11

Entró en el edificio de Bellas Artes, donde había una cabina telefónica en el hueco de la escalera principal. Llamando a Información obtuvo el número de la Oficina de Licencias Matrimoniales.

—Oficina de Licencias Matrimoniales, al habla.

—Por favor. Llamo para saber a qué hora estará abierta hoy la oficina.

—Hasta mediodía, y desde la 1 a las 5,30.

—¿Cerrado de doce a una?

—Eso es.

—Muchas gracias. —Colgó, dejó caer otra moneda en el teléfono y llamó al dormitorio. Pudo oír los timbrazos en el cuarto de Dorothy, pero no hubo respuesta. Volvió a colocar el receptor en su sitio, preguntándose qué la habría detenido. A la velocidad que iba, tenía que estar ya en su habitación.

No tenía moneda suelta, así que salió y cruzó el campus hasta un pequeño restaurante, donde cambió un dólar y sonrió a la muchacha que ocupaba la cabina. Cuando ésta salió al fin, se metió en la cabina, muy perfumada ahora, y cerró la puerta. Esta vez sí contestó Dorothy:

—¿Diga?

—¡Eh!, ¿qué te retrasó? Llamé hace un par de minutos.

—Me detuve en el camino. Tenía que comprarme un par de guantes —su voz sonaba sofocada y feliz.

—Ya. Escucha… Ahora son… las diez y veinticinco. ¿Podrás estar lista a las doce?

—No sé. Tengo que tomar una ducha…

—¿A las doce y cuarto?

—De acuerdo.

—Dime; no tendrás que firmar para irte el fin de semana fuera, ¿verdad?

—Tengo que hacerlo; ya conoces las reglas.

—Si firmas, habrás de decir adónde vas, ¿no?

—Sí.

—Y ¿entonces…?

—Pondré «el hotel New Washington». Si la encargada pregunta, se lo explicaré.

—Mira, puedes firmar después de la boda, esta misma tarde. De todas formas hemos de volver a la Universidad. Para arreglar lo del remolque. Hemos de volver para eso.

—¿Sí?

—Naturalmente. Dijeron que no podía presentar la solicitud oficial hasta que estuviéramos realmente casados.

—¡Oh, bueno! Si hemos de volver más tarde, no hace falta que me lleve la maleta ahora.

—Sí. Llévatela. Tan pronto haya terminado la ceremonia nos registraremos en el hotel y almorzaremos. Sólo está a una manzana o dos del Edificio Municipal.

—Entonces lo mismo da que firme ahora. No sé qué diferencia puede haber.

—Escucha, Dorrie. No creo que el colegio esté precisamente encantado de dejar que las muchachas de fuera de aquí se escapen para casarse. Seguro que la encargada nos detendrá, o intentará detenernos de algún modo. Querrá saber si tu padre está enterado. Te dará un sermón, insistirá en que esperes a fin de trimestre. Para eso están las encargadas.

—De acuerdo, firmaré más tarde.

—Así me gusta. Te estaré esperando frente al dormitorio a las doce y cuarto. En la Avenida de la Universidad.

—Bueno, has de salir por la puerta lateral, ¿no?… Si sales con una maleta y sin firmar…

—Es cierto. No había pensado en eso. ¡Caray! Prácticamente, nos fugamos.

—Como en las películas.

Pudo oír su risa cálida:

—A las doce y cuarto.

—De acuerdo. Llegaremos a la ciudad a las doce y media.

—Adiós, novio.

—Adiós, novia.

Se vistió meticulosamente, con su traje azul marino, calcetines y zapatos negros, una camisa de blancura impoluta y una corbata azul pálido, de seda italiana, adornada con flores de lis, en negro y plata. Sin embargo, al examinarse en el espejo, decidió que la belleza de la corbata se hacía notar demasiado, así que se la cambió por una más sencilla, gris perla. Mirándose de nuevo, al abrocharse la chaqueta, deseó poder cambiarse también el rostro, temporalmente, por uno menos notable. Había veces, se dijo, en que el hecho de ser demasiado guapo suponía una gran dificultad. Aunque de mala gana, y sólo con idea de pasar inadvertido, como un hombre corriente más, cogió el sombrero, de color gris tórtola, colocándoselo con todo cuidado para no estropearse el pelo.

A las doce y cinco minutos estaba en la Avenida de la Universidad, frente al dormitorio, al otro lado de la calle. Le daba de pleno el sol, cálido y brillante. En el pesado aire, los gritos aislados de los pájaros, las pisadas y los frenos de los coches, tenían una extraña cualidad, como si le llegaran a través de un muro de cristal. Se colocó de espaldas al dormitorio, mirando el escaparate de una tienda.

A las doce y cuarto, vio, reflejado en el escaparate, cómo se abría la puerta al otro lado de la calle y aparecía la figura de Dorothy, vestida de verde. Por una vez en su vida, era puntual. Se volvió. Ella miraba de derecha a izquierda, con ojos inquietos, sin verle. En una mano, cubierta de guante blanco, llevaba el bolso; en la otra, una maletita de aseo de avión, de un tejido a rayas rojas. Levantó la mano y, al cabo de un momento, ella lo vio. Con ansiosa sonrisa bajó de la acera, esperó un alto en el tránsito, y corrió hacia él.

Estaba hermosa. Llevaba un traje de chaqueta verde oscuro; una lazada de seda blanca adornaba su garganta. Sus zapatos y bolso eran de lagarto marrón, y un adorno de terciopelo verde oscuro, sobre un fino velito, parecía flotar en su dorado y sedoso cabello. Cuando llegó a su lado, él sonrió y le quitó la maleta de la mano:

—Todas las novias son hermosas —dijo—, pero tú más que ninguna.

Gracias, señor —parecía como si fuera a besarle.

Un taxi dobló la esquina y redujo la velocidad. Dorothy le miró inquisitiva, pero él agitó la cabeza:

—Si vamos a economizar, será mejor que empecemos ya a practicar. —Sus ojos recorrieron la avenida. Bajo el brillante sol se acercaba un tranvía.

Dorothy contemplaba todo como si hubiera estado encerrada durante meses. El cielo era una límpida extensión azul. La Universidad se extendía ante el edificio del dormitorio y a lo largo de siete manzanas de la Avenida, con sus espacios verdes, tranquilos y resguardados por los frondosos y frescos árboles. Algunos estudiantes recorrían los senderos, otros se hallaban tumbados en el césped.

—Piensa, cariño —dijo maravillada—; cuando volvamos esta tarde, estaremos casados.

El ruidoso tranvía se detuvo y gruñó al detenerse. Subieron.

Se sentaron hacia el final del coche, sin hablar apenas, cada uno hundido en sus pensamientos. Un observador casual no hubiera podido afirmar que viajaban juntos.

Los ocho pisos primeros del edificio municipal de Blue River estaban dedicados a oficinas del Ayuntamiento y del distrito de Rockwell, cuya capital era Blue River. Los seis pisos restantes se alquilaban a particulares, la mayoría abogados, doctores y dentistas. El edificio en sí era una mezcla de arquitectura clásica y moderna, un compromiso entre los rasgos funcionales de los años treinta y el firme afán conservador de Iowa.

Los profesores encargados de los cursos preparatorios de arquitectura en la Facultad de Bellas Artes de Stoddard se referían a él denominándolo «aborto arquitectónico», lo que hacía que los novatos lo despreciaran con aire de suficiencia.

Contemplado desde arriba, el edificio rodeaba a un patio interior que lo recorría de arriba abajo. Visto de lado, los entrantes de los pisos ocho y doce le daban el aspecto de tres bloques de tamaño decreciente apilados uno encima del otro. Sus líneas carecían de gracia, eran demasiado severas; las ventanas estaban rodeadas de complicados adornos griegos; y sus puertas giratorias, de bronce y cristal, parecían incrustadas entre unos pilares gigantes, con capiteles rematados en estilizados cuernos. Era una monstruosidad, pero, al bajar del tranvía, Dorothy se detuvo y lo miró como si fuera la catedral de Chartres.

Eran las doce y media cuando cruzaron la calle, subieron los escalones y entraron por la puerta giratoria. El vestíbulo, de suelo de mármol, estaba lleno de gente que se iba o volvía de almorzar; gente que se apresuraba hacia sus citas; gente que aguardaba de pie. El sonido de las voces y el susurro de los zapatos sobre el mármol llenaba el vestíbulo, de techo de cúpula.

Se colocó detrás de Dorothy, dejando que ella marcara el camino hacia el directorio, situado a un lado del vestíbulo.

—¿Estará en la R, por «Distrito de Rockwell», o en la M, de «Matrimonios»? —preguntó, brillantes los ojos que examinaba la lista en la pared.

Él la miró también, como olvidado de su presencia:

—¡Aquí está! —dijo Dorothy al fin, con aire triunfante—: «Oficina de Licencias Matrimoniales: seis, cero, cuatro». —Se volvió hacia los ascensores, situados frente a las puertas giratorias.

Dorothy corrió entonces junto a él. Fue a cogerle la mano, pero estaba ocupada con la maleta. Por lo visto, él no observó su gesto, ya que no hizo movimiento alguno por cambiársela de mano.

Uno de los cuatro ascensores estaba abierto, medio lleno de pasajeros. Al aproximarse, se echó un poco hacia atrás, dejando que Dorothy entrara primero. Llegó en ese instante una dama anciana, y también se echó atrás dejándole paso, permitiéndole que entrara detrás de Dorothy. La señora le sonrió, complacida por su gesto de galantería, doblemente inesperado viniendo de un joven y en un edificio de oficinas. Pareció un poco desilusionada de que no se quitara también el sombrero. Dorothy le sonrió asimismo por encima del hombro de la dama, que, en cierto modo, se había colocado entre ellos. Le devolvió la sonrisa, con una leve curvatura de los labios.

Dejaron el ascensor en el sexto piso, con otros dos hombres, con cartera en la mano, que dieron la vuelta hacia la derecha y se alejaron rápidamente por el corredor:

—¡Eh, espérame! —protestó Dorothy con un gesto de divertido asombro cuando la puerta del ascensor se cerró tras ellos. Había sido la última en salir, y él el primero, y se había dirigido hacia la izquierda, caminando unos cinco metros como si estuviera solo. Se volvió con aire de no haberse dado cuenta, y ella se puso a su lado, y le cogió alegremente del brazo. Por encima de la cabeza de la muchacha, pudo observar que los hombres de las carteras habían llegado al otro extremo del corredor, girando a la derecha y desapareciendo al fin por un lado del piso.

—¿Adonde ibas tan de prisa? —preguntó ella.

—Lo siento —sonrió—. El clásico novio nervioso.

Caminaron con los brazos entrelazados, siguiendo hacia la izquierda. Dorothy iba recitando los números pintados en las puertas:

—Seiscientos veinte, seiscientos dieciocho, seiscientos dieciséis…

Tuvieron que volver otra vez hacia la izquierda, antes de llegar al 604, que estaba al fondo del edificio, al lado opuesto de los ascensores. Él intentó abrir la puerta. Estaba cerrada. Leyeron el horario, colocado en el panel de cristal esmerilado, y Dorothy se quejó desilusionada.

—¡Maldita sea! —dijo él—. Debía haber llamado para asegurarme. —Dejó la maleta en el suelo y miró el reloj—. La una menos veinticinco.

—Veinticinco minutos —dijo Dorothy—. Supongo que podríamos bajar.

—Toda esa gente… —murmuró. Luego se detuvo—. ¡Oye, tengo una idea!

—¿Qué?

—El terrado. Subamos al terrado. Hace un día magnífico. Estoy seguro de que podremos ver kilómetros y kilómetros a nuestro alrededor.

—¿Podemos subir?

—Si nadie nos lo impide, es que podemos —recogió la maleta—. Vamos, echarás una última mirada al mundo antes de convertirte en una señora casada.

Sonrió Dorothy y empezaron a caminar, volviendo sobre sus pasos por el corredor hasta la fila de ascensores. Pronto apareció sobre una de las puertas una flecha que señalaba hacia arriba.

Cuando lo dejaron en el piso catorce, de nuevo se vieron separados, como por casualidad, por los otros pasajeros que salían. En el corredor esperaron hasta que todos se hubieron dirigido apresuradamente hacia sus oficinas, y entonces Dorothy dijo:

—Subamos —en un susurro conspiratorio. Había convertido aquello en una aventura.

De nuevo tuvieron que hacer medio circuito del edificio, hasta que, junto a la oficina 1402, hallaron una puerta que decía: «Escalera». La empujaron, se abrió, y entraron. La puerta se cerró suavemente tras ellos. Estaban en un descansillo, con escalones de metal negro que llevaban hacia arriba y hacia abajo. La luz entraba débilmente por una claraboya, bastante sucia. Subieron ocho escalones, otro descansillo y ocho escalones más. Una puerta les cerró el paso, una puerta metálica, muy pesada, de un tono marrón rojizo. Él intentó abrirla.

—¿Está cerrada?

—No lo creo.

Puso el hombro contra la puerta y empujó.

—Te vas a ensuciar el traje.

La puerta se apoyaba en un escalón, que formaba un descomunal umbral y alzaba su parte inferior casi treinta centímetros por encima del nivel del descansillo. Este escalón suponía un gran estorbo; le resultaba difícil aplicar debidamente el peso. Dejó la maleta, colocó de nuevo el hombro contra la puerta y lo intentó otra vez.

—Podemos bajar y esperar —dijo Dorothy—. Probablemente esta puerta no ha sido abierta en…

Apretó los dientes. Golpeó la base de la puerta con el pie, se echó atrás y luego dio con el hombro con toda su fuerza. La puerta se abrió al fin. Gruñó la cadena del contrapeso. La fuerte luz del sol que se abrió paso por la rendija hirió sus ojos, cegándolos después de la oscuridad de la escalera. Hubo un rápido murmullo de alas de palomas.

Recogió la maleta, saltó sobre el escalón y la dejó de nuevo, fuera del alcance de la puerta cuando ésta se cerrara. Abriéndola por completo, quedó de espaldas a ella. Extendió una mano hacia Dorothy. Con la otra hizo un gesto que abarcaba toda la extensión del terrado, como un camarero que señala orgullosamente la mejor mesa. Se inclinó profundamente con su mejor sonrisa:

—Entre, señora —dijo.

Tomándole la mano, la muchacha saltó graciosamente sobre el escalón y pisó el negro alquitrán del tejado.