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A las diez en punto salieron del edificio con los brazos entrelazados, al aire puro y cristalino, vibrante con los gritos de los estudiantes. Pasaron tres muchachas con alegres insignias del equipo de béisbol, acompañando a una que golpeaba una sartén con una gran cuchara de madera, y otra que llevaba un enorme cartel que anunciaba una reunión de los partidarios del equipo local.

—¿Te duele todavía el costado? —preguntó Dorothy, preocupada por su grave expresión.

—Un poco —dijo.

—¿Tienes esos ataques con frecuencia?

—No. No te preocupes —miró el reloj—. No vas a casarte con un inválido.

Cruzaron el sendero hasta el césped.

—¿Cuándo iremos? —preguntó ella, apretándole la mano.

—Esta tarde. Hacia las cuatro.

—¿No sería mejor ir más temprano?

—¿Por qué?

—Bueno, probablemente llevará algún tiempo, y deben cerrar hacia las cinco o así.

—No llevará mucho tiempo. Sólo tenemos que llenar la solicitud para una licencia y luego habrá alguien que nos case en el mismo piso.

—Será mejor que lleve documentos para demostrar que tengo más de dieciocho años.

—Sí.

Dorothy se volvió a mirarle, grave de pronto, con el remordimiento inundando su rostro. «Ni siquiera es una buena mentirosa», pensó él.

—¿Lamentas muchísimo que las píldoras no me hicieran nada? —le preguntó ansiosamente.

—No, no mucho.

—Exagerabas, ¿verdad?, cuando dijiste lo mal que nos saldrían las cosas.

—Sí. Ya se arreglará todo. Sólo quería que tomaras las píldoras por tu propio bien.

Enrojeció todavía más, y él apartó el rostro, apurado ante la transparencia de su expresión. Cuando la miró de nuevo, la alegría ante la inmediata boda había desterrado su remordimiento, y ahora se cogía los brazos y sonreía:

—¡No puedo ir a mis clases! ¡Voy a faltar!

—Magnífico. Yo también. Quédate conmigo.

—¿Qué quieres decir?

—Hasta que vayamos al edificio municipal. Pasaremos el día juntos.

—No puedo, cariño. El día entero, no. Tengo que volver al dormitorio, terminar de hacer la maleta, vestirme… ¿No tienes que hacer la maleta?

—Dejé ya una en el hotel al hacer la reserva.

—Bueno, pero tendrás que vestirte, ¿no? Espero verte con tu mejor traje, el azul.

Sonrió:

—Sí, señora. De todas formas, puedes concederme algo de tu tiempo. Hasta el almuerzo.

—Y ¿qué haremos?

—No lo sé —confesó—. Quizá vayamos de paseo. Al río.

—¿Con estos zapatos? —levantó el pie, mostrando un zapatito de suave ante—. Se me torcería el tobillo; no son nada seguros.

—De acuerdo —dijo—. Nada de río.

—Tengo una idea —señaló el edificio de Bellas Artes, frente a ellos—. Vayamos a la sala de discos de Bellas Artes y escuchemos música.

—No sé si en un día tan hermoso me gustaría estar… —se detuvo, al ver que Dorothy ya no sonreía.

Estaba mirando más allá del edificio de Bellas Artes, a la aguja de la torre de la estación de radio K.B.R.I., que cortaba el cielo.

—La última vez que estuve en el edificio municipal fue para ver al doctor —dijo gravemente.

—Esta vez será diferente… —dijo, y, de pronto, se detuvo.

—¿Qué pasa?

—Dorrie, tienes razón. ¿Por qué hemos de esperar hasta las cuatro? Vayamos ahora.

—¿Casarnos ahora?

—Bueno, en cuanto tengas hecha la maleta, y te vistas, y todo eso. Mira, puedes volver ahora al dormitorio y prepararte. ¿Qué me dices?

—¡Oh, sí, sí! ¡Oh, quiero ir ahora!

—Te llamaré de aquí a un rato, y te diré dónde puedo recogerte.

—Sí, sí —se levantó y lo besó, excitada, en la mejilla—. Te quiero tantísimo… —susurró.

Dorothy echó a correr, lanzándole una sonrisa por encima del hombro, caminando tan aprisa como podía.

La observó un instante más. Después se volvió y miró de nuevo la torre de la estación K.B.R.I., con que terminaba el edificio municipal de Blue River, el más alto de la ciudad, catorce pisos por encima de los duros bordes de la calzada.