4

—¿Quiere decir… quiere decir que realmente es su prima? —preguntó la señora Arquette desmayadamente.

—Querida señora —dijo Gant, pasando a la izquierda de Ellen—, ¡pero si echamos los dientes juntos! —dio unos golpecitos en el hombro de la muchacha—. ¿No fue así, Hester?

Lo miró inquisitivamente, con el rostro sonrojado y la boca seca. Su mirada pasó después a la patrona, a la izquierda de la mesa, al vestíbulo, al abrigo y al bolso que llevaba en las manos… Se lanzó hacia la derecha, salió corriendo alrededor de la mesa y atravesó la puerta y el vestíbulo sin dejar de oír a la patrona que gritaba:

—¡Se escapa!

Y a Gant, que salía tras ella diciendo:

—¡Tengo una familia de chiflados!

Abriendo como pudo la puerta principal, echó a correr fuera de la casa, vacilando al pisar el ruinoso sendero de cemento. Una vez en la acera se volvió a la derecha e inició la marcha a largos pasos, luchando por ponerse el abrigo. ¡Oh, Dios mío! Lo había estropeado todo. Apretó los dientes, sintiendo la presión de las lágrimas en sus ojos. Gant se puso a su lado, e igualó el paso con el de ella, gracias a sus largas piernas. Ellen lanzó una mirada de furia al sonriente rostro, y luego clavó la vista en el frente, todo su ser ardiendo de rabia contra ella misma y contra él.

—¿No va a darme la contraseña? —preguntó Gant—. Se supone que ha de meterme un mensaje en la mano y decirme algo así como «La paz del Sur». ¿O es que esos pesados de uniforme azul la han estado siguiendo todo el día y ha buscado refugio en la primera casa que ha visto? Tampoco a mí me gusta demasiado la policía, así que, sea lo que sea… —Ella seguía caminando, en un áspero silencio—. ¿Ha leído alguna vez las historias de «El Santo»? Yo solía hacerlo. El viejo Simón Templar siempre estaba tropezando con hermosas mujeres, que se conducían de modo bastante extraño. Una vez, una de ellas se llegó nadando hasta su yate, en medio de la noche. Dijo que era una profesional de la natación que se había vuelto loca, creo. Resultó ser una investigadora de seguros —la cogió del brazo—. Prima Hester, tengo la más insaciable curiosidad…

Se soltó furiosa. Habían llegado a un cruce de avenidas, y, casi frente a ellos, se detenía un taxi. Le hizo señas, y el coche inició la vuelta.

—Era una broma —dijo secamente—. Lo siento. Lo hice por una apuesta.

—Eso es exactamente lo que la chica del yate dijo a «El Santo» —su rostro se puso serio—. Una broma es una broma, pero ¿y todas esas preguntas sobre mi sórdido pasado?

El taxi se detuvo ante ellos. Ellen intentó abrir la puerta, pero Gant la retuvo firmemente, cogiéndole el brazo.

—Mira, prima, no te dejes engañar por mi gracioso monólogo… No estoy bromeando.

—Por favor —suplicó agotada, intentando abrir la puerta.

La cabeza del taxista apareció en la ventanilla, mirándolos y captando la situación.

—¡Eh, oiga usted…! —dijo. Su voz tenía un tono amenazador.

Con un suspiro, Gant soltó la puerta. Ellen la abrió, se metió a toda prisa y la cerró. Se retrepó en el suave y gastado cuero del asiento. Gant estaba inclinado, con las manos en la puerta, mirándola a través del cristal como si intentara memorizar los detalles de su rostro. Apartó la vista.

Esperó hasta que el taxi se hubo alejado de la acera para darle al taxista su dirección.

Unos diez minutos después llegaba al hotel New Washington, donde tomara una habitación antes de visitar al decano. Fueron diez minutos de morderse los labios y fumar nerviosamente, y hacerse amargos reproches, liberándose al fin de la tensión que había ido creciendo antes de la llegada de Gant, y que la extraña conducta de éste no había venido a mejorar. «¡Prima Hester!» ¡Oh, realmente había armado un buen lío! Se había quedado sin armas, y sin conseguir nada a cambio. Todavía ignoraba si él era o no el hombre que buscaba; se había cerrado por completo la puerta para seguir investigando con su patrona. Si ahora resultaba que Powell no era el hombre, lo cual demostraba que Gant sí lo era, ya podía abandonarlo todo y volver a Caldwell, porque si… —siempre el gran «si»— si Gant había asesinado a Dorothy, ahora estaría en guardia, puesto que ya la conocía y sabía lo que buscaba, por las preguntas que le hiciera a la señora Arquette. Un criminal en guardia, dispuesto quizás a matar de nuevo. No se arriesgaría a mezclarse en eso… No, puesto que él ya le había visto el rostro. Mejor vivir con la duda que morir con la certeza. Su único recurso sería ir a la policía, pero seguía sin poder ofrecerles otra cosa que «algo viejo, algo nuevo…», de modo que ellos inclinarían solemnemente la cabeza y la harían salir cortésmente de la comisaría.

¡Oh, sí que había empezado bien!

La habitación del hotel tenía las paredes beige, y un mobiliario marrón de mala calidad, y el mismo aire de cosa transitoria e impersonal que la pastilla de jabón en miniatura del cuarto de baño. La única señal de su ocupante era la maleta con las etiquetas de Caldwell en el taburete, al pie de la cama.

Después de colgar el abrigo en el armario, Ellen se sentó ante la mesa-escritorio, junto a la ventana. Sacó de su bolso la estilográfica y la carta para Bud. Mirando el sobre, dirigido ya, pero aún no cerrado, dudó entre si debía mencionar, aparte del relato de la entrevista con el decano Welch, la historia de su fracaso con Gant. No… Si Dwight Powell resultaba ser el hombre, entonces el asunto de Gant no significaba nada. Debía ser Powell. No Gant, se dijo… No con aquella alegre personalidad. Pero, ¿qué había dicho él?: «No te dejes engañar por mi gracioso monólogo. No estoy bromeando…»

Hubo una llamada a la puerta. Ella saltó, nerviosa:

—¿Quién es?

—Toallas —contestó una voz femenina.

Ellen cruzó la habitación y sujetó la manilla:

—Yo… no estoy vestida. ¿No podría dejarlas fuera, por favor?

—De acuerdo —dijo la voz.

Todavía permaneció allí dos minutos más, oyendo unos pasos que se alejaban por el corredor y el sonido del ascensor que bajaba al vestíbulo, mientras la manilla iba humedeciéndose con el sudor de su mano. Finalmente sonrió ante su nerviosismo, se imaginó mirando bajo la cama, como la típica solterona antigua, antes de dormir. Abrió la puerta.

Gant la sujetó con el codo, mientras su hermosa cabeza se apoyaba en su mano.

—¡Hola, prima Hester! —dijo—. Creo que ya te mencioné mi insaciable curiosidad. —Ella intentó cerrar la puerta, pero su pie se lo impedía y de modo irremediable. Gant sonrió—. ¡Qué divertido! «Siga a ese taxi» —su mano derecha describió una ruta en zigzag—. Como en las películas de la Warner Brothers. El conductor se divirtió tanto que casi me devolvió la propina. Le dije que acababas de abandonarme para siempre.

—¡Váyase! —susurró ella furiosa—. Llamaré al encargado del hotel…

—Mira, Hester —desapareció la sonrisa—, creo que podría hacer que te arrestaran por invasión ilegal de mi casa, por querer pasar por prima mía, o algo así, de modo que, ¿por qué no me invitas a entrar, para que charlemos un poquito? Si estás preocupada por lo que vaya a pensar el botones, puedes dejar la puerta abierta. —Con suavidad, pero también con firmeza, impulsó la puerta, obligándola así a retroceder un paso—. Sé buena chica —dijo al entrar; miró su vestido, con exagerada desilusión—. «No estoy vestida», dice la chica. Debería haber sabido que eres una empedernida embustera —caminó hacia el lecho y se sentó en el borde—. Bien, por el amor de Dios, ¡deja de temblar! No voy a comerte.

—¿Qué… qué es lo que quiere?

—Una explicación.

Ellen dejó la puerta abierta de par en par, pero se quedó allí de pie, como si la habitación fuera de Gant y ella la visitante.

—Es muy sencillo. Escucho su programa todas las noches…

Él miró la maleta.

—¿En Wisconsin?

—Sólo está a ciento sesenta kilómetros. Allí cogemos al K.B.R.I. De verdad.

—Adelante.

—Le escucho a diario y me gusta mucho su programa… Como estaba en Blue River, pensé que sería agradable conocerle.

—Y, cuando me conoces, echas a correr.

—Bueno, ¿qué hubiera hecho usted? Yo no lo planeé de ese modo. Simulé ser su prima porque… porque quería conseguir información sobre usted… la clase de chicas que a usted le gustan…

Frotándose la mandíbula con aire de duda, Gant se puso en pie:

—¿Cómo conseguiste mi número de teléfono?

—Por el directorio de estudiantes.

Se trasladó al pie de la cama y tocó la maleta.

—Si estudias en Caldwell, ¿cómo conseguiste un directorio en Stoddard?

—De una de las chicas de aquí.

—¿Quién?

—Annabelle Koch. Es amiga mía.

—Annabelle… —había reconocido el nombre; miró a Ellen con aire incrédulo—. Oye, ¿es verdad todo esto?

—Sí —se miró las manos—. Sé que fue una cosa estúpida… pero me gustaba tanto su programa…

Cuando alzó la vista de nuevo, él estaba junto a la ventana.

—De todas las cosas estúpidas e idiotas… —y de pronto se quedó mirando el vestíbulo, por encima de su cabeza. Ellen se volvió. No había nada extraordinario que ver. Volvió la vista a Gant, que ahora le daba la espalda, vuelto hacia la ventana—. Bien, Hester, ésa fue una explicación muy aduladora para mí —dijo, sacando la mano del interior de la chaqueta—. La recordaré siempre. —Miró la puerta del cuarto de baño, entreabierta—. ¿Te importa si utilizo el servicio? —preguntó.

Y, antes de que ella pudiera decir nada, se había metido en el cuarto de baño y cerrado la puerta. Se oyó el ruido del pestillo al correrse.

Ellen miró la puerta, desconcertada, preguntándose si Gant habría creído lo que le dijo. Las rodillas le temblaban. Aspirando profundamente, cruzó la habitación, se acercó al escritorio y cogió un cigarrillo del bolso. Tuvo que encender dos cerillas antes de conseguir encenderlo, y, entonces, se quedó mirando por la ventana, haciendo rodar nerviosamente la pluma por encima de la mesa, en la que no había nada excepto el bolso. Nada… la carta… ¡la carta para Bud! Gant había estado de pie junto a la mesa, y la había engañado, haciéndola mirar hacia el vestíbulo, y entonces, al volverse, él estaba mirando por la ventana y sacaba la mano del interior de la chaqueta…

Frenéticamente, llamó a la puerta del cuarto de baño:

—¡Deme la carta! ¡Démela!

Varios segundos pasaron antes de que Gant, en voz muy baja, dijera:

—Mi curiosidad es especialmente insaciable en lo que se refiere a primas e historias falsas.

Se quedó ante la puerta, con una mano en la jamba y el abrigo en la otra, pasando la vista del cuarto de baño, cerrado aún, al vestíbulo, y sonriendo estúpidamente a los ocasionales huéspedes que pasaban. Un botones le preguntó si había algo en que pudiera servirle. Negó con un movimiento de cabeza.

Al fin salió Gant. Cuidadosamente metió de nuevo la carta en el sobre. Después lo dejó en el escritorio.

—Bien —dijo; contempló a la muchacha, que parecía dispuesta a huir—. Bien —sonrió, un poco incómodo—. Como dijo mi abuela, cuando un hombre llamó por teléfono y preguntó por Lana Turner: «Muchacho, te has equivocado de número».

Ellen no se movió.

—Mira —siguió él—, yo ni siquiera la conocía. La saludé tan sólo un par de veces. Había otros muchachos rubios en aquella clase. Ni siquiera supe su nombre hasta que apareció la foto en los periódicos. El profesor siempre tomaba la asistencia mirando los asientos ocupados. Ni siquiera sabía su nombre.

Ellen no se movió.

—Bueno, por el amor de Dios. Si vas a echar a correr como si quisieras ganar una carrera, el abrigo te estorbará.

Ellen no se movió.

Con dos pasos rápidos, Gant se acercó a la mesita de noche, cogió la Biblia y alzó la mano derecha:

—Te juro sobre la Biblia que jamás salí con tu hermana, ni le dije más de un par de palabras… o cualquier cosa. —Dejó la Biblia de nuevo—. ¿Bien?

—Si Dorothy fue asesinada —dijo ella—, el hombre que lo hizo juraría sobre una docena de Biblias. Y si pudo convencerla de que la quería, es que era un buen actor, además.

Gant alzó los ojos al cielo, y extendió las manos como si se dispusiera a ser esposado:

—Está bien. Me dejaré prender sin resistencia.

—Me alegro de que lo tomes a broma.

Bajó las manos:

—Lo siento —dijo sinceramente—. Pero, ¿cómo diablos voy a convencerte de que…?

—No puedes —dijo Ellen—. Así que ya puedes irte.

—Había otros chicos rubios en la clase —insistió él. Empezó a contar con los dedos. Había uno con el que ella salía frecuentemente: una barbilla a lo Cary Grant, alto…

—¡Dwight Powell!

—Exacto —se detuvo en seco—. ¿También lo tienes en la lista?

Ellen vaciló un instante, después asintió:

—¡Pues ése es!

Lo miró con sospecha.

Él alzó las manos:

—De acuerdo. Me rindo. Pero ya lo verás, tiene que ser Powell —se dirigió a la puerta; Ellen retrocedió hacia el vestíbulo—. Me gustaría dejarte sola, como sugeriste —dijo Gant con aire burlón.

Salió al vestíbulo.

—A menos que quieras que siga llamándote Hester, deberías decirme cuál es realmente tu nombre.

—Ellen.

Gant no parecía muy dispuesto a irse.

—¿Qué vas a hacer ahora?

Al cabo de un instante, contestó:

—No lo sé.

—Si vas a meterte en casa de Powell, no hagas una comedia como la de esta tarde. Quizás él no sea el tipo adecuado para andar bromeando.

Ellen inclinó la cabeza.

Gant la miró de arriba abajo.

—Una muchacha, con una misión… —murmuró—. Jamás pensé que viviría para ver este día —inició la marcha y luego se volvió—. ¿No te gustaría que te ayudara como Watson, verdad?

—No, gracias —dijo ella—. Lo siento, pero…

Se encogió de hombros y sonrió:

—Ya supuse que mis credenciales no estarían en orden. Bien, buena suerte… —dio media vuelta y cruzó el vestíbulo.

Ellen volvió a entrar en la habitación y cerró lentamente la puerta.

… Son ahora las 7,30, Bud, y estoy cómodamente instalada en una habitación muy agradable en el New Washington… Acabo de cenar, y ahora voy a tomar un baño y dar por terminado un día muy completo.

Pasé la mayor parte de la tarde en la sala de espera del decano de los estudiantes. Cuando al fin logré verle, le conté una historia fabulosa sobre una deuda impagada que Dorothy tenía con un hermoso rubio de su clase de inglés, del pasado otoño. Después de mucho rebuscar en los informes y examinar toda una colección de fotos de los formularios de solicitud, llegamos al hombre: señor Dwight Powell, de la calle 35 Oeste, 1520, para el cual se inicia la temporada de caza mañana por la mañana.

¿Qué te parece esto como un buen comienzo? ¡Nunca subestimes el poder de una mujer!

Con cariño,

Ellen

A las ocho en punto se detuvo mientras se vestía, y arrojó una moneda en el aparato de radio de la mesilla de noche. Empujó el botón marcado K.B.R.I. Hubo un breve zumbido y luego, suave y sonora, la voz de Gant llenó la habitación: «… Otra temporada con el Lanzador de Discos, o, como dice nuestro jefe: “Salte y baile con Gordon Gant”, lo cual es una muestra de las limitaciones de una educación puramente científica. Vamos con la agenda. El primer disco de la tarde es antiguo, y está dedicado a la señorita Hester Holmes, de Wisconsin…»

Se escuchó en la radio la introducción orquestal de ritmo totalmente pasado de moda, que dio paso a las notas de la canción y a una voz infantil y dulzona:

Abróchate él abrigo cuando sopla el viento. Y cuídate mucho, porque me perteneces…

Sonriendo, Ellen entró en el cuarto de baño. Las paredes de baldosas resonaban con el ruido del agua al caer en la bañera. Se quitó las zapatillas y colgó la bata en una percha detrás de la puerta. Después se inclinó y cerró los grifos. En el repentino silencio, la voz dulzona le llegó desde el dormitorio:

No te sientes en la colita de una avispa. ¡Oh! ¡Oh!

Ni en unos clavos. ¡Oh! ¡Oh!

Ni en los rieles. ¡Oh! ¡Oh!