—¿Diga? —era la voz de una mujer.
—Hola —dijo Ellen—. ¿Está Dwight Powell?
—No. No está.
—¿Cuándo espera que vuelva?
—No podría decírselo con seguridad. Sé que trabaja en casa de Folger entre clases, y cuándo sale de la Universidad, pero ignoro hasta qué hora trabaja.
—¿Es usted su patrona?
—No, soy la nuera de la patrona, que viene a limpiar. La señora Honing está en Iowa City, a causa del pie. Se lo cortó la semana pasada. Y se le ha infectado. Mi marido tuvo que llevarla a Iowa.
—¡Oh!, lo siento.
—Si quiere algún recado, para Dwight, puedo dejarle una nota.
—No, gracias. Tengo clase con él dentro de un par de horas, y entonces lo veré. No era nada importante.
—De acuerdo. Adiós.
—Adiós.
Ellen colgó. Desde luego no iba a esperar para hablar con la patrona. Ya estaba más o menos convencida de que Powell era el hombre que saliera con Dorothy. Y comprobarlo con la patrona sólo sería una formalidad, una comprobación oficial que podía obtener, con la misma facilidad, preguntándoselo a los amigos de Powell. O incluso a éste…
Se preguntó qué clase de lugar sería ése donde él trabajaba. Casa de Folger. Tendría que estar cerca del recinto universitario, si iba allí en sus horas libres, entre las clases. Si era una tienda donde servía a los clientes…
Cogió el listín telefónico. Buscó la F. y repasó los nombres.
Folger, Drugstore. Avenida Universidad, 1448… 2-3500.;
Estaba entre las calles 28 y 29, al otro lado de la avenida frente al campus. Una estructura de ladrillos, con un gran letrero verde colocado sobre la puerta: Drugstore de Folger, y, con letras más pequeñas, Prescripciones, y, aún más pequeñas, café. Se detuvo ante el cristal del escaparate y se arregló el flequillo. Enderezándose, como si se dispusiera a salir a escena, empujó la puerta y entró.
El café estaba a la izquierda: espejos, cromo, mármol gris, y, frente a ella, una fila de taburetes redondos de cuero rojo. Todavía no era mediodía; así que sólo algunas personas estaban sentadas en un extremo.
Dwight Powell estaba tras el mostrador, con una chaqueta de faena blanca y un gorrito blanco montado sobre las ondas de su fino cabello rubio, como un barco medio sumergido. El rostro, de mandíbula cuadrada, era alargado, y llevaba bigote, una fina línea cuidadosamente recortada de pelitos casi incoloros, sólo visibles cuando la luz brillaba sobre ellos, rasgo que al parecer se había añadido algún tiempo después de hacerse la fotografía que le mostrara el decano. Powell estaba sirviendo nata, de un recipiente de metal, sobre un helado de aspecto pesado. Había cierta tristeza en sus labios, que dejaba bien claro que le disgustaba el trabajo.
Ellen caminó hasta el extremo más alejado del mostrador. Al pasar ante Powell, que colocaba en ese instante el helado frente a un cliente, pudo observar que la miraba. Siguió adelante, sin mirar a nadie, hasta la parte vacía. Quitándose el abrigo, lo dobló y lo dejó con el bolso en uno de los taburetes vacíos, sentándose en el siguiente. Con las manos apoyadas en el frío mármol, examinó su imagen en la pared de espejo que tenía frente a ella. Después soltó el mármol, bajó las manos al borde de su jersey azul, y se lo estiró.
Powell se aproximó tras el mostrador. Puso un vaso de agua y una servilleta de papel ante ella. Sus ojos eran de un azul profundo, pero la piel, bajo los ojos, tenía sombras grises.
—¿Sí, señorita? —dijo en voz baja. Sus ojos se cruzaron y él bajó los suyos momentáneamente.
Ellen miró la pared y los dibujos de los bocadillos. La parrilla estaba inmediatamente enfrente:
—Una hamburguesa con queso —dijo, mirándolo; sus ojos volvían a estar clavados en ella—. Y una taza de café.
—Hamburguesas con queso, y café —repitió él, y sonrió. Fue una sonrisa cortés, que se desvaneció rápidamente, como si sus músculos faciales no estuvieran acostumbrados a ese ejercicio. Se volvió y abrió una alacena, bajó la parrilla, sacando una porción de carne, picada en un trozo de papel encerado. Cerrando la puertecita de golpe, lanzó la carne sobre la parrilla y le quitó todo el papel. La carne empezó a freírse. Cogió un bollito de pan de un estante, junto a la parrilla y lo abrió limpiamente en el centro con un gran cuchillo. Ella observaba su rostro en el espejo. Powell alzó los ojos y le sonrió de nuevo, sonrisa que ella devolvió débilmente, como diciendo: «No estoy interesada, pero tampoco completamente desinteresada». Powell puso las dos mitades del bollo, por su parte inferior, junto a la hamburguesa y se volvió a Ellen.
—¿El café, ahora o más tarde?
—Ahora, por favor.
Sacó una taza, un platillo y una cucharilla del mostrador. Lo dispuso ante ella y luego se alejó unos pasos para volver con una cafetera de cristal. Sirvió lentamente el líquido en la taza.
—¿Asiste usted a Stoddard? —le preguntó.
—No.
Dejó la cafetera en el mármol, y, con la mano libre, sacó un jarrito de nata de debajo del mostrador.
—¿Y usted? —preguntó Ellen.
Al extremo del mostrador, una cucharita sonó contra el cristal. Powell contestó la llamada, de nuevo con los labios apretados.
Estaba de regreso un minuto después y, cogiendo una espátula, le dio la vuelta a la hamburguesa. Abrió de nuevo la puertecilla y sacó una tira de queso americano, que puso sobre la carne. Se miraron en el espejo, mientras él disponía el bollo y un par de rodajas de pepinillo en un plato.
—Nunca ha estado aquí antes, ¿verdad? —le preguntó.
—No. Sólo llevo un par de días en Blue River.
—Ya. ¿Va a quedarse, o está de paso? —hablaba lentamente, como el que trata de dar un rodeo.
—Me quedaré, si puedo encontrar trabajo.
—¿Qué clase de trabajo?
—Secretaria.
Se volvió en redondo, la espátula en una mano y el plato en la otra.
—Eso debe ser sencillo de encontrar.
—¡Ja! —exclamó ella.
Hubo una pausa.
—¿De dónde viene?
—Des Moines.
—Sería más sencillo encontrar trabajo allí que aquí.
Ellen negó con la cabeza:
—Todas las chicas que buscan trabajo van a Des Moines.
Volviéndose hacia la parrilla, alzó la hamburguesa con la espátula y la metió en el bollo. Colocó el plato ante ella y sacó una botella de salsa de tomate de debajo del mostrador:
—¿Tiene parientes aquí?
Volvió Ellen a negar:
—No conozco ni a un alma en la ciudad. Excepto a la mujer de la agencia de empleos.
De nuevo sonó una cucharilla contra el cristal, al otro extremo del mostrador.
—¡Maldita sea! —murmuró él—. ¿No le gustaría mi trabajo? —se alejó rápidamente.
Volvió a los pocos minutos y empezó a rascar la superficie de la plancha con el borde de la espátula:
—¿Qué tal la hamburguesa?
—Estupenda.
—¿No quiere otra cosa? ¿Algo más de café?
—No, gracias.
La plancha estaba perfectamente limpia, pero seguía frotándola mirando a Ellen por el espejo. Ella se limpió los labios con la servilleta.
—La nota, por favor —dijo.
Se volvió Powell, sacando un lápiz y una libreta verde del cinturón.
—Mire —dijo, sin alzar la vista de lo que escribía—. Esta noche ponen una buena película antigua en el «Paramount»: Horizontes perdidos. ¿Le gustaría verla?
—Yo…
—Dijo que no conocía a nadie en la ciudad.
Pareció dudar por un instante.
—De acuerdo —dijo al fin.
Alzó él la cabeza y sonrió, esta vez sin esfuerzo alguno:
—Magnífico. ¿Dónde puedo reunirme con usted?
—En el «New Washington». En el vestíbulo.
—A las ocho, ¿de acuerdo? —arrancó la hojita—. Mi nombre es Dwight. Como Eisenhower. Dwight Powell. —La miró, aguardando.
—El mío es Evelyn Kittredge.
—Vaya —dijo él, sonriendo. Ella le lanzó también una amplia sonrisa. Algo pareció brillar en el rostro de Powell… ¿Sorpresa? ¿Un recuerdo?
—¿Qué pasa? —preguntó Ellen—. ¿Por qué me mira así?
—Su sonrisa —dijo él, inquieto—. Exactamente igual a la de una chica con la que yo solía…
Hubo una pausa, luego Ellen dijo decisivamente:
—Joan Bacon, o Bascomb, o algo así. Apenas llevo dos días en esta ciudad, y ya me han dicho dos personas que me parezco a esa Joan…
—No —dijo Powell—. El nombre de esa chica era Dorothy —dobló la nota—. Yo le invito este almuerzo. —Agitó la mano, tratando de llamar la atención de la cajera. Inclinando la cabeza, señaló la nota, después a Ellen y a él mismo, y luego se metió el papelito en el bolsillo—. Ya está.
Ellen se había puesto ya de pie, poniéndose el abrigo.
—A las ocho en el «New Washington» —reiteró Powell—. ¿Es ahí donde se aloja?
—Sí —se forzó a sonreír; podía seguir el curso de sus pensamientos: una chica que acepta fácilmente una cita, extraña en la ciudad, viviendo en un hotel…—. Gracias por el almuerzo.
—De nada.
Recogió el bolso.
—Hasta la noche, Evelyn.
—A las ocho en punto —inició la marcha y caminó hacia la parte delantera de la tienda, obligándose a caminar lentamente, sintiendo sus ojos en la espalda. En la puerta se volvió. Él alzó una mano y sonrió. Ellen le devolvió el gesto.
Una vez fuera, comprobó que le flaqueaban las rodillas.