal, y, aunque pareció resurgir de nuevo al entrar en el hotel, ahora languidecía poco a poco, conforme pasaba el tiempo, sentados en aquel sofá tapizado de rojo.

Hablaron de empleos. A Powell le disgustaba el suyo. Lo había conservado durante dos meses, pero planeaba dejarlo en cuanto pudiera encontrar algo mejor. Estaba ahorrando dinero para un viaje de estudios por Europa en verano.

Y ¿qué estudiaba? La asignatura principal era inglés. Y ¿qué haría cuando terminara? No estaba seguro. Publicidad, quizás, o un trabajo editorial. Sus planes para el futuro parecían inciertos aún.

Hablaron de chicas:

—Estoy harto de esas chicas de la Universidad —dijo—. Tan poco maduras… Todo se lo toman demasiado en serio. —Ellen pensó que éste podía ser un buen principio, algo que llevara directamente al punto deseado—. Le dan demasiada importancia al sexo. Mientras nos gustemos mutuamente, ¿qué mal hay en acostarse juntos? —Sin embargo, no parecía hablar con sinceridad. Había algo que le preocupaba. Sopesaba cuidadosamente sus palabras, haciendo girar el borde de la tercera copa entre sus dedos, largos e inquietos—. A veces, una de ellas se agarra a tu cuello —siguió, nublados los azules ojos— y no puedes quitártela de encima —tenía la vista clavada en sus manos—. No, sin organizar un lío muy gordo…

Ellen cerró los ojos; sus manos estaban húmedas sobre la mesa.

—Desde luego, siento que sean así —siguió diciendo él—; pero también tiene uno que pensar en sí mismo.

—¿De quién hablas? —preguntó, sin abrir los ojos.

—De esas personas que van colgándose del cuello de los demás. —Su mano golpeó fuertemente contra la mesa. Ellen abrió los ojos. Powell, sonriendo, sacaba un cigarrillo de un paquete recién abierto—: Mi problema es que bebo demasiado whisky —dijo. Su mano, que le ofrecía una cerilla encendida, temblaba—. Hablemos de ti.

Se inventó una historia sobre una escuela de secretarias en Des Moines, dirigida por un viejo francés que andaba detrás de todas las muchachas. Cuando terminó, Powell dijo:

—Mira, vámonos de aquí.

—¿A algún otro sitio?

—Si lo deseas… —dijo él, sin demasiado entusiasmo.

Ellen cogió el abrigo.

—Si no te importa, preferiría no hacerlo. Me levanté muy temprano esta mañana.

—De acuerdo —dijo Powell—. Te acompañaré hasta la puerta. —La pícara sonrisa que iniciara la tarde, reapareció de nuevo.

Se detuvo, con la espalda apoyada en la puerta de su habitación, la llave del hotel en la mano:

—Muchísimas gracias —dijo—. Fue una noche muy agradable.

Los brazos de Powell, enfundados ya en el abrigo, la rodearon. Sus labios se acercaron a los de Ellen, pero ella se apartó, de modo que el beso sólo le alcanzó la mejilla.

—No seas tan sosa —dijo él francamente. Le cogió la barbilla con la mano y la besó en la boca, intensamente—. Entremos… para fumar un último pitillo.

Ellen agitó la cabeza.

—Ewie… —la mano de Powell estaba en su hombro.

Agitó de nuevo la cabeza:

—Sinceramente, estoy muerta de cansancio. —Era una negativa, pero el tono de su voz implicaba que quizá las cosas fueran distintas otra noche.

La besó por segunda vez, y de nuevo le rechazó:

—Por favor…, alguien podría… —Aún estrechándola entre sus brazos, se apartó sonriendo y la miró. Ellen le devolvió la sonrisa, tratando de repetir la misma amplia sonrisa que le desconcertara en el «Drugstore».

Logró el efecto deseado. Fue como tocar un alambre cargado de electricidad con un nervio al descubierto. La sombra volvió a cubrir su rostro.

La abrazó de nuevo, reteniéndola entre sus brazos, hundiendo la cabeza en su hombro, como para evitar ver su sonrisa.

—¿Todavía sigo recordándote a aquella chica? —preguntó ella. Y agregó luego—: Apuesto que fue otra con la que sólo saliste una vez.

—No —dijo él—. Salí con ella durante mucho tiempo. —Se echó atrás—. ¿Y quién dice que voy a salir contigo sólo una vez? ¿Tienes algo que hacer mañana por la noche?

—No.

—¿El mismo sitio, a la misma hora?

—Si lo deseas…

La besó en la mejilla, y luego la brazo de nuevo.

—¿Qué sucedió? —preguntó ella.

—¿A qué te refieres? —la voz vibraba contra la frente de Ellen.

—Aquella chica. ¿Por qué dejaste de salir con ella? —trataba de que sus palabras sonaran ligeras, casuales—. Tal vez pueda aprovecharme de sus errores.

—¡Oh! —hubo una pausa; Ellen miraba la solapa de la chaqueta, como si contara los hilos del tejido—. Fue como te dije antes… el asunto se complicó demasiado. Había que acabar con ella —le oyó aspirar profundamente el aire—. Era una muchacha muy infantil —añadió.

Al cabo de un instante, Ellen hizo un movimiento para retirarse:

—Creo que sería mejor que…

La besó de nuevo, un largo beso. Ella cerró los ojos, sintiendo náuseas.

Soltándose de su abrazo, se volvió y metió la llave en la puerta, sin mirarlo.

—Mañana por la noche a las ocho —dijo Powell. Ella tuvo que volverse para recoger su abrigo, y él no evitó su mirada—. Buenas noches, Ewie.

Abrió la puerta y se forzó a entrar con la sonrisa en los labios.

—Buenas noches. —Después cerró con firmeza.

Estaba todavía inmóvil junto a la cama, aún con el abrigo en las manos, cuando sonó el teléfono unos minutos más tarde. Era Gant.

—Veo que vuelves muy tarde…

Suspiró:

—Es un alivio hablar contigo.

—¡Bien! —dijo él, insistiendo en la palabra—. ¡Bien, bien, bien! Veo que mi inocencia ha quedado totalmente aclarada y conclusivamente establecida.

—Sí. Powell es el que salía con ella. Y tengo razón en creer que no fue suicidio. Sé que la tengo. No hace más que hablar de chicas que se cuelgan del cuello de un hombre y se toman las cosas demasiado en serio, y lo complican todo demasiado, y cosas así. —Las palabras le salían rápidamente, liberada al fin de la tensión de la conversación dirigida con tanto cuidado.

—¡Santo cielo! Tu eficiencia me deja asombrado. ¿Dónde conseguiste toda esa información?

—Él me la dio.

—¿Cómo?

—Lo encontré en el «Drugstore» donde trabaja. Ahora soy Evelyn Kittredge, secretaria sin empleo, de Des Moines, Iowa. Acabo de pasar la noche con él.

Hubo un largo silencio al otro extremo de la línea.

—Dilo todo —Gant hablaba con aire de cansancio—. ¿Cuándo planeas arrancarle una confesión escrita?

Le habló de la repentina depresión de Powell cuando pasaron ante el Edificio Municipal, repitiendo, lo más exactamente que pudo, las observaciones que hiciera el muchacho bajo la influencia de su compañía y del whisky.

Cuando Gant habló de nuevo, parecía muy serio:

—Escucha, Ellen, me parece que estás jugando con fuego…

—¿Por qué? Mientras crea que soy Evelyn Kittredge…

—Y ¿cómo sabes que lo cree? ¿Y si Dorothy le enseñó alguna foto tuya?

—Sólo tenía una, un grupo de nosotras tres, algo borrosa y con las caras en sombra. Si la vio, fue hace casi un año. No podría reconocerme en absoluto. Además, si sospechara quién soy, no creo que dijera las cosas que dijo.

—No, creo que no —admitió Gant de mala gana—. ¿Qué te propones hacer ahora?

—Esta tarde fui a la biblioteca, y leí todos los informes de los periódicos sobre la muerte de Dorothy. Había unos cuantos detalles que jamás se mencionaron, cosas pequeñas, como el color de su sombrero, y el hecho de que llevara guantes. Estoy citada otra vez con él mañana por la noche. Si puedo conseguir que empiece a hablar de su «suicidio», tal vez se le escape alguna de esas cosas que sólo podría saber de haber estado con ella.

—Pero no sería una prueba concluyente —dijo Gant—. Podría arreglarlo diciendo que estuvo en el edificio ese día y que la vio después de que…

—Yo no busco pruebas concluyentes. Todo lo que quiero es algo que impida que la policía piense que sólo soy una loca, de imaginación desbordada. Si puedo demostrar que estaba cerca de mi hermana en aquel momento, sería suficiente para que empezaran a investigar.

—Bien. ¿Quieres decirme cómo demonios esperas conseguir que hable con tanto detalle sin hacerle entrar en sospechas? No es un idiota, ¿verdad?

—Tengo que probar —insistió—. ¿Qué otra cosa puedo hacer?

Gant meditó un momento.

—Verás, yo tengo un viejo martillo de punta —dijo—. Podríamos darle un golpe en la cabeza, arrastrarle a la escena del crimen y hacer que cantara…

—¿Ves? —dijo Ellen en serio—. No hay otro modo de… —su voz se cortó.

—¿Hola?

—Aún estoy aquí —dijo ella.

—¿Qué ocurrió? Creí que nos habían cortado.

—Sólo estaba pensando.

—¡Oh! Mira, en serio, ten cuidado… ¿quieres? Y, si es posible, llámame mañana por la noche sólo para hacerme saber dónde estás y cómo van las cosas.

—¿Por qué?

—Para estar más seguro.

—Él cree que yo soy Evelyn Kittredge.

—De todas formas, llámame. Eso no te hará daño. Además, me salen canas con facilidad.

—De acuerdo.

—Buenas noches, Ellen.

—Buenas noches, Gordon.

Dejó el teléfono y quedó sentada en la cama, mordiéndose el labio inferior y golpeando con los dedos, como hacía siempre que estaba dándole vueltas a una idea.