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El decano Welch era un hombre gordo, de ojos grises, redondos como botones incrustados en la masa brillante y rosada de su rostro. Le gustaba vestir trajes de franela negra, sin cruzar, para mejor lucir su llave de Phi Beta Kappa. Su oficina era oscura, como una capilla, de severo maderamen y pesados cortinajes, y, en el centro, un amplio escritorio meticulosamente arreglado.

Después de soltar el botón del intercomunicado, el decano se levantó y quedó frente a la puerta, con su acostumbrada sonrisa untuosa reemplazada por una expresión de solemnidad, adecuada para recibir a una muchacha cuya hermana se había quitado la vida mientras estaba oficialmente a su cuidado. Las notas solemnes del carillón dando las doce flotaron en la habitación, apagadas por la distancia y los cortinajes. Se abrió la puerta y entró Ellen Kingship.

Para cuando había cerrado la puerta, aproximándose a su mesa, el decano la había clasificado y evaluado con la complaciente certeza del que lleva muchos años tratando a jóvenes. Correctamente vestida, lo cual le gustaba. Y muy bonita. El pelo, castaño rojizo, en gruesas crenchas; ojos castaños, una sonrisa tensa que revelaba su desgraciado pasado… Una mirada decidida. Probablemente no sería muy brillante, pero sí estudiosa… En la segunda mitad de la clase. El abrigo y vestido eran de tono azul oscuro, un agradable contraste a la general policromía de los estudiantes. Parecía un poco nerviosa, pero, bueno, ¿no lo están todas?

—Señorita Kingship… —murmuró, inclinando la cabeza e indicando la silla de los visitantes. Se sentaron. El decano entrecruzó sus gordezuelas manos—: Su padre está bien, supongo.

—Muy bien, gracias —era una voz baja y anhelante.

El decano dijo:

—Tuve el placer de conocerle… el año pasado —hubo un momento de silencio—. Si hay algo que pueda hacer por usted…

Ellen se recostó en la silla:

—Nosotros (mi padre y yo) estamos tratando de localizar a cierto hombre, un estudiante de aquí. —Las cejas del decano se alzaron en cortés curiosidad—. El caso es que prestó a mi hermana una suma bastante grande de dinero pocas semanas antes de su muerte. Dorothy me lo escribió. Dio la casualidad de que la semana pasada di con su talonario de cheques, y eso me recordó el incidente. No hay nada en el talonario que indique que pagara la deuda, y hemos pensado que quizás a él le resulte un poco violento reclamarla.

El decano inclinó la cabeza.

—El único problema —dijo Ellen— es que no recuerdo su nombre. Pero sí recuerdo que Dorothy mencionó que él estaba en su clase de inglés durante el semestre de otoño, y que era rubio. Pensamos que quizás usted pudiera ayudarnos a localizarlo. Era una suma bastante grande de dinero… —acabó, con una profunda aspiración.

—Comprendo —dijo el decano. Juntó sus manos, como si estuviera comparando el tamaño de las dos. Sus labios seguían sonriendo—: Sí, puedo hacerlo —dijo de pronto, con militar rapidez. Mantuvo la postura por un instante, luego apretó uno de los botones del intercomunicador—: Señorita Platt —dijo simplemente, y soltó el botón.

Rectificó cuidadosamente la posición de su silla, como si se dispusiera para una larga campaña.

La puerta se abrió; una mujercita pálida y de aire eficiente entró en la habitación. El decano inclinó la cabeza, luego se retrepó en la silla y miró a la pared, por encima de la cabeza de Ellen, como si calculara su estrategia. Pasaron unos instantes de silencio.

—Consiga la tarjeta del programa de trabajo de Dorothy Kingship, en el semestre de otoño, en mil novecientos cuarenta y nueve. Vea en qué sección de inglés estaba, y consiga la lista de matrícula de esa sección. Tráigame los expedientes de los estudiantes masculinos cuyos nombres aparezcan en la lista. —Miró a su secretaria—: ¿Entendido?

—Sí, señor.

Le hizo repetir las instrucciones.

—Magnífico —la secretaría salió—. A paso ligero —dijo aún el decano, en dirección a la puerta cerrada.

Se volvió a Ellen y le sonrió, muy complacido de sí mismo. Ella le devolvió la sonrisa.

Poco a poco fue desvaneciéndose el aire de eficiencia militar, dando paso a otro de solicitud paternal. El decano se inclinó hacia delante con sus dedos suavemente posados sobre la mesa.

—Seguramente no habrá venido hasta Blue River sólo con ese propósito —dijo.

—Voy a visitar a unos amigos.

—¡Ah!

Ellen abrió el bolso:

—¿Puedo fumar?

—Por supuesto —empujó un cenicero de cristal hasta colocarlo a su lado—. También yo fumo —admitió graciosamente.

Ellen le ofreció un cigarrillo, pero se lo rechazó. Entonces ella encendió el suyo con una cerilla de un sobrecito en el que se leía Ellen Kingship impreso en letras de cobre.

El decano miró pensativamente el sobrecito:

—Su conciencia financiera es admirable —dijo sonriendo—. ¡Ojalá todos aquellos con los que tenemos que tratar fueran tan conscientes! —examinó su abridor de cartas, de bronce—. En la actualidad hemos iniciado la construcción de un nuevo gimnasio y campo de juegos. Varias personas, que prometieron ayudarnos, no han cumplido su palabra.

Ellen agitó la cabeza con aire de comprensión.

—Quizás a su padre le interesaría contribuir también —sugirió el decano—. Algo en memoria de su hermana…

—Me alegrará sugerírselo.

—¿De verdad? Lo apreciaría mucho, realmente —dejó el abridor de cartas—. Tales contribuciones sirven como deducción de impuestos —añadió.

Pocos minutos más tarde, la secretaria regresó con un montón de carpetas de papel manila en los brazos. Lo puso ante el decano.

—Inglés, cuarenta y nueve —dijo—. Sección seis. Diecisiete estudiantes masculinos.

—Magnífico —dijo el decano.

Cuando la muchacha hubo salido, se incorporó en la silla y se frotó las manos, sintiéndose de nuevo militar. Abrió la carpeta superior y repasó su contenido hasta llegar al formulario de la solicitud. Había una fotografía pegada en un ángulo.

—Cabello oscuro —dijo.

Y puso la carpeta a la izquierda.

Al terminar de revisarlos todos, había dos montones muy diferentes.

—Doce de pelo oscuro y cinco de cabello rubio •—aclaró.

Ellen se inclinó hacia la mesa.

—Dorothy me dijo en una ocasión que era muy guapo.

El decano colocó la pila de cinco carpetas en el centro de su mesa y abrió la primera:

—George Speiser —dijo pensativamente—. Dudo que alguien llamara guapo al señor Speiser.

Levantó la solicitud y la volvió hacia Ellen. La fotografía dejaba ver el rostro de un adolescente, sin barbilla y con ojos saltones. Ella agitó la cabeza.

El segundo era un joven desvaído, de gruesas gafas.

El tercero tenía cincuenta y tres años, y el pelo era blanco, no rubio.

Las manos de Ellen estaban húmedas.

El decano abrió la cuarta carpeta:

—Gordon Gant —dijo—. ¿Le suena este nombre?

Volvió la solicitud hacia ella.

Era rubio, e indudablemente guapo: ojos claros bajo unas cejas anchas, una firme mandíbula y sonrisa de conquistador.

—Creo que sí… —dijo ella—. Sí, quizá…

—O ¿tal vez Dwight Powell? —preguntó el decano, mostrando la quinta solicitud en la otra mano.

La fotografía mostraba a un joven de aire serio, de mandíbula cuadrada, barbilla hendida y ojos claros.

—¿Qué nombre le suena más familiar?

Ellen miró con aire de impotencia las dos fotografías.

Los dos eran rubios, los dos tenían ojos azules, los dos eran guapos.

Salió del Edificio de la Administración y permaneció un instante en lo alto de las escaleras, mirando al campus, monótono y gris bajo un cielo nublado. Llevaba el bolso en una mano, y un papel del cuaderno de memorándums del decano en la otra.

Dos… Algo que lo retrasaría un poco, eso era todo. Sería sencillo descubrir cuál de ellos había sido el que… Y, entonces, ella le vigilaría, incluso saldría con él —aunque no como Ellen Kingship.

Vigilaría su mirada de desconfianza, las respuestas preparadas… El crimen debía dejar huellas. (Y era crimen. Tenía que haber sido un crimen).

Ya estaba dejándose ir. Miró de nuevo el papel que tenía en la mano:

Gordon C. Gant

Calle Veintiséis Oeste 1312

Dwight Powell

Calle Treinta y cinco Oeste 1520.