9

Al entrar en la clase, el viernes por la mañana, el muchacho se sentía ligero, esbelto y maravilloso. Era un hermoso día; la luz del sol bañaba la habitación y hacía brillar las sillas de metal hasta llenar de reflejos las paredes y el techo. Al ocupar su asiento en el fondo de la habitación, extendió las piernas todo lo que pudo y cruzó los brazos sobre el pecho, observando la entrada de los demás estudiantes. La radiante mañana los excitaba a todos, y, al día siguiente, se efectuaría el primer juego de béisbol de la Universidad, con el Baile de Primavera por la tarde. Todos hablaban, gritaban, reían, intercambiaban sonrisas.

Tres muchachas se hallaban a un lado susurrando excitadamente. Se preguntó si serían de su mismo dormitorio, si sería posible que estuvieran hablando de Dorothy. Todavía no podían haberla encontrado. ¿Por qué tenía que entrar alguien en su cuarto? Pensarían que quería dormir hasta más tarde. Contaba con que no la encontraran durante varias horas. Retuvo el aliento hasta que el murmullo de las muchachas acabó en una carcajada.

No. No era probable que la encontraran antes de la una, o así («Dorothy Kingship no estuvo en el desayuno y tampoco ha aparecido en el almuerzo…»). Entonces alguien llamaría a su puerta, sin obtener respuesta. Probablemente tendría que buscar a la encargada del edificio, o a alguien que tuviera una llave. O tal vez ni siquiera sucedería entonces. Muchas de las chicas del dormitorio se perdían el desayuno por quedarse en la cama hasta tarde, y algunas incluso almorzaban fuera de vez en cuando. Dorrie no tenía amigas íntimas que la echaran de menos en seguida. No; si seguía su suerte, quizá no la encontraran hasta que llegara la llamada telefónica de Ellen.

La noche anterior, después de decir buenas noches a Dorothy por teléfono, había vuelto a su dormitorio. En el buzón de la esquina había depositado el sobre, dirigido a Ellen Kingship, el sobre que contenía la nota de suicidio de Dorothy. La primera recogida de correo de la mañana era a las seis. Caldwell estaba sólo a ciento cincuenta kilómetros, y, por tanto, la carta sería entregada esa misma tarde. Si Dorothy era hallada por la mañana, Ellen, notificada por su padre, tal vez saliera de Caldwell hacia Blue River antes de que llegara la carta, lo que significaría, casi con seguridad, que se iniciaría alguna clase de investigación, porque la nota de suicidio no se leería hasta que Ellen regresara a Caldwell. Era el único riesgo, pero era muy pequeño e inevitable: no tenía ninguna posibilidad de meterse en el dormitorio de las chicas para depositar la nota en la habitación de Dorothy, y era muy poco práctico deslizaría en secreto en el bolsillo de la chaqueta de la chica, o en uno de sus libros, antes de darle las píldoras, pues hubiera corrido el riesgo, muchísimo mayor, de que Dorothy encontrara la nota y la tirara; o, todavía peor: que la leyera y comprendiera la verdad.

Había decidido que el mediodía era la hora más segura. Si Dorothy era hallada después de las doce, Ellen ya habría recibido la nota cuando las autoridades del colegio se pusieran en contacto con Leo Kingship, y éste, a su vez, se hubiera puesto en contacto con su hija. Si en verdad tenía suerte, Dorothy no sería descubierta hasta últimas horas de la tarde, cuando una frenética llamada telefónica de Ellen llevara a su descubrimiento. Entonces todo quedaría claro y en el orden más conveniente para él.

Habría una autopsia, naturalmente, que revelaría la presencia de gran cantidad de arsénico y de un embrión de dos meses… la forma y el porqué de su suicidio, Eso, y la nota, convencerían por completo a la policía. Claro, harían una rutinaria comprobación en las farmacias locales, pero tal cosa sólo les llevaría a un callejón sin salida. Quizás incluso tomaran en consideración el almacén de la Facultad de Farmacia. Preguntarían a todos los estudiantes: «¿Vieron a esa chica en el laboratorio, o en alguna parte del edificio?», a la vez que les enseñarían una fotografía de la muerta. Lo que les llevaría otra vez a cero. Sería un misterio, pero no demasiado importante. Aun cuando no pudieran estar seguros del origen del arsénico, su muerte seguiría siendo un indiscutible suicidio.

¿No buscarían al hombre del caso, al amante? Lo consideró improbable. Por todo cuanto ellos sabían, era bastante promiscua, lo cual no les había de preocupar personalmente. Pero, ¿y Kingship? Con su ultrajada moralidad, ¿no iniciaría una investigación privada? («¡Encuentren al hombre que perdió a mi hija!»). Aunque, por la descripción que Dorothy hiciera de su padre, era más probable que Kingship pensara: «¡Ajá! Ahí la tienes, una perdida. De tal madre, tal hija». Sin embargo, habría una investigación.

Seguramente se vería mezclado en ella. Los habían visto juntos, aunque no con demasiada frecuencia. Al principio, cuando todavía no podía estar seguro de haber tenido éxito con Dorothy, no la había llevado precisamente a los sitios más populares. El año anterior había estado saliendo con aquella heredera y, si lo de Dorothy no salía como lo tenía planeado, habría otras en el futuro. No quería tener la reputación de un cazafortunas. Después, una vez estuvo seguro de haber conquistado a Dorothy, habían ido al cine, a su habitación y a lugares tranquilos, como el restaurante de Gideón. Y reunirse en aquel banco, más que en el salón del edificio del dormitorio, se había hecho una costumbre para ellos.

Se vería envuelto en la investigación, de acuerdo; pero Dorothy no le había dicho a nadie que estaban comprometidos, de modo que también otros hombres aparecerían complicados. Por ejemplo, un pelirrojo con el que ella había estado charlando fuera de clase, el día en que él la vio por primera vez y observó el nombre Kingship, impreso en cobre en su caja de cerillas, y aquel otro para el que había tejido los calcetines multicolores, y todos los muchachos con quienes había salido una o dos veces… Todos aparecerían complicados, y entonces sería cuestión de lanzarse a adivinar quién la había «perdido», porque todos lo negarían. Y, por muy completa que fuera la investigación, Kingship nunca podría estar seguro de no haber pasado por alto al verdadero «culpable». Se sospecharía de todos los muchachos, pero no habría pruebas contra ninguno.

No, todo sería perfecto. No tendría que dejar la Universidad, ni buscar empleo, ni cargar con una agobiante esposa, y un niño, ni con un vengativo Kingship. Sólo un pequeñísimo problema… Supongamos que lo señalaran en la Universidad como uno de los hombres que habían salido con Dorothy. Supongamos que la chica que le dejara entrar en el laboratorio lo viera de nuevo, oyera su nombre, supiera que no era, desde luego, estudiante de Farmacia… Pero hasta eso era muy improbable, con doce mil estudiantes… Pero, supongamos que sucediera lo peor. Supongamos que lo reconociera, lo recordara y fuera a la policía. Ni siquiera entonces habría pruebas. ¿Que él estuvo en el laboratorio? Muy bien. Podía inventar alguna excusa y ellos tendrían que creerle, porque seguiría teniendo validez la nota, la nota de mano de Dorothy. ¿Cómo podrían explicar…?

La puerta lateral de la clase se abrió, creando una corriente de aire que levantó las hojas de su cuaderno. Se volvió para ver quién era. Era Dorothy.

El horror lo inundó, como una oleada de lava. Se incorporó a medias, con la sangre llenándole el rostro, y con el pecho como un bloque de hielo. Empezó a correrle el sudor por todo el cuerpo, como un millón de insectos. Sabía que lo tenía escrito en el rostro, en los ojos inyectados, en las mejillas ardientes, escrito de modo que ella pudiera verlo, pero le era imposible sofocar aquella expresión de horror. Dorothy lo miraba interrogativamente mientras cerraba la puerta. Como otro día cualquiera, con los libros bajo el brazo, con un jersey gris, con una falda plegada. Dorothy. Mirándole, muy preocupada por su rostro.

Se le cayó el cuaderno al suelo. Bajó la cabeza buscando una escapada momentánea. Se detuvo, con el rostro junto al asiento, tratando de recobrar la respiración. ¿Qué había sucedido? ¡Oh, Dios mío, no se había tomado las píldoras! ¡Seguro que no! ¡Le había mentido! ¡La muy perra! ¡La muy embustera perra! Y la nota en camino a Ellen… ¡Oh, Dios mío!

La oyó deslizarse hasta su asiento, y su asustado murmullo:

—¿Qué te ocurre? ¿Qué te pasa?

Recogió el cuaderno y se incorporó, sintiendo que la sangre abandonaba ahora su rostro, que se retiraba de todo su cuerpo, dejándole helado, como un muerto, aunque el sudor seguía corriendo por sus miembros.

—¿Qué te pasa?

La miró. Como cualquier otro día… Llevaba incluso una cinta verde en el pelo. Intentó hablar, pero era como si estuviera vacío por dentro, sin poder emitir un sonido:

—¿Qué pasa?

Los estudiantes empezaban a volverse. Finalmente, consiguió decir:

—Nada… Estoy bien.

—¡Estás enfermo! Tienes la cara gris como…

—Estoy bien. Sólo es… —se tocó en el costado, donde ella sabía que tenía la cicatriz de la guerra—. Me da un pinchazo de vez en cuando.

—¡Dios mío!, pensé que tenías un ataque al corazón, o algo así —murmuró ella.

—No. Ya estoy bien —seguía mirándola, tratando de respirar normalmente, sujetándose las rodillas con las manos, en rígida tensión. ¡Santo cielo! ¿Qué podía hacer ahora? ¡La muy perra! También ella había hecho sus planes, sus planes para casarse.

Vio que la ansiedad desaparecía del rostro de Dorothy, reemplazada también por una expresión nerviosa. Luego ella arrancó una página de la libreta, escribió algo y se la pasó:

Las píldoras no me hicieron nada.

¡La muy mentirosa! ¡Maldita embustera! Arrugó el papel y lo retuvo en la mano, clavándose las uñas en la palma. «¡Piensa! ¡Piensa!» El peligro era tan enorme que no podía captarlo por completo en un segundo. Ellen recibiría la nota… Y entonces, ¿qué? ¿A las tres? ¿A las cuatro? Y llamaría a Dorothy: «¿Qué significa esto? ¿Por qué lo escribiste?» «Escribí ¿qué?» Y entonces Ellen leería la nota, y Dorothy la reconocería… ¿Acudiría a él? ¿Qué explicación podía inventar? ¿O comprendería ella la verdad… y le contaría toda la historia a Ellen… y llamaría a su padre? Si había guardado las píldoras, si no las había tirado, ¡habría pruebas! Intento de asesinato. ¿Las llevaría a un laboratorio? ¿Las haría analizar? Ahora no podía calcularlo. Dorothy se había convertido en una incógnita para él. Había creído que podía predecir cada movimiento de su maldito cerebro, y ahora…

Se daba cuenta de que ella lo miraba, esperando alguna clase de reacción a las palabras que había escrito. Cogió una hoja de su cuaderno y abrió la pluma, pero hubo de esconder la mano para que Dorothy no viera cómo le temblaba. No podía escribir. Sin embargo, tenía que hacerlo, tenía que arrastrar la pluma hasta conseguir manchar la superficie del papel. ¡Y escribir de modo que pareciera natural!

De acuerdo. Lo intentamos; eso es todo. Ahora nos casaremos como estaba previsto.

Se lo entregó. Dorothy lo leyó y se volvió hacia él, y su rostro era tan amoroso, tan cálido y radiante como el sol. Le devolvió la sonrisa, rogando porque no se diera cuenta de su tensión.

Todavía no era demasiado tarde. La gente escribía notas de suicidio y luego seguía dando vueltas por algún tiempo antes de llevarlo a cabo. Miró el reloj: las 9,20. Lo más pronto que Ellen podía recibir la nota sería… las tres en punto. Cinco horas y cuarenta minutos. Ahora no sería el plan fijado de antemano. Tendría que ser rápido, positivo, nada de confiar en que ella hiciera cierta cosa en cierto momento. Nada de veneno. ¿De qué otra forma se mata a la gente? En cinco horas y cuarenta minutos Dorothy tenía que estar muerta.