12

No estaba nervioso, no lo estaba. Había habido un momento en que casi le dominó el pánico, cuando no podía conseguir que la puerta se abriera, pero la sensación se había disipado en el instante en que la puerta cediera a la fuerza de su hombro, y ahora se sentía tranquilo y seguro. Todo iba a salir perfecto. Sin errores, sin intrusos. Lo sabía. No se había sentido tan bien desde… ¡cielos, desde que iba al bachillerato!

Dejó la puerta entornada, unos cuantos centímetros entre su mole y la jamba, de modo que no le causara problemas cuando quisiera salir. Entonces tendría mucha prisa. Inclinándose, empujó la maleta, de modo que pudiera cogerla con una mano mientras abría la puerta con la otra. Cuando se enderezó, el sombrero se le corrió ligeramente con el movimiento. Se lo quitó, lo miró, y lo colocó sobre la maleta. ¡Vaya, si pensaba en todo! Una cosita tan pequeña como el sombrero quizás hubiera desconcertado a otro hombre. Quizá se lo hubiera inclinado a un lado y entonces la brisa, o la fuerza del movimiento, hubiera podido enviar volando el sombrero hasta aterrizar junto a su cuerpo. ¡Bam! Tan peligroso como si se tirara tras él. No, se dijo, había sabido verlo de antemano, había sabido prepararlo todo. Como un acto de Dios, esa pequeñez que siempre viene a estorbar los perfectos planes… ¡y él lo había previsto! ¡Cielos! Se pasó la mano por el pelo, deseando tener a mano un espejo.

—Ven a mirar esto.

Se volvió. Dorothy estaba de pie, a unos pasos, dándole la espalda, con el bolso de lagarto metido bajo el brazo. Sus manos se apoyaban en el pretil, a la altura de su cintura. Se puso tras ella.

—¿No es estupendo? —preguntó la muchacha. Estaban en la parte trasera del edificio, dando frente al sur. La ciudad se extendía ante ellos, clara y precisa bajo el brillante sol—. Mira —Dorothy señaló un punto verde, allá a lo lejos—. Creo que es la Universidad.

Él puso las manos sobre sus hombros. Una manecita, cubierta de guante blanco, subió para acariciar la suya.

Había planeado hacerlo rápidamente, tan pronto como la tuviera allí, pero ahora iba a hacerlo lentamente, sin agobios, alargándolo todo lo posible mientras la seguridad se lo permitiera. Tenía derecho a hacerlo, después de una semana de tensión nerviosa. No sólo una semana… años, en realidad. Desde el bachillerato no había habido nada para él sino tensión, y preocupaciones, y dudas. No había necesidad de apresurar esto. Bajó la mirada a la parte superior de la cabeza de Dorothy, que descansaba sobre su pecho, al ligero velito verde que cubría sus dorados cabellos. Suspiró, haciendo temblar el fino tul. Ella alzó la cabeza y le sonrió.

Cuando sus ojos volvieron al panorama, se puso a su lado, manteniendo un brazo sobre sus hombros. Se inclinó sobre el parapeto. Dos pisos más abajo, el suelo de baldosas rojas de una amplia terraza se extendía, como un estante, a todo lo ancho del edificio. Era el remate del doceavo piso. Y seguía a lo largo de los cuatro lados. Malo… Una caída de dos pisos no era lo que él deseaba. Se volvió y examinó el terrado.

Era un espacio de unos cincuenta metros de lado, bordeado por un pretil de ladrillo cuyo remate era de piedra blanca y lisa, de unos treinta centímetros de ancho. Una pared idéntica bordeaba el patio interior, un agujero cuadrado de unos diez metros, en el centro del terrado. A la izquierda, había un enorme depósito de agua. A la derecha, la torre de K.B.R.I. se alzaba como una pequeña Eiffel, con su metálico diseño negro contra el cielo. La entrada de la escalera, con un pequeño dintel inclinado, estaba ante él, un poco a la izquierda. Más allá del patio, en el lado norte del edificio, había una estructura rectangular: la cabina de la maquinaria del ascensor. Todo el terrado estaba lleno de chimeneas y tuberías de ventilación que se alzaban como olas en un mar de alquitrán.

Dejando a Dorothy, se acercó al pretil interior. Se inclinó. Las cuatro paredes bajaban como un túnel hasta un pequeño patio, a catorce pisos más abajo, en cuyos ángulos se amontonaban latas vacías y maderas, y cestas. Lo miró un instante, después cogió una caja de cerillas, vieja y manchada de humedad que había sobre el parapeto. La sostuvo un instante en el aire y la dejó caer, observando cómo caía, hacia abajo, hacia abajo, hasta hacerse finalmente invisible. Miró las paredes del patio. Estaban llenas de ventanas. Pero el muro que daba frente a él era negro, sin ventanas. Éste era el lugar. El lado sur del patio. Junto a la escalera, además. Golpeó el borde superior del pretil, con los labios fruncidos. Su altura era mayor de la que había supuesto.

Dorothy se acercó y lo cogió del brazo.

Escuchó. Al principio parecía haber absoluto silencio, pero inmediatamente se sintieron rodeados por los sonidos propios del tejado: el gemido de los motores del ascensor, un suave viento que movía los cables que sujetaban la torre de la radio, el ruido de un ventilador que giraba con monótono ritmo…

Empezaron a caminar lentamente. Él la dirigía hacia el patio, más allá de la caseta del ascensor. Mientras caminaban, Dorothy le frotó el hombro, sucio aún del polvo de la puerta. Cuando llegaron al extremo norte del terrado, pudieron ver el río; con el cielo reflejado en él, era realmente azul, tan azul como los ríos pintados en los mapas.

—¿Tienes un cigarrillo? —preguntó ella.

Buscó en el bolsillo y tocó un paquete de «Chesterfield». Pero la mano salió vacía.

—No. Lo siento. ¿Tienes tú?

—Deben estar metidos por aquí, en alguna parte. —Se puso a buscar en el bolso, dejando a un lado la polvera de oro y un pañuelo azul turquesa, y finalmente sacó un arrugado paquete de «Herbert Tareytons». Se fumaron uno cada uno. Después de encenderlo, Dorothy volvió a guardar el paquete en el bolso.

—Dorrie, hay algo que quiero decirte… —la muchacha lanzaba el humo contra el cielo, sin escucharle realmente—… sobre las píldoras.

Se volvió en redondo, con el rostro súbitamente pálido. Tragó saliva:

—¿Qué?

—Me alegro de que no hicieran efecto —dijo sonriendo—. De verdad.

Ella lo miró sin comprender.

—¿Que te alegra?

—Sí. Cuando te llamé anoche iba a decirte que no las tomaras, pero ya lo habías hecho.

«Vamos —pensó—. Confiesa. Libérate de ello. Debe estar matándote».

Su voz era temblorosa:

—¿Por qué? Parecías tan… ¿Qué te hizo cambiar de opinión?

—No lo sé. Medité en ello. Supongo que me siento tan ansioso de que nos casemos como tú —examinó el cigarrillo—. Además, supongo que realmente es un pecado hacer algo así. —Cuando alzó la vista de nuevo, el rostro de la muchacha estaba arrebolado y los ojos le brillaban.

—¿Lo dices de verdad? —preguntó ansiosamente—. ¿Te alegras realmente?

—Claro que sí. No lo diría si no fuera verdad.

—¡Oh! ¡Gracias a Dios!

—¿Qué te pasa, Dorrie?

—Por favor… no te enfades… Yo… no las tomé. —Él trató de parecer sorprendido. Las palabras seguían saliendo a borbotones de sus labios—. Tú decías que ibas a conseguir un empleo nocturno, y yo sabía que podríamos arreglárnoslas, que todo iría bien, y… ¡contaba tanto con ello! Sabía que estaba bien lo que hacía —se detuvo—. No estás furioso, ¿verdad? —suplicó—. ¿Me comprendes?

—Pues claro, nena. No estoy furioso. Ya te dije que me alegraba de que no te hubieran hecho efecto.

Los labios de Dorothy se abrieron en una temblorosa sonrisa de alivio:

—Me sentía como una criminal, mintiéndote de aquel modo. Pensé que jamás sería capaz de decírtelo… ¡No puedo creerlo!

Sacó el pañuelo cuidadosamente doblado de su bolsillo y le enjugó los ojos.

—Dorrie, ¿qué hiciste con las píldoras?

—Las tiré —confesó, sin la menor vergüenza.

—¿Y dónde? —preguntó, como sin darle importancia, volviendo a guardarse el pañuelo.

—Por el retrete.

Eso era lo que quería oír. Nadie se preguntaría por qué se había decidido por este horrible modo de morir cuando ya se había tomado la molestia de conseguir veneno. Dejó caer el cigarrillo y lo apagó con el pie.

Dorothy, aspirando el humo por última vez, hizo lo mismo con el suyo.

—¡Oh, todo está perfecto ahora! —dijo maravillada—. Perfecto.

Le puso las manos en los hombros y la besó suavemente en los labios:

—Perfecto —repitió como un eco.

Miró las dos colillas, la de ella con el borde manchado con pintura de labios, la suya limpia. Recogió ésta y, partiéndola con el pulgar, dejó que el viento se llevara todo el tabaco e hizo con el papel una bolita que arrojó por el parapeto.

—Es el modo en que solíamos hacerlo en el Ejército —comentó.

Ella consultó el reloj:

—Es la una menos diez.

—Vas adelantada —dijo, mirando el suyo—. Aún tenemos un cuarto de hora. —La cogió del brazo. Dieron media vuelta y caminaron ociosamente, alejándose del pretil.

—¿Le hablaste a la patrona? —preguntó ella.

—¿Qué? ¡Oh, sí! Ya está todo arreglado. —Pasaron junto a la caseta del ascensor—. El lunes nos traeremos tus cosas del dormitorio.

Dorothy sonrió:

—¡Y cómo se asombrarán las chicas del dormitorio! —Siguieron caminando hasta el patio—. ¿Crees que tu patrona nos dará algún armario más?

—Supongo que sí.

—Puedo dejar algunas de mis cosas, las de invierno, en el ático del dormitorio. No tengo demasiadas.

Llegaron a la parte sur del patio. Él se puso entonces de espaldas al pretil, colocó las manos en el borde y se alzó de un salto. Quedó sentado, con los talones golpeando sobre la pared.

—No te sientes ahí —dijo ella con cierto temor.

—Y ¿por qué no? —preguntó, mirando el borde superior de piedra blanca—. Tiene por, lo menos treinta centímetros de anchura. Te sientas en un banco de este tamaño y no te caes de él —dio unos golpecitos sobre la piedra, a su lado—. Vamos, sube.

—No.

—Bobita…

Ella se tocó la falda.

—Mi traje…

Él sacó su pañuelo, lo extendió y lo colocó sobre la piedra a su lado:

Sir Walter Raleigh —dijo.

Aún vaciló un momento, luego le entregó el bolso. Volviéndose de espaldas al pretil, se agarró a él, a ambos lados del pañuelo, y consiguió alzarse, con su ayuda.

—Ya ves —dijo él, colocando el brazo alrededor de su cintura. Dorothy volvió la cabeza lentamente, mirando por encima del hombro—. No mires hacia abajo —le aconsejó—. Podría darte vértigo.

Puso el bolso a su derecha y quedaron sentados en silencio por un momento. Las manos de Dorothy seguían aferradas al borde. Dos pichones echaron a volar desde el dintel de la puerta de la escalera y dieron una vuelta por allí, observándolos con precaución, posando sus patitas en el alquitrán del tejado.

—¿Vas a llamar, o a escribir, cuando se lo digas a tu madre? —preguntó Dorothy.

—No lo sé.

—Yo creo que escribiré a Ellen y a papá. Es una cosa terriblemente difícil de decir por teléfono.

Sonó la tapa de un ventilador. Un instante después, él retiró el brazo de su cintura y cubrió con su mano la de Dorothy, que aún se aferraba a la piedra. De pronto, saltó al suelo. Antes de que ella pudiera hacer lo mismo, había dado la vuelta y se había situado frente a Dorothy, apoyando la cintura contra sus rodillas, reteniendo sus manos. Le sonrió, y ella le devolvió la sonrisa. Su mirada bajó hasta el vientre de la muchacha:

—Madrecita… —dijo.

Ella rió.

Sus manos bajaron hasta las rodillas de Dorothy, las acarició incluso por debajo del borde del vestido.

—Sería mejor que bajáramos, ¿no, querido?

—En un minuto, nena. Aún tenemos tiempo.

Se cruzaron sus miradas. Sus manos descendieron rápidas para quedar curvadas en torno a sus pantorrillas. En la periferia de su campo de visión se podía contemplar sus manos cubiertas de guantes blancos. Todavía se aferraban firmemente al parapeto.

—Es una hermosa blusa —dijo mirando el lazo de seda que cubría su garganta—. ¿Es nueva?

—¿Nueva? Más vieja que Matusalén.

Frunció los ojos en un examen crítico.

—Ese lazo está un poco descentrado.

Una mano soltó el parapeto y se alzó para comprobarlo.

—No. Ahora lo tienes peor.

Las dos manos…

Las del muchacho se movieron por la curva sedosa de las pantorrillas, hasta donde pudo llegar sin inclinarse. Su pie derecho se corrió hacia atrás, preparado, dispuesto. Retuvo el aliento.

Dorothy se ajustaba el lazo con las manos.

—¿No está ahora mej…?

Con la velocidad de una cobra él se inclinó —las manos buscándole los talones—, dio un paso atrás y se enderezó, alzándole las piernas. Por un helado instante, mientras sus manos descendían desde las rodillas hasta coger firmemente las suelas de sus zapatos, se cruzaron sus miradas: el horror, la estupefacción, estallaron en los ojos de Dorothy, mientras nacía un grito en su garganta. Entonces, con toda su fuerza, dio impulso a las rígidas piernas.

Su grito de mortal angustia fue descendiendo por el patio como una tea encendida. Cerró él los ojos. Murió el grito. Después, el silencio, y un terrible y ensordecedor golpetazo. Apretando los párpados, recordó las latas y maderas apiladas allá abajo.

Abrió los ojos para ver su pañuelo, que la brisa alzaba ya intentando arrancarlo de la superficie de piedra. Lo cogió a toda prisa. Dando media vuelta, corrió a la puerta de la escalera; cogió el sombrero y la maleta con una mano, y abrió la puerta de par en par, limpiando la manija con el pañuelo al hacerlo. Pasó al descansillo, cerró la puerta y limpió también la manija interior. Se volvió y echó a correr. Bajó un tramo tras otro de negros escalones metálicos, la maleta golpeándole las piernas, la mano derecha ardiendo en la balaustrada. Le golpeaba el corazón, y la imagen de las paredes, que parecían dar vueltas a su alrededor, le mareaba. Cuando finalmente se detuvo, estaba en el descansillo del séptimo piso.

Se cogió al poste de la baranda, para recuperar el aliento. La frase «liberación física de la tensión» le cruzó la mente. Por eso había corrido de aquel modo —la liberación física de la tensión—, no por pánico, ¡no por pánico! Respiró con serenidad. Dejando la maleta en el suelo enderezó el ala del sombrero, que nerviosamente había arrugado. Se lo puso, con manos ligeramente temblorosas. Las miró. Las palmas estaban sucias, de un tono grisáceo, por las suelas de sus… Se las limpió con el pañuelo, que guardó en el bolsillo. Después de darse unos tirones para asearse la chaqueta, recogió la maleta, abrió la puerta y salió al corredor.

Todas las puertas estaban abiertas. La gente pasaba corriendo por su lado desde las oficinas de la parte de afuera a las de la parte interior, donde las ventanas se abrían al patio. Hombres con atuendo de oficina, mecanógrafas con clips sujetos a la blusa, hombres en mangas de camisa con viseras verdes, todos con la mandíbula apretada, los ojos espantados y los rostros pálidos. Se dirigió al ascensor a paso moderado, deteniéndose cuando alguien cruzaba ante él y continuando después el camino. Al pasar junto a las puertas de los despachos interiores, miró y vio espaldas de gentes que se apiñaban en torno a las abiertas ventanas; había un murmullo de excitación y tensas especulaciones.

Poco después de llegar junto a los ascensores se abrió la puerta de una de las cabinas. Entró como pudo y quedó ante la puerta misma del ascensor. Tras él, los otros pasajeros intercambiaban con avidez fragmentos de información. La acostumbrada frialdad del ascensor había sido alterada por lo ocurrido en el edificio.

El ritmo tranquilo de la normalidad llenaba el vestíbulo. La mayoría de los que estaban allí aún no se habían percatado de ninguna anormalidad, puesto que acababan de entrar al edificio. Balanceando ligeramente la maletita, cruzó el vestíbulo de mármol y salió a la tarde ruidosa. Mientras bajaba los escalones de la fachada del edificio, dos policías pasaron junto a él para entrar en el mismo. Se volvió y vio los uniformes azules que desaparecían por la puerta giratoria. Al pie de los escalones se detuvo, y examinó de nuevo sus manos. Estaban tan firmes como la roca. Ni un temblor. Sonrió. Volviéndose, miró las puertas giratorias, preguntándose si sería peligroso volver, mezclarse con la multitud, verla… Se decidió en contra.

Pasó un tranvía en dirección a la Universidad. Corrió hasta la esquina, donde una luz roja había detenido al vehículo. Subiendo de un salto, arrojó una moneda al conductor y pasó a la parte trasera del coche. Se quedó allí de pie, mirando por la ventanilla. Cuando el tranvía había recorrido ya unas dos manzanas, una ambulancia blanca se cruzó con él a toda velocidad, dejando escapar el vibrante sonido de la sirena. La observó alejarse, cruzando a través del tránsito, para detenerse ante el edificio municipal. Entonces, el tranvía giró hacia la Avenida de la Universidad, y ya no pudo ver más.