Encontró muy aburridas las últimas seis semanas del año escolar. Había esperado que la excitación creada por la muerte de Dorothy siguiera en el aire, como el brillo de un cometa, pero en cambio comprobó que se desvanecía casi inmediatamente. Había imaginado más conversaciones en la Universidad, más artículos en los periódicos, que le permitieran sentir la gozosa superioridad del omnisciente. En cambio… nada. Tres días después de la muerte de Dorothy, todo el interés de la Universidad se desvió hacia el hallazgo de una docena de cigarrillos de mariguana, descubiertos en uno de los dormitorios más pequeños. En cuanto a los periódicos, un corto párrafo que anunciaba la llegada de Leo Kingship a Blue River, fue la última mención del apellido Kingship en el Clarion-Ledger. Ni una sola palabra de la autopsia, ni del embarazo, aunque, seguramente, cuando una muchacha soltera se suicida sin declarar una razón, esa debe ser la primera cosa que busquen. Kingship debía haberse gastado una fortuna para impedir que los periódicos lo publicaran.
Se dijo que aquello debía alegrarle. Si hubiera habido alguna clase de investigación seguramente le hubieran llamado para interrogarle. Pero no había preguntas, ni sospechas… Por tanto, ninguna investigación. Todo había ido a quedar en su lugar, perfectamente. Excepto aquel asunto del cinturón. Eso lo desconcertaba. ¿Por qué demonios había cogido Dorothy el cinturón de la chica Koch, si no deseaba ponérselo? Quizás en realidad sí deseaba hablar con alguien —sobre la boda— y luego había pensado que era mejor callárselo. Menos mal. O quizá la hebilla de su cinturón sí había estado realmente rota, pero se las había arreglado para repararla después de tener el otro. De cualquier forma, era un incidente sin importancia. La interpretación que le daba la Koch sólo reforzaba la idea del suicidio, y venía a añadirse al éxito impecable de sus planes. Debía estar caminando sobre nubes, sonriendo a los extraños, brindando a su salud con champaña… En cambio experimentaba cierta sensación oscura, deprimente… No podía comprenderlo.
Su depresión se agudizó cuando volvió a Menasset a principios de junio. Ya estaba otra vez aquí, en el mismo punto en que había estado el verano pasado, después de que la hija del negociante en equipos de granja le hablara de su novio, allá en su pueblo, y el verano anterior, después de acabar con la viuda. La muerte de Dorothy había sido una medida defensiva, pero no había hecho progresar sus planes en absoluto.
Se volvió impaciente con su madre. Su correspondencia, desde el colegio, se había limitado a una postal semanal, y ahora ella le abrumaba, pidiéndole detalles. ¿Tenía alguna foto de las chicas con quienes había estado saliendo? (confiando siempre en que fueran las más hermosas, las más solicitadas). ¿Pertenecía a este club… a aquel club? (esperando que él fuera presidente de los mismos). ¿Cuáles eran sus notas en filosofía, en inglés, en español? (convencida de que sería el principal alumno en todas ellas). Un día perdió el control:
—¡Ya es hora de que sepas que no soy el rey del universo! —gritó, saliendo tormentosamente de la habitación.
Tomó un trabajo para el verano, en parte porque necesitaba dinero, y en parte porque estar en casa con su madre todo el día lo ponía nervioso. El trabajo no le sirvió de nada en cuanto a distracción mental. Era en una mercería, establecimiento de decoración angular y moderna. Los mostradores de cristal estaban ribeteados dé tiras de cobre bruñido.
Hacia mediados de julio, sin embargo, empezó a olvidar su fracaso. Todavía conservaba los recortes de periódicos sobre la muerte de Dorothy, encerrados en una pequeña caja fuerte de color gris, que guardaba en el armario de su dormitorio. Empezó a sacarlos de vez en cuando, repasándolos, sonriendo ante la oficiosa seguridad del jefe de policía Eldon Chesser, y las difusas teorías de Annabelle Koch.
Buscó su antigua tarjeta de la biblioteca, la hizo renovar y empezó a sacar libros con regularidad. Los estudios sobre el asesinato, de Pearson. El asesinato por provecho, de Bolitho, volúmenes sobre las Series de Crímenes Regionales. Leyó sobre Landrú, Smith, Pritchard, Crippen, hombres que habían fracasado donde él había tenido éxito. Naturalmente, sólo llegan a escribirse las historias de los que han fracasado. Dios sabe cuántos crímenes de éxito están aún por descubrir. Sin embargo, sentíase adulado al considerar cuántos habían fracasado.
Hasta entonces siempre había pensado en lo que había sucedido en el Edificio Municipal como «la muerte de Dorrie». Ahora empezó a pensar en ello como «el asesinato de Dorothy».
A veces, cuando estaba acostado en la cama y leía varios relatos de alguno de los libros, la enorme osadía de lo que había llevado a cabo le inundaba como una cálida oleada. Entonces se levantaba y se miraba al espejo, sobre el tocador. «Conseguí realizar el crimen perfecto», pensaba. Una vez llegó a decirlo en voz alta:
—Conseguí realizar el crimen perfecto.
De modo que, ¡qué importaba si todavía no era rico! ¡Diablos, sólo tenía veinticuatro años!