Su almuerzo, que tomó en un pequeño restaurante, al otro lado de la calle, frente a la Universidad, fue algo rápido y mecánico, ya que en su mente luchaban encontrados pensamientos. ¿Cómo empezar? ¿Con unas cuantas preguntas discretas a sus amigos? Pero ¿qué pasos debía seguir? ¿Vigilar a cada uno de los dos, saber la identidad de sus amigos, hacer amistad con ellos, hablar a los que lo hubieran conocido el año pasado? Tiempo…, tiempo…, tiempo… Si se quedaba en Blue River demasiado tiempo, quizá Bud llamaría a su padre. Sus dedos golpearon impacientes en la mesa. ¿Quién podría hablar con seguridad sobre Gordon Gant y Dwight Powell? Sus familias. O, si eran de fuera de la ciudad, la patrona, o un compañero de habitación. Sería muy impetuoso ir directamente al centro del asunto, a las personas más cercanas a ellos, pero, en cambio, no perdería el tiempo… Se mordió el labio inferior, mientras sus dedos seguían golpeando la mesa.
Al cabo de un minuto dejó la taza de café, a medio terminar, se levantó de la mesa y se dirigió a la cabina del teléfono. Algo titubeante, repasó las páginas del pequeño directorio de Blue River. No había ningún Gant; ni ningún Powell en la calle treinta y cinco. Eso significaba que ninguno de los dos tenía teléfono, lo que parecía improbable, o que vivían alojados con otra familia.
Llamó a información, y obtuvo el número del teléfono de la Calle Veintiséis Oeste: 2-2014.
—¿Diga? —era la voz de una mujer; una voz seca, de mediana edad.
—Hola —tragó saliva—. ¿Está Gordon Gant?
Una pausa:
—¿Quién llama?
—Una amiga suya. ¿Está en casa?
—No —la respuesta fue brusca.
—¿Quién habla?
—Su patrona.
—¿Cuándo espera que vuelva?
—No volverá hasta muy tarde, esta noche —la voz era rápida, disgustada. Hubo un clic cuando colgó el teléfono.
Ellen miró el receptor, mudo ahora, y lo colgó en el gancho. Cuando volvió a la mesa, el café estaba frío.
Estaría todo el día fuera. ¿Iría allí…? Una simple conversación con la patrona podría aclarar, quizás, si había sido Gant el que saliera con Dorothy. O, por eliminación, tal vez demostrara que había sido Powell. Hablar con la patrona… pero ¿con qué pretexto?
¡Vaya, pues cualquiera! Mientras la mujer lo creyera, ¿qué daño podía hacer la más estúpida historia… aun cuando su falsedad se le revelara claramente a Gant cuando la mujer se lo comunicara? O bien no era el hombre, en cuyo caso tanto daba que se preguntara en vano por la misteriosa investigadora que pretendía ser una amiga o una pariente suya, o bien sí era el hombre, en cuyo caso: A) No había matado a Dorothy; entonces también podía preocuparse lo que quisiera por la misteriosa investigadora; o B) Si había matado a Dorothy… y la historia de una chica que buscaba información acerca de él le haría sentirse inquieto. Sin embargo, su inquietud no estorbaría los planes de Ellen, pues, si llegaba a conocerlo más tarde, no tendría él razón alguna para asociarla con la muchacha que interrogara a su patrona. O, si se inquietaba, tal vez eso le resultara útil, pues estaría nervioso, y, por tanto, habría más probabilidades de que se traicionara. Vaya, hasta podría asustarse y dejar la ciudad… y eso sería todo lo que Ellen necesitaría para convencer a la policía de que había buena razón para sus sospechas. Ellos investigarían, encontrarían pruebas…
Ir directa al nudo de la cuestión. ¿Impetuosa? Si bien se pensaba en ello, realmente era la cosa más lógica que podía hacer.
Miró el reloj. La una y cinco. Su visita no debería seguir demasiado de cerca a la llamada telefónica, o quizá la patrona relacionaría las dos cosas y entraría en sospechas. Obligándose a recostarse en la silla, Ellen captó la mirada de la camarera y le pidió otra taza de café.
A las dos menos cuarto se hallaba ya en la manzana de los números del 1300 en adelante de la Calle Veintiséis Oeste. Era una calle tranquila, silenciosa, con casas no demasiado flamantes, de dos pisos, tras unos pequeños cuadros de césped, endurecido aun por el invierno. Antiguos Fords y Chevrolets se alineaban inmóviles junto a la acera, unos envejeciendo con naturalidad, otros tratando de aparentar una inexistente juventud con pinturas de aficionados, de brillantes colores pero sin estilo. Ellen caminó con la forzada lentitud de la que quiere aparentar desinterés. El sonido de sus tacones era lo único que se escuchaba en el quieto aire.
La casa donde vivía Gant, el 1312, era la tercera de la esquina. De color mostaza, con los bordes de color chocolate rancio. Después de mirarla por un momento, Ellen recorrió el estropeado sendero de cemento que cortaba en dos el moribundo césped y llevaba al porche. Leyó allí la placa con el nombre, en el buzón fijado a uno de los postes. Señora Minna Arquette. Se detuvo ante la puerta. El llamador era muy anticuado, una pieza de metal, en forma de abanico, que surgía en el centro de la puerta. Con una profunda inspiración le dio una rápida vuelta. La campanilla interior sonó a lo lejos. Aguardó.
Pronto se escucharon pasos en el interior, y luego se abrió la puerta. La mujer que apareció en el umbral era alta y delgada, con el pelo gris y rizado, muy echado sobre un rostro equino. Los ojos estaban colorados, poco sanos. Una bata de casa, bastante usada, colgaba de sus huesudos hombros. Miró a Ellen de arriba a abajo.
—¿Sí?
Era la voz, con acento de Medio Oeste, que le contestara al teléfono.
—Usted debe ser la señora Arquette —declaró Ellen.
—Exacto —la mujer inició una repentina sonrisa, mostrando unos dientes de artificial perfección.
Ellen le devolvió la sonrisa.
—Soy la prima de Gordon.
La mujer frunció las delgadas cejas.
—¿Su prima?
—¿No le dijo que yo vendría hoy?
—Claro que no. No dijo nada de una prima. Ni una palabra.
—Tiene gracia. Le escribí que pasaría por aquí. Estoy en camino a Chicago, y me desvié adrede con el fin de venir a Blue River y verle. Debe haberse olvidado de…
—¿Cuándo le escribió?
Ellen vaciló.
—Anteayer. El sábado.
—¡Oh! —volvió a aparecer la sonrisa—. Gordon sale de casa muy temprano por la mañana, y el primer correo no viene hasta las diez. Probablemente su carta estará aguardándole ahora en su habitación.
—Ya.
—En este momento…
—¿No podría entrar unos minutos? —le interrumpió Ellen con rapidez—. Me equivoqué de tranvía al salir de la estación, y he tenido que caminar unas diez manzanas.
La señora Arquette dio un paso hacia el interior de la casa:
—Desde luego. Entre.
—Muchísimas gracias —cruzó el umbral, entrando en un vestíbulo que también olía a rancio y (una vez que se cerró la puerta) débilmente iluminado.
Una escalera subía a lo largo del muro de la derecha. A la izquierda, un arco daba paso al salón, que tenía ese aire muerto de las habitaciones poco usadas.
—¿Señora Arquette? —llamó una voz, desde el fondo de la casa.
—¡Ya voy! —contestó ésta; se volvió a Ellen—. ¿Le importaría sentarse en la cocina?
—En absoluto —dijo.
Los dientes de la Arquette relucieron de nuevo, y pronto Ellen se vio siguiendo su alta figura por el vestíbulo, preguntándose por qué la mujer, tan agradable ahora, había estado tan irritable por teléfono.
La cocina estaba pintada del mismo color mostaza que el exterior de la casa. Había una mesa blanca, con la parte superior de porcelana, en el centro de la habitación, y un conjunto de anagramas expuesto sobre ella. Un hombre viejo y calvo, de gruesos lentes, estaba sentado en la mesa, sirviéndose el final de una botella de whisky en un jarro floreado que, en otro tiempo, contuviera queso.
—Éste es el señor Fishback, mi vecino —dijo la señora Arquette—. Jugamos a los anagramas.
—Cinco centavos cada palabra —añadió el viejo, alzándose las gafas para mirar a Ellen.
—Ésta es la señorita… —la señora Arquette se detuvo.
—Gant —dijo Ellen.
—La señorita Gant, la prima de Gordon.
—Encantado —dijo el señor Fishback—. Gordon es un buen chico. —Volvió a ponerse las gafas en su lugar, con los ojos vacilantes tras los cristales—. Es su turno —dijo a la señora Arquette.
Ésta se sentó frente a él.
—Siéntese —dijo a Ellen, indicándole una de las sillas vacías—. ¿Quiere algo de beber?
—No, muchas gracias —dijo Ellen, sentándose.
Se quitó el abrigo y lo dejó caer en el respaldo de la silla.
La señora Arquette miró la docena de letras vueltas sobre el círculo de madera negro.
—¿De dónde viene ahora? —preguntó.
—De California.
—No sabía que Gordon tuviera familia en el Oeste.
—No, yo sólo estaba de visita allí. Soy del Este.
—¡Oh! —la señora Arquette miró al señor Fishback—. Adelante, me rindo. No consigo combinar nada con esas letras.
—¿Es mi turno? —preguntó el viejo. Al decir ella que sí, y con una risita, el señor Fishback ordenó rápidamente las letras a la vista—. ¡Pues perdió! ¡Perdió! —dijo satisfecho—. AZUA. Es como azul, color mineral cuya base es el cobalto. —Recogió las letras y añadió la palabra a las otras que tenía en fila ante él.
—Eso no es justo —protestó la señora Arquette—. Ha tenido mucho tiempo para pensarlo, mientras yo estaba en la puerta.
—Mi turno es mi turno —declaró el señor Fishback.
Volvió hacia arriba dos letras más y las colocó en el centro del tablero.
—¡Oh, vamos, calle! —murmuró la señora Arquette reclinándose en la silla.
—¿Cómo está Gordon estos días? —preguntó Ellen.
—Pues muy bien —dijo la señora Arquette—. Ocupado como una abeja industriosa, con las clases y el programa.
—¿El programa?
—¿Acaso no sabe usted nada del programa de Gordon?
—Bueno, no he sabido de él durante algún tiempo…
—¡Vaya! Pero, ¡si ya lleva tres meses en ello! —la señora Arquette aspiró el aire, esponjándose de orgullo—. Pone discos, y habla. Un programa musical. «El lanzador de discos», lo llaman. Todas las noches, excepto los sábados, de ocho a diez, por la K.B.R.I.
—¡Es maravilloso! —exclamó Ellen.
—Bueno, es toda una celebridad —continuó la patrona, volviendo una letra con la aquiescencia de su compañero—. Le hicieron una entrevista en el periódico hace un par de domingos. El periodista vino aquí y todo. Y chicas, que ni siquiera conoce; le llaman por teléfono a toda hora. Muchachas de Stoddard. Buscan el número en el directorio de los estudiantes y le llaman sólo por oír su voz por teléfono. Pero no quiere tener nada que ver con ellas; así que soy yo la encargada de contestar, y le aseguro que es suficiente para volver loca a una persona. —La señora Arquette frunció las cejas, mirando las letras—. Adelante, señor Fishback —dijo.
Ellen se agarró al borde de la mesa:
—¿Todavía sale Gordon con aquella chica sobre la que me escribió el año pasado? —preguntó.
—¿A cuál se refiere?
—Una chica rubia, pequeña, linda. Gordon la mencionó en alguna de sus cartas el año pasado; octubre, noviembre… casi hasta abril. Pensé que estaba realmente interesado en ella. Pero no volvió a mencionarla desde abril.
—Bueno, le diré. Ni siquiera consigo ver las chicas con las que sale Gordon. Antes de tener ese programa de la radio solía salir tres o cuatro veces a la semana, pero nunca trajo aquí a ninguna chica. No es que yo esperara que lo hiciera. Sólo soy su patrona. Pero tampoco habla de ellas. Otros chicos que he tenido hospedados antes que él solían decírmelo todo sobre sus chicas, pero los estudiantes eran más jóvenes entonces. Hoy en día la mayor parte son veteranos y supongo que un poco más maduros, y no charlan tanto. Por lo menos, Gordon no lo hace. No es que me guste espiar, pero me interesa la gente —volvió una letra—. ¿Cómo se llamaba esa chica? Dígame su nombre y probablemente podré decirle si aún sale con ella, porque a veces, cuando usa el teléfono así, junto a la escalera, estoy en el vestíbulo y no tengo más remedio que oír parte de la conversación.
—No recuerdo su nombre —dijo Ellen—, pero salía con ella el año pasado, así que, quizá, si usted recuerda los nombres de algunas chicas que le llamaban, tal vez yo pudiera reconocerlo.
—Veamos —reflexionó la señora Arquette, disponiendo melancólicamente las letras en busca de una palabra—. Había una tal Louella. Lo recuerdo porque yo tuve una cuñada que se llamaba así. Y luego había una tal… —sus ojos acuosos tenían una clara expresión de concentración—… Bárbara. No, eso era el año anterior, el primer año que pasó aquí. Veamos, Louella… —agitó la cabeza—. Había otras, pero que me cuelguen si soy capaz de recordarlas.
El juego de los anagramas continuó por unos minutos en silencio. Finalmente, Ellen dijo:
—Creo que la chica se llamaba Dorothy.
La señora Arquette hizo una seña al señor Fishback para que jugara.
—Dorothy… —se estrecharon sus ojos—. No… Si se llamaba Dorothy, no creo que siga saliendo con ella. No le he oído hablar con ninguna Dorothy últimamente, de eso estoy segura. Claro que a veces se va al teléfono de la esquina cuando quiere hacer una llamada realmente privada, o una conferencia.
—Pero, ¿sí salía con una Dorothy el año pasado…?
La señora Arquette miró al techo.
—No lo sé… No recuerdo a ninguna Dorothy, pero tampoco es que no la recuerde, si entiende lo que quiero decir.
—¿Dottie? —sugirió Ellen.
La mujer lo meditó un instante, y luego se encogió de hombros.
—Su turno —interrumpió el señor Fishback, con petulancia.
Los cuadritos de madera resonaron suavemente, mientras la señora Arquette trataba de disponerlos.
—Supongo —dijo Ellen— que Gordon debió romper con esa Dorothy en abril, cuando dejó de escribir acerca de ella. Tal vez estuviera de muy mal humor hacia finales de abril. Preocupado, nervioso… —miró interrogativamente a la señora Arquette.
—¿Gordon? No. En realidad le afectó muchísimo la primavera el año pasado. Iba por ahí cantando, tan feliz. Incluso llegué a meterme en algunas ocasiones con él —movió impaciente las fichas—. ¡Oh, siga usted! —indicó a su compañero.
Tosiendo al interrumpir el trago que se estaba tomando, el señor Fishback se lanzó sobre ellas:
—¡Otra vez perdió la ocasión! —gritó, arreglando las letras—. ¡XISTO! Xisto.
—¿De qué habla? ¿Xisto? ¡Esa palabra no existe! —la señora Arquette se volvió hacia Ellen—. ¿Ha oído alguna vez esa palabra?
—Ya debería saber que es inútil discutir conmigo —chilló el señor Fishback—. No sé lo que significa, pero sé que es una palabra. ¡La he visto! —se volvió a Ellen—. Leo tres libros a la semana, con la regularidad de un reloj.
—¡Xisto! —se burló la señora Arquette.
—Bien, ¡pues mírelo en un diccionario!
—¿Ese de bolsillo, que no dice nada? Cada vez que buscó ahí una de sus palabras y no está, le echa la culpa al diccionario.
Ellen miró los enojados rostros.
—Gordon debe tener un diccionario —dijo; se puso en pie—. Me gustaría traérselo, si me dice cuál es su habitación.
—Naturalmente —afirmó en tono decisivo la señora Arquette—. Claro que tiene uno —se levantó—. Usted siéntese, querida. Yo sé dónde está.
—¿Puedo acompañarla, entonces? Me gustaría ver el cuarto de Gordon. Él me dijo que era un lugar muy agradable…
—Venga —dijo la señora Arquette, saliendo de la cocina. Ellen se apresuró a seguirla.
—¡Ya lo verá! —la voz del señor Fishback sonó tras ellas—. ¡Yo sé más palabras que las que usted sabrá jamás, aunque viva hasta los cien años!
Subieron rápidamente las escaleras de madera oscura; la señora Arquette delante, murmurando indignada. Ellen la siguió hasta una puerta junto al remate de la escalera.
La habitación era alegre, con los muros cubiertos de papel floreado. Había un lecho con colcha verde, un tocador, un sillón, una mesa… La señora Arquette, después de tomar un libro de la parte superior del estante, se quedó junto a la ventana, hojeándolo. Ellen se dirigió al estante y repasó los títulos de los libros que había encima. Un diario, quizás alguna clase de cuaderno. Historias de 1950. Un esquema de la Historia. Manual del locutor de radio, 1950. Pronunciación. Los toros bravos. Historia del jazz americano. El estilo de Swann. Elementos de Psicología. Tres Famosas Novelas de Crímenes y Tesoro del humor americano.
—¡Demonios! —dijo la señora Arquette. Estaba ante ella señalando con el dedo una línea del diccionario abierto—. «Xisto —leyó—: En Grecia, antiguo lugar cubierto destinado a ejercicios gimnásticos» —cerró el libro de golpe—. ¿Dónde encuentra esas palabras?
Ellen se había acercado a la mesa, en la que tres sobres se abrían en abanico. La señora Arquette, dejando el libro sobre el tocador, la miró:
—Supongo que la que no lleva remitente es la suya.
—Sí —dijo Ellen. Las dos con remitentes eran del Newsweek y de la Compañía Nacional de Radio.
La señora Arquette estaba ya en la puerta.
—¿Viene?
—Sí.
Bajaron de nuevo las escaleras y entraron lentamente en la cocina, donde el señor Fishback aguardaba. En cuanto observó el desencanto de la señora Arquette, estalló en una alegre risa. Ella lo miró con odio:
—Es un gimnasio, en Grecia —confesó, dejándose caer en la silla; el viejo rió más a gusto todavía—. ¡Oh, calle de una vez y siga con el juego! —gruñó ella.
Su vecino volvió otras dos letras.
Ellen tomó el bolso de la silla, cubierta con una funda, en la que había estado sentada.
—Me temo que tendré que irme ahora —dijo desilusionada.
—¿Irse? —la señora Arquette levantó la vista, y frunció las cejas.
Ellen asintió.
—Pero, ¡por el amor de Dios! ¿No va a esperar a Gordon?
Ellen se quedó helada. La mujer miró el reloj del refrigerador junto a la puerta.
—Son las dos y diez —dijo—. Su última clase terminó a las dos en punto. Llegará en cualquier momento.
No podía hablar. El rostro vuelto hacia ella le hacía sentir náuseas.
—Pero usted… usted me dijo que estaría fuera todo el día —consiguió decir al fin.
La señora Arquette parecía ofendida:
—¿Cómo? Yo nunca le dije tal cosa. ¿Para qué diablos ha estado sentada aquí todo el tiempo si no lo esperaba?
—Por teléfono…
La patrona apretó los dientes:
—¿Era usted? ¿Hacia la una?
Ellen asintió impotente.
—Y ¿por qué no me dijo que era usted? Pensé que era una de esas muchachas estúpidas. Cuando alguien llama, y no quiere darme su nombre, le digo que él ha salido para todo el día. Aun cuando esté en casa. Así me lo ordenó Gordon. Él… —la expresión de inquietud desapareció de su rostro. Los ojos apagados, la boca de labios finos, se hicieron duros, suspicaces—. Si creía que iba a estar fuera todo el día… —preguntó lentamente—, ¿para qué vino aquí?
—Yo… yo quería conocerla. Gordon me escribía tanto sobre usted…
—Y entonces ¿por qué hizo todas esas preguntas? —la mujer se puso de pie.
Ellen cogió el abrigo. De pronto, la señora Arquette le sujetó los brazos, con sus dedos profunda y dolorosamente clavados en ellos.
—Déjeme ir… por favor.
—¿Por qué estaba espiando en su habitación? —aquella cara de caballo se acercó más a la suya, con los ojos ardiendo de rabia, enrojecido el feo cutis—. ¿Qué buscaba allí? ¿Cogió algo mientras yo estaba de espaldas?
Tras ellas, la silla del señor Fishback se corrió y su voz sonó asustada:
—Y ¿para qué iba a coger algo del cuarto de su primo?
—Y ¿quién dice que sea su prima? —interrumpió la señora Arquette.
Ellen trató en vano de librarse de sus manos:
—Me está haciendo daño… Por favor…
Los ojos pálidos se estrecharon en una línea.
—Pero tampoco creo que sea una de esas muchachas estúpidas que buscan un recuerdo, o algo así. ¿Por qué me hizo todas aquellas preguntas?
—¡Soy su prima! ¡Lo soy! —Ellen trató de afirmar su voz—. Quiero irme ahora. No puede retenerme aquí. Le veré más tarde.
—Lo verá ahora —dijo la patrona—. Se va a quedar aquí hasta que llegue Gordon —miró por encima del hombro a Ellen—. Señor Fishback, váyase a la puerta de atrás. —Aguardó, siguiendo con los ojos el lento paso de su vecino, y luego soltó a Ellen. Moviéndose con toda rapidez hasta la puerta de entrada de la cocina, la bloqueó con los brazos cruzados sobre el pecho—. Averiguaremos de qué se trata.
Ellen se frotó los brazos en los puntos donde se le habían clavado los dedos de la señora Arquette. Miró al hombre y a la mujer que le bloqueaban las puertas, a ambos lados de la cocina. El señor Fishback, con sus ojos agrandados por las gafas, la miraba nerviosamente. La señora Arquette se mostraba grave, monolítica.
—No puede hacer esto —recogió su bolso del piso; cogió el abrigo de la silla y se lo puso sobre el brazo—. Déjenme salir —dijo con firmeza.
Ninguno de los dos se movió.
Oyeron abrirse la puerta principal, y pasos en la escalera.
—¡Gordon! —gritó la señora Arquette—. ¡Gordon!
Los pasos se detuvieron.
—¿Qué hay, señora Arquette?
La patrona dio media vuelta, y salió corriendo al vestíbulo.
Ellen se volvió hacia el señor Fishback:
—Por favor —le imploró—. Déjeme salir de aquí. No quería hacer ningún daño.
Él agitó la cabeza lentamente.
Ellen quedó inmóvil, oyendo el rumor excitado de la voz de la patrona, a sus espaldas. Los pasos se aproximaron y la voz se hizo más clara.
—Estuvo haciendo toda clase de preguntas sobre las chicas con las que usted salía el año pasado, e incluso trató de embaucarme para que la llevara a su habitación. Estuvo mirando los libros y las cartas que había en la mesa… —la voz inundó de pronto la cocina—: ¡Ahí está!
Ellen se volvió. La señora Arquette estaba a la izquierda de la mesa, con un brazo levantado, señalándola acusadoramente. Gant estaba en la puerta, apoyado en la jamba, alto y delgado, con un abrigo azul y los libros en la mano. La miró un momento, luego sus labios se curvaron en una sonrisa y alzó ligeramente las cejas.
Se separó de la puerta y entró en la cocina dejando los libros sobre el refrigerador, sin separar los ojos de ella:
—¡Vaya, prima Hester…! —dijo, en tono suavemente maravillado, mirándola de arriba abajo con apreciativo interés—. Desde la última vez que te vi te has convertido en una encantadora jovencita… —Dio la vuelta a la mesa, puso sus manos en los hombros de Ellen y la besó cariñosamente en las mejillas.