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Siguió la rutina regular el miércoles, asistiendo a todas sus clases, pero ya no formaba parte de la vida y actividad que lo rodeaba, como no forma parte el buzo, en su campana de inmersión, del mundo extraño en el que está sumergido. Todas sus energías trabajaban ahora hacia adentro, enfocadas en el problema de conseguir que Dorothy escribiera una nota de suicidio, o, si no podía lograrlo, descubrir otro modo de que su muerte pareciera provocada por ella misma. Enfrascado ya en esta intensa reflexión, abandonó inconscientemente toda simulación sobre si seguiría adelante o no con sus planes: iba a matarla. Tenía el veneno, y ya sabía cómo administrárselo. Sólo quedaba un problema, y estaba decidido a resolverlo. En ocasiones, durante el día, cuando una respuesta en voz alta, o el ruido de la tiza en el encerado, le hacían darse cuenta momentáneamente de cuanto le rodeaba, miraba a sus compañeros de clase con aire de sorpresa. Viéndoles fruncir las cejas ante un poema de Browning, o una frase de Kant, sentía como si de pronto hubiera tropezado con un grupo de adultos jugando a saltacabrillas.

La clase de español era la última del día, y, en la segunda mitad de la misma, tuvo que hacer un examen, breve, pero no anunciado de antemano. Como era la asignatura en la que iba más flojo, se forzó a concentrarse en la traducción de una página de la complicada y florida novela española que la clase preparaba ese año.

Quizá fuera el estímulo de la labor que estaba realizando, o el comparativo relajamiento que le ofrecía el trabajo tras un día de intensa meditación; no sabría decirlo. Pero, en plena redacción del examen, la idea le vino a la mente. Surgió en él como un plan totalmente formado, un plan perfecto, que no podía fallar y que probablemente ni despertaría las sospechas de Dorothy. Esta contemplación le absorbió tan por completo la mente que, cuando terminó la clase, apenas había traducido la mitad de la página señalada. No le enojó la idea de la mala nota del examen, que juzgaba inevitable. Para las diez de la mañana siguiente, Dorothy habría escrito su nota de suicidio.

Esa tarde, y como su patrona se había ido a una reunión de la Estrella del Este, llevó de nuevo a Dorothy a su habitación. Durante las dos horas que pasaron allí, fue todo lo amoroso y tierno que ella deseara siempre. En muchos aspectos la apreciaba en verdad, y, además, era consciente del hecho de que ésa sería la última experiencia amorosa de la muchacha.

Dorothy, al percatarse de su nueva ternura, la atribuyó a la proximidad de su boda. No era una muchacha religiosa, pero sí creía profundamente que el estado del matrimonio llevaba consigo algo de santidad.

Después fueron a un pequeño restaurante, cerca del recinto universitario. Era un lugar tranquilo y no muy popular entre los estudiantes. El viejo propietario, a pesar del trabajo que se tomó para decorar sus ventanas con papel crepé azul y blanco, y con las enseñas de Stoddard, se mostraba irascible con los universitarios, ruidosos y algo destructivos.

Sentados en uno de los divanes azules que bordeaban la pared, y ante una mesita, tomaron hamburguesas de queso, y leche malteada, mientras Dorothy hablaba sobre un nuevo tipo de mueble-librería que después se convertía al abrirse, en una mesa de comedor. Él asintió con aire entusiasmado, aguardando una pausa en el monólogo.

—¡Oh, a propósito! —dijo—: ¿Todavía tienes aquella foto que te di? La foto mía.

—Claro que sí.

—Bueno, pues déjamela un par de días. Quiero que saquen una copia para enviársela a mi madre. Es más barato que conseguir otra del estudio.

Ella sacó una carterita verde del bolsillo de la chaqueta, doblada en el asiento, a su lado.

—¿Le has hablado a tu madre de nosotros?

—No.

—¿Por qué no?

Pensó por un momento:

—Bueno, si tú no podías decírselo a tu familia hasta después, tampoco yo quise decírselo a mi madre. Guardemos nuestro secreto —sonrió—. No se lo has dicho a nadie, ¿verdad?

—No —dijo ella. Tenía en la mano unas cuantas fotos que había sacado de la cartera. Miró él la de encima de todas, sobre la mesa. Era de Dorothy y de otras dos muchachas sus hermanas supuso. Viendo que la miraba, ella le pasó la foto—: La de en medio es Ellen, y Marión está al otro extremo.

Las tres muchachas estaban de pie ante un coche. Un Cadillac, según pudo ver. De espaldas al sol, de modo que los rostros quedaban en la sombra, pero aun se podía discernir cierto parecido entre ellas. Todas tenían los ojos grandes, y los pómulos prominentes. El pelo de Ellen parecía de un tono intermedio entre el rubio de Dorothy y el castaño oscuro de Marión:

—¿Quién es la más bonita? —preguntó—. Después de ti, claro.

—Ellen —dijo Dorothy—. E incluso más que yo. Marión podía ser muy bonita también, sólo que siempre se peina así —se echó el cabello atrás severamente, y frunció el ceño—. Ella es la intelectual, ¿te acuerdas?

—Oh, sí. La entusiasta de Proust.

Le entregó la foto siguiente que era de su padre:

—Grrr… —gruñó él, y los dos rieron. Luego Dorothy dijo:

—Y éste es mi novio —al entregarle su propia foto.

Él la miró especulativamente, viendo la simetría de los huesos del rostro:

—No sé —dijo dudoso, pasándose la mano por la barbilla—. Me parece algo disoluto.

—Pero ¡tan guapo! —dijo ella—. Tan guapo… —Él sonrió y se metió la foto en el bolsillo con aire de satisfacción—. No la pierdas —le avisó Dorothy, muy grave.

—Claro que no. —Miró en torno, con los ojos brillantes. En la pared junto a ellos había un selector para el tocadiscos automático de la parte trasera del restaurante—. Música —dijo en voz alta, sacando una moneda y dejándola caer en la ranura. Pasó el dedo de arriba a abajo por las filas gemelas de botones rojos mientras leía los nombres de las canciones. Se detuvo en el que decía: Una tarde encantadora, que era uno de los favoritos de Dorothy, pero, en este momento, sus ojos captaron más abajo en la misma fila, En la cumbre del viejo Smoky y, tras un instante de reflexión, se decidió por éste. Apretó el botón. La máquina surgió a la vida, lanzando su luz rosa sobre el rostro de Dorothy.

Ella miró el reloj y luego se reclinó, con los ojos cerrados como en éxtasis:

—¡Oh, cariño! piensa… —murmuró sonriendo—. La próxima semana, ¡no habrá carreras de vuelta al dormitorio!

Unas notas introductoras de la guitarra sonaron en la máquina.

—¿No deberíamos hacer la instancia para uno de los remolques?

—Estuve allí esta tarde —mintió—. Todo lo más llevará un par de semanas. Mientras tanto podemos vivir en mi casa. Hablaré con mi patrona. —Sacó una servilleta de papel la dobló y se puso con todo cuidado a hacerle agujeritos simétricos.

Una voz de muchacha cantó:

En la cumbre del viejo Smoky, todo cubierto de nieve, perdí al hombre que amaba realmente por ser demasiado lento…

—Canciones folklóricas —dijo Dorothy encendiendo un cigarrillo. La llama brilló sobre el sobrecito de cerillas con el nombre impreso en cobre.

—El problema contigo —dijo él— es que eres una víctima de tu educación aristocrática.

Ahora el noviazgo es un placer, pero el separarse un dolor. Y un amante de falso corazón es peor que un ladrón…

—¿Te hiciste la prueba de sangre?

—Sí. Está tarde también.

—¿No tengo yo que hacerme una?

—No.

—Lo leí en el calendario. Dice: «Se requiere prueba de sangre en Iowa». ¿No será para los dos?

—Ya lo pregunté. Tú no tienes que hacerlo. —Sus dedos seguían recortando con precisión en la servilleta.

Un ladrón puede robarte y llevarse cuanto tienes. Pero un amante de falso corazón te llevará a la tumba…

—Se está haciendo tarde…

—Quedémonos hasta el final del disco, ¿eh? A mí me gusta. —Abrió la servilleta. Los huecos de los recortes se multiplicaban simétricamente, y el papel era ahora una red de intrincado encaje. Extendió su obra sobre la mesa, admirándola.

La tumba te ocultará y te convertirá en polvo. Ninguna chica puede confiar en hombre alguno…

—¿Ves lo que las mujeres tenemos que aguantar?

—Una lástima. Una verdadera lástima. Tengo el corazón destrozado.

De vuelta en su habitación, sostuvo la foto sobre un cenicero y acercó una cerilla encendida al ángulo inferior. Era una copia de la foto del anuario, y una buena fotografía suya. Odiaba quemarla, pero había escrito en ella: «A Dorrie, con todo mi, amor», bajo su alegre sonrisa.