Carta de Annabelle Koch a Leo Kingship; Dormitorio de muchachas. Universidad de Stoddard, Blue River, Iowa. 5 de marzo de 1951.
Querido señor Kingship:
Supongo que se preguntará usted quién soy, a menos que recuerde mi nombre por los periódicos. Soy la joven que le prestó un cinturón a su hija Dorothy el pasado mes de abril. Yo fui la última persona que habló con ella. No quisiera sacar a relucir este tema, pues supongo que debe ser muy penoso para usted, pero creo tener muy buenas razones para ello.
Como supongo que recordará, Dorothy y yo teníamos el mismo traje de chaqueta verde. Su hija vino a mi habitación y me pidió que le prestara el cinturón, cosa que hice. La policía lo encontró después (o así lo creí) en su habitación. Aún lo retuvieron durante más de un mes, y, para cuando me lo devolvieron, la temporada estaba muy adelantada; así que no volví a ponerme el traje verde el año pasado.
Como ahora se acerca de nuevo la primavera, anoche saqué las cosas de entretiempo, y me probé el traje de chaqueta, que me sentaba perfectamente bien. Pero, cuando me puse el cinturón, descubrí con gran sorpresa que, después de todo, sí era aquel el cinturón de Dorothy. Verá, el agujero de la correa, desgastado por el uso, era dos agujeros demasiado ancho para mi cintura. Dorothy estaba delgada, pero yo aún lo estoy más. En realidad, para ser franca, soy muy flaca. Estoy completamente segura de que no he perdido nada de peso, ya que el traje me sienta perfectamente bien, como le dije antes; por tanto, el cinturón debe ser el de Dorothy. Cuando la policía me lo mostró por primera vez creí que era el mío porque el remate dorado de la hebilla estaba desgastado. Tenía que haberme dado cuenta de que, ya que ambos trajes procedían del mismo fabricante, el remate había de estropearse en ambas hebillas.
Imagino, por tanto, que Dorothy no quería llevar su propio cinturón, por la razón que fuera, aun cuando no estaba roto en absoluto, y en cambio se puso el mío. No consigo entenderlo. Todo este tiempo he creído que ella sólo simuló que necesitaba mi cinturón porque quería hablar conmigo.
Ahora que sé que el cinturón es de Dorothy, me sentiría un poco violenta si me lo pusiera. No es que sea supersticiosa, pero, después de todo, no me pertenece a mí; era suyo. Pensé en tirarlo, pero tampoco eso me satisfacía, así que se lo envío por correo aparte y puede guardarlo o disponer de él como le parezca.
De todas formas puedo seguir llevando él traje de chaqueta, ya que este año todas las chicas los llevan con correas de cuero.
Sinceramente suya,
Annabelle Koch
Carta de Leo Kingship a Ellen Kingship, 8 de marzo de 1951.
Mi querida Ellen:
Recibí tu última carta, y siento no haber contestado antes, pero las exigencias del trabajo han sido muchas últimamente.
Como ayer era miércoles, Marión vino a cenar conmigo. No la encuentro muy bien. Le mostré una carta que había recibido ayer, y me sugirió que te la enviara, cosa que hago con esta carta. Léela, y luego sigue con mi carta.
Como ya has leído la carta de la señorita Koch, te explicaré por qué te la envío:
Marión me dice que, desde la muerte de Dorothy, has estado reprochándote por lo que imaginas tu dureza con ella. La desgraciada historia de la señorita Koch, de que Dorothy «necesitaba desesperadamente alguien con quien hablar» te hizo pensar —dice Marión— que ese alguien debías haber sido tú, y que así habría sido si no hubieras tratado de separarla de ti demasiado pronto. Según Marión deduce de tus cartas, tú estás convencida de que, de haber sido diferente tu actitud hacia Dorothy, tal vez ella no hubiera seguido el camino que la llevó a su fin.
Doy crédito a lo que dice Marión, ya que eso explica tu actitud algo extraña del pasado abril —sólo así puedo describirla—, cuando te negaste tercamente a creer que la muerte de Dorothy había sido suicidio, a pesar de la indudable evidencia de la nota que tú misma recibiste. Estabas tan convencida de que, si Dorothy se había suicidado, en cierto modo eras responsable, que pasaron varias semanas antes que te decidieras a aceptar su muerte tal como fue, y a aceptar también el peso de una supuesta responsabilidad.
Esta carta de la señorita Koch deja bien claro que Dorothy acudió a ella porque, por la razón que fuera, deseaba su cinturón. No es que se sintiera desesperadamente ansiosa de hablar con alguien. Ya se había decidido a hacer lo que después llevó a cabo, y no hay razón en absoluto para que creas que hubiese acudido a ti en primer lugar si no hubierais tenido aquella discusión la Navidad anterior. (Y no olvides que fue ella la que estaba de mal humor, e inició la discusión). En cuanto a la frialdad inicial por parte de Dorothy, recuerda que yo estuve de acuerdo contigo en que debía ir a Stoddard y no a Caldwell, donde aún hubiera seguido estando más dependiente de ti. Desde luego, si te hubiera seguido a Caldwell, no habría sucedido esta tragedia, pero «si» es la palabra más grande del mundo. Tal vez el castigo de Dorothy haya sido excesivamente severo, pero ella fue quien lo eligió. Yo no soy responsable; tampoco tú lo eres. Nadie lo es, excepto la misma Dorothy.
Confío que el saber que la interpretación original de la señorita Koch sobre la conducta de tu hermana fue errónea, te librará de cualquier sombra de remordimiento o reproche que aún pudiera existir.
Te quiere, tu padre
P. D. Por favor, perdona mi letra. Pensé que ésta era una nota demasiado personal para dictársela a la señorita Richardson.
Carta de Ellen Kingship a Bud Corliss, 12 de mano de 1951, 8.35 de la mañana.
Querido Bud:
Aquí me tienes, en el vagón-restaurante, con una coca-cola (¡y a esta hora!), y pluma y papel, tratando de escribir de modo legible a pesar del movimiento del tren, e intentando dar una «lúcida aunque no brillante» explicación —según diría el profesor Mulholland— de por qué he emprendido este viaje a Blue River.
Siento mucho no acompañarte al partido de baloncesto esta noche, pero estoy segura de que Conie o Jane estarán muy contentas de ir en mi lugar, y puedes pensar en mí en el descanso.
En primer lugar, no ha sido un impulso loco lo que me ha llevado a este viaje. Pensé en él durante toda la noche. ¡Cualquiera diría que me proponía huir a El Cairo, Egipto! En segundo lugar, no perderé las clases, porque tú tomaras amplias notas de todo, y, además, dudo que esté fuera más de una semana. (Aparte de eso, ¿desde cuándo expulsan a los alumnos del último año por faltar a una clase?) En tercer lugar, no será una pérdida de tiempo, porque nunca lo sabré hasta que lo haya intentado, y, a menos que lo intente, jamás tendré un momento de paz.
Ahora que ya he rechazado todas tus objeciones, déjame explicarte por qué me voy. Retrocedamos un poco al pasado:
Según la carta que recibí de mi padre, el sábado por la mañana, ya sabes que Dorothy quería venir a Caldwell, y yo me opuse a ello por su propio bien, o así me convencí a mí misma entonces. Desde su muerte, me he preguntado si no fue puro egoísmo por mi parte. Mi vida en casa siempre había estado muy restringida, tanto por el carácter tan severo de mi padre, como por la dependencia tan completa por parte de Dorothy, aunque entonces no lo comprendiera. De modo que cuando conseguí ir a Caldwell, me sentí realmente liberada. Durante mis primeros tres años de estancia aquí fui la muchacha más animada del grupo: fiestas, citas con los mejores chicos, etc. ¡No me hubieras reconocido! Así que, como te digo, no estoy segura de si impedí que Dorothy viniera aquí con objeto de animar su independencia, o por temor a perder la mía, ya que Caldwell es uno de esos sitios donde todo el mundo sabe lo que hacen los demás.
El análisis de mi padre (probablemente no suyo en realidad, sino original de Marión) de mi reacción ante la muerte de Dorothy es absolutamente correcto. Me negaba a admitir que se hubiera suicidado, porque eso significaba que yo era responsable en parte. Sin embargo, yo sí creí tener otras razones, aparte de las de índole emocional. La nota que ella me envió, por ejemplo. Era su letra —no puedo negarlo—, pero no me sonaba a cosa suya. Parecía algo prefabricado y se dirigía a mí llamándome «Querida», cuando antes siempre había dicho «Querida Ellen», o «Queridísima Ellen». Se lo mencioné a la policía, pero dijeron que, naturalmente, estaba sometida a una profunda tensión nerviosa cuando escribió la nota, y, por tanto, no podía sonar completamente natural, lo que tuve que admitir que parecía lógico. El hecho de que llevara encima el certificado de nacimiento era otra cosa que me intrigaba, pero también la policía pudo explicarlo. Los suicidas tienden a asegurarse de ser inmediatamente identificados, dijeron. El que todo lo que llevaba siempre en la cartera (la tarjeta de matrícula de Stoddard etcétera) hubiera sido suficiente identificación, no pareció impresionarles en absoluto. Y cuando les dije que, francamente, Dorothy no era de los que se suicidan, ni siquiera se molestaron en contestarme. Fuero rechazando todos los argumentos que yo sugerí.
Eso fue todo. Naturalmente, al fin tuve que acepta el hecho de que Dorothy se hubiera suicidado… y que en parte la culpa era mía. La historia de Annabelle Koch venía a remacharlo. El motivo para el suicidio todavía me hizo sentir más responsable, pues las muchachas sensatas de hoy en día no se matan por quedarse embarazadas …No, me dije, a menos que se sientan totalmente dependientes de alguien, y ese alguien haya desaparecido de pronto.
Pero el embarazo de Dorothy significaba que otra persona la había abandonado también: el hombre. Yo conocía bien a mi hermana: no era de las que tratan con ligereza la cuestión sexual, de las que se entregan a uniones fáciles. El hecho de que estuviera embarazada significaba que había un hombre al que ella amaba, y con el que pensaba casarse algún día.
Ahora bien, a principios de diciembre, el año antes de su muerte, Dorothy me había escrito hablándome de un muchacho al que conociera en su clase de inglés. Había estado saliendo con él durante algún tiempo, y ahora sí que creía haber hallado lo auténtico. Decía que me daría todos los detalles en las vacaciones de Navidad. Pero esas Navidades tuvimos una gran discusión, y, a partir de ese momento, no me decía ni la hora. Cuando volvió a la Universidad, nuestras cartas se convirtieron en simples notas protocolarias. Así que jamás llegué a saber su nombre. Todo lo que sé de él es lo que ella mencionara en aquella carta: que él había estado en su clase de inglés en otoño, y que era muy guapo, algo parecido a Leu Vernon —el marido de una prima nuestra—, lo que significaba que era alto, rubio y de ojos azules.
Le hablé a mi padre de este hombre, urgiéndole a que averiguara quién era, y le hiciera pagar por lo que había hecho. Se negó a ello, diciendo que sería imposible demostrar que era él quien había dejado embarazada a Dorothy, y fútil, aunque pudiéramos probarlo. Ella se había castigado a sí misma por sus pecados. En lo que a mi padre se refería, el caso estaba cerrado.
Así siguieron las cosas hasta el sábado, día en que recibí la carta de mi padre, junto con la de Annabelle Koch. Lo cual me lleva a la razón de mi viaje.
Las cartas no me hicieron el efecto que mi padre había esperado —por lo menos no al principio, porque, como dije, la historia de Annabelle Koch no era el único motivo de mi melancolía—. Pero entonces empecé a preguntarme: si el cinturón de Dorothy se hallaba en perfectas condiciones, ¿por qué tenía que haber mentido e ir a pedirle el de Annabelle? ¿Por qué no podía llevar su propio cinturón? Mi padre se contenta con dejarlo correr, diciendo que tendría «alguna razón peculiar para ello», pero yo tengo que saber cuál es esa razón, porque hay otras tres cosas —inconsecuentes al parecer— que Dorothy hizo el día de su muerte, que me desconcertaron entonces y que todavía siguen desconcertándome:
1. A las 10,15 de la mañana se compró un par de guantes blancos, muy baratos, en una tienda al otro lado de la calle, frente a su dormitorio (el propietario informó a la policía después de ver su foto en los periódicos). Dorothy le pidió primero un par de medias, pero, debido a las ventas extraordinarias con motivo del Baile de Primavera que había de celebrarse a la noche siguiente, no tenían su tamaño. Entonces pidió guantes y se compró un par de 1.50 dólares. Los llevaba cuando murió. Sin embargo, en la mesa de su habitación había un hermoso par de guantes blancos de artesanía, perfectamente impecables, que Marión le regalara la Navidad anterior. ¿Por qué no se los puso?
2. Dorothy era muy particular en lo referente a su ropa. Llevaba su traje de chaqueta verde cuando murió. Pero se puso una blusa blanca corriente, de un estilo completamente en desacuerdo con la línea del traje. Sin embargo, en el armario había una blusa de seda blanca, también perfectamente impecable, que le habían hecho adrede para ese traje de chaqueta. ¿Por qué no se la puso?
3. Dorothy iba de verde oscuro, con accesorios marrones y blancos. Sin embargo, el pañuelo que llevaba en el bolso era azul turquesa, algo que se despegaba por completo del conjunto que vestía. En su habitación había por lo menos una docena de pañuelos que hubieran ido perfectamente con su atuendo. ¿Por qué no cogió uno de ésos?
En el momento de su muerte hablé de estos detalles a la policía, pero los echaron a un lado con la misma rapidez con que habían rechazado todos los demás que yo había ido recordando: Estaría distraída; era ridículo esperar que se vistiera con el mismo cuidado que de ordinario. Les indiqué que el detalle de los guantes era todo lo contrario de un descuido: hasta se había molestado en salir a la calle para comprarlos. Si había una preparación consciente detrás de este incidente, no era irrazonable suponer que los otros dos también hubieran obedecido a algún propósito. Su respuesta fue: «Usted se niega a admitir el suicidio».
La carta de Annabelle Koch vino a añadir un cuarto detalle que se sumaba a los otros tres. Su cinturón estaba perfectamente bien, pero Dorothy quiso ponerse el de Annabelle. Como ves, en cada uno de esos ejemplos fue rechazando el objeto más adecuado por otro que no lo era. ¿Por qué?
Fui dándole vueltas a este problema en mi cabeza durante todo el sábado, y el sábado por la noche también. No me preguntes qué era lo que esperaba demostrar. Estaba convencida de que había alguna clase de significado en todo aquello, y quería averiguar lo más que pudiera sobre el estado mental de Dorothy en aquellos días. Como cuando insistes en hurgar con la lengua en un diente enfermo, supongo.
Tendría que escribir cientos de palabras para poder explicarte todo el proceso mental que seguí, buscando alguna relación entre los cuatro objetos: El precio, su procedencia, mil circunstancias más. Pero no conseguía hallar la menor ilación. Tampoco lo conseguí al tratar de buscar las características comunes a aquellas cuatro cosas tan desconcertantes. Llegué a coger unas cuartillas, encabezándolas con los apartados Guantes, Pañuelos, Blusa y Cinturón, anoté todo cuanto sabía sobre cada una de ellos, buscando algún significado. Al parecer, no significaban nada en absoluto. Tamaño, antigüedad, propiedad, valor, color, calidad, lugar de compra…, ninguna de las características significativas se repetía en las cuatro listas. Rompí los papeles y me fui a la cama. Es imposible hacer cábalas sobre un suicidio.
Pero la luz se hizo en mi mente aproximadamente una hora más tarde, y de modo tan repentino y sorprendente que me incorporé en la cama, súbitamente helada. La blusa pasada de moda, los guantes comprados esa misma mañana, el cinturón de Annabelle Koch, el pañuelo turquesa… Algo viejo, algo nuevo, algo prestado y algo azul.
«Podría ser —me decía— una coincidencia. Pero no lo creo en realidad».
Dorothy fue al Edificio Municipal no porque se tratara del edificio más alto de Blue River, sino porque allí es donde va una cuando desea casarse. Llevaba algo viejo, algo nuevo, algo prestado y algo azul —¡pobre y romántica Dorothy!—, y, además, su certificado de nacimiento para demostrar que tenía más de dieciocho años. Y ese viaje no se hace a solas. Dorothy sólo pudo haber ido allí con una persona —el hombre que la dejara embarazada, el hombre con el que había salido durante largo tiempo; el hombre que amaba: el rubio, guapo y de ojos azules que conociera en otoño, en la clase de inglés. De alguna forma se las arregló él para llevarla al tejado. Estoy casi segura de que es así como sucedió.
¿La nota? Todo lo que decía era «Espero que me perdonarás por el dolor que te causaré. No hay ninguna otra cosa que pueda hacer». ¿Dónde se habla del suicidio? ¡Dorothy se refería al matrimonio! Sabía que papá no aprobaría algo tan apresurado, pero no podía hacer otra cosa porque estaba embarazada. La policía tenía razón al decir que el tono singular de sus palabras era resultado de la tensión, ¡sólo que se debía a la tensión nerviosa de una novia a punto de fugarse, no la de una persona que piensa en el suicidio!
Algo viejo, algo nuevo, etc.: Era suficiente para lanzarme sobre la pista, pero jamás lo será para que la policía investigue de nuevo un suicidio, con una nota, como un crimen no resuelto, especialmente por todos los prejuicios que sienten contra mí: la pesada que no los dejaba vivir el año pasado. Sabes que esto es verdad. Así que me voy a buscar a ese hombre, y a hacer algo de labor detectivesca, por mi cuenta, aunque con cautela. Tan pronto encuentre algo que justifique mis sospechas, algo bastante fuerte para interesar a la policía, te prometo que acudiré inmediatamente a ellos. He visto demasiadas películas en las que la heroína acusa al criminal en su propia casa, a prueba de ruidos, y él dice: «Sí, lo hice, pero no vivirás para irle con él cuento a nadie». Así que no te preocupes por mí, y no te impacientes, y no escribas a mi padre, pues probablemente estallaría. Tal vez sea algo «loco e impulsivo» el lanzarse de este modo a la acción, pero ¿cómo puedo sentarme y esperar, cuando sé lo que hay que hacer, y no hay nadie más que lo haga?
La hora exacta. En este momento entramos en Blue River. Desde la ventanilla veo el Edificio Municipal.
Echaré esta carta más tarde, antes de la noche, cuando pueda decirte dónde voy a quedarme y qué progresos he hecho, si he hecho alguno. Aun cuando Stoddard es diez veces mayor que Caldwell, tengo una idea bastante acertada de por dónde empezar. Deséame suerte…