5

Llegó al campus a las tres de la tarde, y se fue directamente a la biblioteca. En el catálogo halló seis libros que probablemente contendrían la información que deseaba: cuatro de ellos eran obras generales sobre toxicología, los otros dos, manuales de investigación criminal, cuya tarjeta del archivo indicaba los capítulos sobre venenos. No quiso que un bibliotecario le buscara los libros, así que dio su nombre al encargado y se fue personalmente a los estantes.

Nunca había pasado del salón de lectura. Había tres pisos llenos de estantes de libros, con una escalera metálica que subía en espiral. Faltaba uno de los libros de su lista; alguien lo tendría. Pero encontró los otros cinco sin dificultad en los estantes del tercer piso. Sentándose en una de las pequeñas mesas de estudio colocadas contra una de las paredes de la habitación, encendió la lamparilla, dispuso la pluma y la libreta y empezó a leer.

Al cabo de una hora tenía una lista de cinco productos químicos tóxicos que probablemente se encontrarían en el almacén de provisiones de Farmacia, y cualquiera de los cuales, en virtud de su tiempo de reacción y de los síntomas que producían con anterioridad a la muerte, sería adecuado para el plan cuyo rudimentario esquema había formulado ya en su tranquilo paseo desde el río.

Dejó la biblioteca y caminó en dirección a la casa donde vivía. Cuando hubo recorrido unas dos manzanas, pasó ante una tienda de vestidos, cuyos escaparates estaban plagados de carteles de venta con grandes letreros. Uno de los carteles tenía un reloj de arena con la leyenda: ÚLTIMOS DÍAS DE VENTA.

Miró pensativo el reloj por un instante. Después, giró en redondo y caminó de nuevo hacia el recinto universitario.

Entró en la Librería de la Universidad. Después de consultar la lista de libros, mimeografiada y colocada en el tablón, pidió al empleado un ejemplar del Técnicas farmacéuticas, el manual de laboratorio utilizado por los alumnos de cursos avanzados de Farmacia.

—Lo ha pensado bastante tarde este semestre —comentó el empleado volviendo de la parte trasera de la tienda con el manual en la mano; era un libro grande, pero no grueso, con una cubierta verde muy llamativa—. ¿O es que lo perdió?

—No. Me lo robaron.

—¡Oh! ¿Algo más?

—Sí. Quisiera unos sobres, por favor.

—¿Qué tamaño?

—Corriente. Para cartas.

El empleado depositó un paquete de sobres blancos juntos al libro:

—Un dólar cincuenta, y veinticinco centavos. Más impuestos: un dólar setenta y nueve.

La Facultad de Farmacia estaba en uno de los viejos edificios de Stoddard; tres pisos de ladrillo, cubierto de hiedra. La fachada tenía amplios escalones de piedra que llevaban a la entrada principal. A cada lado del edificio, otros escalones bajaban a un largo corredor que atravesaba los sótanos, donde estaba situado el almacén de provisiones y laboratorio. La puerta de dicho almacén tenía una cerradura Yale, cuyas llaves se entregaban a los funcionarios de la Universidad, a todos los profesores de la Facultad de Farmacia, y a aquellos estudiantes de cursos avanzados que tenían permiso para trabajar sin supervisión. Ésta era la norma habitual, seguida en todos los departamentos de la Universidad con equipo suficiente para exigir el mantenimiento de un almacén de provisiones. Era una disposición con la que estaban familiarizados todos los estudiantes.

Entró por la puerta principal y, cruzando el vestíbulo, llegó hasta el salón. Estaban en marcha un par de juegos de bridge, y había varios estudiantes más sentados por allí, leyendo o hablando. Algunos levantaron la vista cuando él entró. Fue directamente a la fila de perchas que había en un rincón, y dejó los libros que llevaba en el estante, sobre las mismas. Quitándose la chaqueta de cuero, la colgó en una de las perchas. Sacó el paquete de sobres de entre sus libros, retiró tres de ellos y se los metió en el bolsillo del pantalón. Dejando el resto de los sobres con los libros, cogió solamente el manual de laboratorio y dejó la habitación.

Bajó al corredor del sótano. Había un lavabo para hombres a la derecha de la escalera. Entró en él y, después de mirar bajo las puertas, para asegurarse de que los retretes estaban vacíos, dejó caer el manual en el suelo. Saltó sobre él unas cuantas veces, luego lo arrastró de acá para allá por todo el suelo de baldosas. Cuando lo recogió, había perdido su aire flamante y nuevo. Lo dejó en el borde de un lavabo. Sin dejar de mirarse en el espejo, abrió los puños de la camisa y se enrolló las mangas por encima del codo, después se abrió el cuello de la camisa y aflojó el nudo de la corbata. Metiéndose el manual bajo el brazo, volvió a salir al corredor.

La puerta del almacén de provisiones estaba a medio camino entre la escalera central y un extremo del corredor. En la pared, a pocos metros de él, había un tablón de anuncios. Caminó hasta el tablón y se quedó de pie ante él, mirando los avisos, con la espalda ligeramente vuelta hacia el extremo del corredor, de modo que, por el rabillo del ojo, pudiera ver la escalera. Tenía el manual bajo el brazo izquierdo, mientras el brazo derecho colgaba junto al costado, con los dedos sujetando el llavero.

Salió una muchacha del almacén de provisiones, cerrando la puerta tras ella. También llevaba el manual verde, y una probeta medio llena de un líquido lechoso. La observó cuando recorrió el corredor y se dirigió hacia la escalera.

Varias personas entraron después por la puerta que había a sus espaldas. Pasaron junto a él, tres hombres. Siguieron en recto por el corredor y atravesaron la puerta al otro extremo. Él seguía mirando el tablón de anuncios.

A las cinco en punto sonaron los timbres y, durante unos cuantos minutos hubo gran actividad en el corredor y el vestíbulo, que fue decreciendo rápidamente, hasta que estuvo solo otra vez. Uno de los avisos del tablón era un folleto ilustrado sobre los cursos de verano en la Universidad de Zúrich. Empezó a leerlo.

Un hombre, medio calvo, bajó por la escalera. No llevaba manual, pero se veía claro, por el modo en que se aproximaba y el movimiento de su mano hacia el llavero, que se dirigía al almacén de provisiones. Tenía todo el aire de un profesor… Girando lentamente, hasta dar por completo la espalda al hombre que se aproximaba, volvió una página del folleto de Zúrich. Oyó el ruido de la llave en la cerradura y después el ruido de la puerta al abrirse y cerrarse. Un minuto más tarde se abrió y se cerró otra vez, y de nuevo se escuchó el sonido de los pasos del hombre, que cambiaron de ritmo cuando empezó a subir las escaleras.

Volvió a adoptar su primera posición y encendió un cigarrillo. Apenas una chupada, y lo tiró al suelo, aplastándolo con el pie. Había aparecido una muchacha, que venía hacia él. Llevaba un manual de laboratorio en la mano. Tenía el pelo castaño y liso, y gafas de borde de concha. En ese momento sacaba una llave del bolsillo de la bata.

Aflojó él la presión del manual, bajo su brazo, dejándolo caer en la mano izquierda, de modo que la cubierta verde quedara bien a la vista. Dándole una última pasada casual al folleto de Zúrich, se movió hacia la puerta del almacén, sin mirar a la muchacha que se acercaba. Empezó a buscarse en el bolsillo, tirando a la vez del llavero, como si las llaves se le hubieran quedado prendidas en el forro. Cuando por fin sacó el manojo de llaves, la muchacha estaba ya en la puerta. Él sólo miraba las llaves pasándolas y repasándolas, como pendiente de encontrar una determinada. Pareció no darse cuenta de la presencia de la chica, hasta que ella hubo insertado su llave en la cerradura, y dándole la vuelta, dejó la puerta parcialmente abierta, a la vez que le sonreía.

—¡Oh, muchas gracias! —dijo él, estirando el brazo para impedir que se cerrara, mientras con la otra se metía de nuevo las llaves en el bolsillo. Siguió a la chica al interior, y cerró la puerta tras ellos.

Era una pequeña habitación, con mostradores y estantes llenos de botellas y cajas con etiquetas, y aparatos de extraño aspecto. La chica dio a un conmutador, y los tubos fluorescentes volvieron a la vida con un parpadeo preliminar, un poco incongruentes entre el anticuado mobiliario de la sala. Ella fue a un extremo del almacén y abrió el manual sobre un mostrador.

—¿Estás en la clase de Aberson? —preguntó.

Él se fue al lado opuesto. Permanecía con la espalda vuelta hacia la chica, examinando un estante de botellas.

—Sí —repuso.

Escuchó el tintineo de un cristal, y sonidos metálicos.

—Y ¿cómo tiene el brazo?

—Poco más o menos lo mismo, creo —dijo. Tocó algunas botellas, empujándolas una contra otra, de modo que no se despertara la curiosidad de la chica.

—¿No te parece tonto? —dijo ella—. Creo que es prácticamente ciego sin gafas. —Después todo quedó en silencio.

Cada botella tenía una etiqueta blanca con letras en negro. Algunas llevaban una etiqueta adicional que decía VENENO, en rojo. Repasó rápidamente las filas de botellas, mientras su mente sólo registraba las que tenían etiquetas en rojo. La lista estaba en su bolsillo, pero los nombres que escribiera en ella parecían brillar en el aire, ante él, como si estuvieran pintados en una pantalla de gasa.

Encontró una de las que buscaba. La botella estaba un poco por encima del nivel de los ojos, apenas a medio metro de donde se hallaba. Arsénico blanco As4 O6 - VENENO. Estaba medio llena de un polvo blanco. Su mano se movió hacia la botella, pero la detuvo en el aire.

Se volvió lentamente hasta que consiguió ver a la chica por el rabillo del ojo. Estaba pasando un polvo blanco del platillo de una balanza a una taza de cristal. Se volvió de nuevo hacia la pared y abrió el manual sobre el mostrador. Miró las páginas de diagramas e instrucciones, sin significado alguno para él.

Al fin los movimientos de la chica adoptaron un aire de finalidad: volvió la balanza a su sitio, cerró un cajón. Él se inclinó todavía más sobre el manual, siguiendo cuidadosamente con el dedo las líneas impresas. Los pasos de la muchacha se dirigieron a la puerta.

—Hasta luego —dijo.

La puerta se abrió y se cerró. Miró en torno. Estaba solo.

Sacó el pañuelo y los sobres del bolsillo. Con la mano derecha envuelta en el pañuelo levantó la botella de arsénico del estante, la puso en el mostrador y quitó el tapón. El polvo parecía harina. Metió una pequeña cantidad, como una cucharilla, en el sobre. El polvo cayó con suave susurro. Dobló el sobre en un paquetito, lo metió en otro sobre y, finalmente, en el bolsillo. Después de volver a tapar y volver a poner la botella en su sitio, dio lentamente la vuelta a la habitación, leyendo las etiquetas de cajones y cajas, con el tercer sobre abierto en la mano.

Halló lo que deseaba al cabo de unos minutos: una caja llena de cápsulas de gelatina, vacías, brillantes como burbujas ovaladas. Cogió seis de ellas, para más seguridad. Las metió en el tercer sobre y se lo guardó en el bolsillo con mucho cuidado para no estropear las cápsulas. Después, cuando todo quedó tal como lo había encontrado, retiró el manual del mostrador, apagó las luces, y salió del almacén.

Después de recoger de nuevo los libros y la chaqueta, dejó la Facultad. Se sentía maravillosamente seguro: había imaginado un curso de acción y había ejecutado los pasos iniciales con rapidez y precisión. Naturalmente, aun no se trataba más que de un plan experimental, y en ninguna forma se había comprometido a llevarlo a cabo hasta, el final. Ya vería cómo se desarrollaban las etapas siguientes. La policía jamás creería que Dorrie se había tomado una dosis letal de arsénico por accidente. Tendría que parecer suicidio, un obvio e indiscutible suicidio. Se necesitaría una nota, o algo similar, igualmente convincente. Porque, si en algún momento sospechaban que no había sido suicidio, e iniciaban una investigación, la chica que le había dejado entrar en el almacén de drogas podría identificarle.

Caminó lentamente, consciente de las frágiles cápsulas que llevaba en el bolsillo izquierdo de los pantalones.

Se encontró con Dorothy a las ocho en punto. Fueron a la ciudad, porque todavía ponían la película de Joan Fontaine.

La noche anterior, Dorothy había estado ansiosa por ir, ya que el mundo le parecía tan gris como las píldoras que él le había dado. Pero esa noche… esa noche todo era radiante. La promesa del inminente matrimonio había alejado sus problemas, del mismo modo que el viento fresco arrastraba las hojas muertas; no sólo el temible problema de su embarazo, sino todos los problemas que hasta entonces tuviera en la vida: la soledad, la inseguridad. La única sombre gris que aún permanecía era el pensamiento del día inevitable en que su padre, asombrado ya por un matrimonio rápido y sin explicaciones, se enterara de su verdadera causa. Pero aun eso le parecía de poca importancia esa noche. Siempre había odiado su implacable moralidad, y la había desafiado, sólo que en secreto y sintiéndose culpable. Ahora podría mostrar su desafío abiertamente, al amparo de los brazos de su marido. Su padre haría una escena terrible, pero allá en lo íntimo de su corazón, hasta le ilusionaba un poco la idea.

Imaginó una vida amorosa y feliz, en el campamento de los remolques, más amorosa y feliz aún cuando llegara el bebé. Sentíase impaciente con la película, que la distraía de una realidad más apasionante todavía que cualquier película.

Él, por su parte, no había querido ir al cine la noche anterior. No era demasiado aficionado al cine, y le disgustaba especialmente las películas basadas en emociones exageradas. Hoy, sin embargo, en la comodidad y la oscuridad de la sala, con el brazo sobre los hombros de Dorothy y la mano descansando ligeramente en la curva de su seno, disfrutó de los primeros momentos de relajación que había conocido desde el domingo por la noche, cuando ella le dijera que estaba embarazada.

Dedicó toda su atención a la película, como si las respuestas a los eternos misterios estuvieran ocultas en las secuencias de su argumento. Disfrutó inmensamente con ella.

Después se fue a casa y preparó las cápsulas.

Colocó el polvo blanco en una hoja de papel doblada en dos, y fue echándolo en las pequeñas cápsulas de gelatina, y luego les ajustó la cubierta, ligeramente mayor. Le llevó casi una hora, y estropeó dos de ellas, una porque se aplastó y otra porque se ablandó con la humedad de sus dedos.

Cuando hubo terminado, cogió las cápsulas estropeadas, y las que no necesitaba, así como polvo que quedaba; lo llevó todo al cuarto de baño y lo tiró por el retrete. Hizo lo mismo con el papel en el que había servido el arsénico, y los sobres en que lo había llevado, rompiéndolos primero en pedacitos. Luego puso las dos cápsulas de arsénico en un sobre nuevo y lo ocultó en el último cajón de su mesa, bajo los pijamas y los folletos de la Kingship Copper, cuya vista hizo aflorar una seca sonrisa a su rostro.

Uno de los libros que había leído esa tarde indicaba la dosis letal de arsénico: de una décima a la mitad de un gramo. Calculándolo aproximadamente, opinó que las dos cápsulas contenían un total de cinco gramos.