Como siempre, Dorothy llegó tarde a la clase de las nueve. Sentado en el fondo de la sala, él observó las filas de asientos que se iban llenando de estudiantes. Llovía, y gruesas cortinas de agua se deslizaban por los ventanales que llenaban toda una pared. El asiento a su izquierda seguía vacío cuando el profesor subió a la tarima y empezó a hablar sobre la forma de la administración ciudadana.
Ya lo tenía todo dispuesto. La pluma colocada sobre el cuaderno, abierto ante él, y la novela española, La Casa de las Flores Negras en equilibrio sobre sus rodillas. Un pensamiento repentino le paralizó el corazón: ¿y si ella decidía, precisamente esa mañana, faltar a clase? Al día siguiente era viernes, o sea el día límite. Esa mañana era la única oportunidad que tendría de conseguir la nota, y debería tenerla lista para la noche. ¿Qué haría si no venía?
Sin embargo, a las nueve y diez apareció Dorrie. Sin aliento, con los libros bajo un brazo, la gabardina en el otro, y una sonrisa iluminando su rostro en el momento en que cruzó la puerta. De puntillas pasó por la clase, a sus espaldas, dejó caer la gabardina en el respaldo de su silla y se sentó. La sonrisa seguía en su rostro cuando eligió entre sus libros, manteniendo un cuaderno y una pequeña libreta de notas ante ella, y dejando los restantes en el espacio entre los asientos.
Entonces vio el libro que él tenía abierto en las rodillas, y sus cejas se fruncieron inquisitivamente. Cerró el libro, manteniendo un dedo entre las páginas y lo volvió hacia Dorothy, de modo que pudiera ver el título. Luego lo abrió de nuevo y, con la pluma, le indicó de modo general las dos páginas expuestas y el cuaderno, explicándole así toda la traducción que tenía que preparar. Dorothy agitó la cabeza en gesto de conmiseración. Él señaló al conferenciante, y a su cuaderno. Si la muchacha tomaba notas, podía pasárselas más tarde. Ella asintió.
Después de trabajar durante un cuarto de hora, siguiendo cuidadosamente las palabras de la novela, y escribiendo lentamente en el cuaderno, la miró a escondidas y vio que estaba inmersa en su propio trabajo. Entonces rompió un pedacito de papel, de unos tres centímetros, del ángulo de una de las hojas de su cuaderno. Lo cubrió por una parte con palabras escritas y cruzadas, líneas en espiral, vagos dibujos producidos por el aburrimiento. Después le dio la vuelta. Siguiendo con el dedo las líneas de la novela, empezó a agitar la cabeza y a mover nerviosamente el pie, como con impaciente perplejidad.
Dorothy no pudo por menos de observarlo. Se volvió, interrogándole con los ojos. Él hizo un gesto de impotencia y dejó escapar un suspiro de preocupación. Después alzó el dedo con un gesto que parecía pedirle que esperara un momento antes de volver de nuevo su atención al conferenciante. Empezó a escribir, apretando las palabras en el pequeño pedazo de papel, palabras que parecía que estuviera copiando de la novela. Cuando hubo terminado, le entregó el papelito.
Traducción, por favor, había escrito al principio. La nota decía en español:
Querida
Espero qué me perdonarás por la infelicidad que causaré. No hay ninguna otra cosa que pueda hacer.
Ella le dirigió una mirada de desconcierto, porque las frases eran muy sencillas. Pero su rostro estaba vacío de expresión; sólo aguardaba. Dorothy cogió la pluma y dio la vuelta al papel, pero, al ver la parte de atrás cubierta con sus garabatos, arrancó una hoja de su cuaderno y escribió en ella.
Le entregó la traducción. Él la leyó y asintió: «Muchas gracias», susurró. Después se inclinó hacia delante y escribió en su cuaderno. Dorothy arrugó el papelito que le había entregado y lo dejó caer en el suelo. Por el rabillo del ojo él miró donde caía. Había otros pedacitos de papel también, y algunas colillas de cigarrillo. Al final del día lo barrerían todo y lo quemarían.
Estudió de nuevo el papel, y la pequeña y clara letra de Dorothy.
Metió cuidadosamente el papel en la solapa interior del cuaderno y lo cerró. Cerró también la novela y la colocó encima del cuaderno. Dorothy se volvió, miró los libros y a él también. Su mirada le preguntaba si había terminado.
Inclinó la cabeza y sonrió.
No tenían que verse aquella tarde. Dorothy quería lavarse el pelo, y preparar una maletita para su luna de miel en el hotel New Washington. Pero, a las ocho treinta, sonó el teléfono que tenía sobre la mesa.
—Escucha, Dorrie, ha ocurrido algo. Algo importante.
—¿Qué quieres decir?
—Tengo que verte inmediatamente.
—Pero, ¡no puedo! No puedo salir. Acabo de lavarme el pelo.
—Dorrie, esto es importante.
—¿No puedes decírmelo ahora?
—No. Tengo que verte. Reúnete conmigo en el banco, dentro de media hora.
—Pero ¡si está lloviendo! ¿No puedes venir al vestíbulo del dormitorio?
—No. Escucha, ¿recuerdas aquel sitio donde tomamos las hamburguesas de queso la otra noche? ¿El restaurante de Gideón? Bien, reúnete allí conmigo. A las nueve.
—No sé por qué no puedes venir al vestíbulo…
—Nena, por favor…
—¿Tiene… tiene algo que ver con mañana?
—Te lo explicaré todo en casa de Gideón.
—Pero ¿tiene algo que…?
—Bueno, sí y no. Mira, todo va a salir bien. Te lo explicaré todo. Tú no tienes más que estar allí a las nueve.
—De acuerdo.
A las nueve menos diez abrió el cajón interior de su mesa y sacó dos sobres de debajo de los pijamas. Uno estaba ya cerrado, sellado y dirigido:
Señorita Ellen Kingship Dormitorio Norte Universidad Caldwell, Caldwell, Wisconsin
Había escrito la dirección, aquella tarde, en el salón de la Unión de Estudiantes, en una de las máquinas puestas a disposición de los estudiantes en general. Contenía la nota que Dorothy escribiera en clase aquella mañana. El otro sobre encerraba las dos cápsulas.
Se metió un sobre en cada uno de los bolsillos interiores de la chaqueta, teniendo cuidado de fijarse muy bien cuál era el de la nota. Después se puso la trinchera, se abrochó el cinturón, y, con una mirada final al espejo, dejó la habitación.
Cuando abrió la puerta de la fachada de la casa se tomó el trabajo de iniciar la marcha con el pie derecho, aunque se sonriera con cierta indulgencia al hacerlo.