El aula, en uno de los nuevos edificios de Stoddard, era un perfecto rectángulo con una pared de cristal enmarcado en aluminio. Había ocho filas de asientos frente a la tarima del profesor, y diez sillas de metal gris en cada fila, con el brazo derecho curvado en abanico para ofrecer una superficie en la que poder escribir con cierta comodidad.
Estaba sentado en el fondo de la habitación, en el segundo asiento contando desde la ventana. El asiento de su izquierda, el de la ventana, vacío ahora, era el de Dorothy. Era ésta la primera clase de la mañana, una conferencia diaria de Ciencias Sociales, y la única en la que estaban juntos este semestre. La voz del profesor llenaba el ambiente alegre y soleado.
«Por lo menos hoy —se dijo— podía haber hecho el esfuerzo de llegar puntual». ¿Acaso no sabía lo que estaba él sufriendo en esos momentos? El cielo o el infierno. La completa felicidad, o un lío terrible en el que no quería ni pensar. Miró el reloj: las 9,08. «¡Maldita muchacha!»
Se agitó en el asiento, balanceando nerviosamente el llavero que sostenía entre los dedos. Miró la espalda de la muchacha sentada ante él, y empezó a contar los lunares de su blusa.
La puerta lateral de la habitación se abrió en silencio. Volvió nerviosamente la cabeza.
Dorothy tenía un aspecto horrible. El rostro era de un blanco pastoso, destacando en él el rouge de labios como un trazo de pintura. Tenía grandes ojeras grises. Le miraba en el mismo instante de abrir la puerta y, con un movimiento apenas perceptible, agitó negativamente la cabeza.
¡Oh, Dios mío! Se quedó con la vista fija en el llavero que sostenía sus dedos, como hipnotizado. La oyó pasar por detrás de él, y deslizarse en el asiento a su izquierda. Escuchó el ruido de los libros al dejarlos en el suelo, en el espacio entre las dos sillas, y luego el sonido de la pluma sobre el papel; finalmente, el que produjo al desgarrar una hoja de una libreta.
Se volvió. Su mano se extendía hacia él, sosteniendo una hoja de papel de líneas azules doblada por la mitad. Le observaba, con los ojos muy abiertos y ansiosos.
Cogió el papel y lo abrió:
Tuve una fiebre terrible y vomité, pero no ocurrió nada más.
Cerró los ojos por un momento, luego los abrió de nuevo y se volvió hacia ella, con un rostro vacío de expresión. Los labios de Dorothy iniciaron una sonrisa tensa y nerviosa. Intentó forzarse a devolver la sonrisa, pero no pudo. Volvió los ojos a la nota que tenía en su mano. Dobló el papel por la mitad, luego otra vez y otra vez, hasta que quedó convertido en una pelotita que se metió en el bolsillo. Luego se recostó, con los dedos firmemente cruzados, observando al conferenciante.
Al cabo de unos minutos pudo volver a mirar a Dorothy, consolarla con una tranquilizadora sonrisa y pronunciar las palabras «No te preocupes» sin que un sonido saliera de sus labios.
Cuando sonó la campana, a las 9,55, dejaron la clase con los otros estudiantes que reían y se empujaban unos a otros y se quejaban de los próximos exámenes, y de los intensos estudios, y de tener que suspender sus citas. Una vez en el exterior, caminaron por el sendero lleno de gente y se detuvieron a la sombra del edificio de muros de cemento.
El color comenzaba a volver a las mejillas de Dorothy. Habló rápidamente:
—Todo irá bien. Yo sé que irá bien. No tendrás que dejar la Universidad. Recibirás más dinero del Gobierno, ¿no? Con una esposa…
—Ciento cinco al mes —no pudo evitar la amargura de su voz.
—Otros se las arreglan con eso… Los que viven en el campamento de remolques. Ya nos arreglaremos.
Él dejó los libros sobre la hierba. Lo más importante era conseguir tiempo, tiempo para pensar. Tenía miedo de que empezaran a flaquearle las piernas. La cogió por los hombros sonriendo:
—Así me gusta que hables. Tú no te preocupes por nada —hizo una profunda aspiración—. El viernes por la tarde iremos al edificio municipal…
—¿El viernes?
—Nena, hoy es martes. Tres días no van a suponer una gran diferencia.
—Yo pensé que iríamos hoy.
La cogió suavemente por el cuello de la chaqueta:
—Dorrie, no podemos hacerlo así. Sé práctica. Hay muchas cosas de qué preocuparse. Creo que primero nos han de hacer una prueba de sangre. He de averiguarlo, y comprobarlo a ciencia cierta. Además, si nos casamos el viernes, dispondremos del fin de semana para la luna de miel. Voy a hacer una reserva en el hotel New Washington…
Ella frunció las cejas, indecisa.
—Pero, ¿qué diferencia supone tres días?
—Creo que tienes razón —suspiró Dorothy, al fin.
—¡Ésta es mi chica!
Ella le cogió la mano:
—Yo sé… sé que no es éste el modo en que lo deseábamos, pero… eres feliz, ¿no es cierto?
—Bueno, ¿tú qué crees? Escucha, el dinero en sí no es tan importante. Si yo me preocupaba era sólo por ti…
Dorothy le miraba amorosa, con total entrega.
El muchacho consultó el reloj:
—Tienes clase a las diez, ¿no?
—Solamente el español. Puedo faltar.
—No lo hagas. Ya tendremos mejores razones para dejar algunas clases de la mañana.
Dorothy le oprimió la mano.
—Te veré a las ocho —siguió él—. En el banco. —De mala gana, la muchacha se volvió para irse.
—¡Oh! Dorrie…
—Dime.
—No le has dicho nada a tu hermana, ¿verdad?
—¿A Ellen? No.
—Bueno, será mejor que no lo hagas. No hasta que estemos casados.
—Pensé que se lo diría antes. Hemos estado tan unidas… No me gusta hacer esto sin decírselo a ella.
—Si se ha portado tan mal contigo durante los dos últimos años…
—No tan mal.
—Eso es lo que tú dijiste. De todas formas, es muy capaz de decírselo a tu padre. Y él podría hacer algo para impedirlo.
—¿Qué podría hacer?
—No lo sé. Pero podría intentarlo, ¿no?
—De acuerdo. Lo que tú digas.
—Puedes llamarla inmediatamente después. Se lo diremos a todo el mundo.
—Muy bien. —Una sonrisa final y después se alejó por el sendero brillante de sol, con su cabello como un casco de oro. La observó hasta que desapareció tras la esquina de un edificio. Entonces recogió sus libros y caminó en dirección opuesta. El chirrido de los frenos de un coche, en algún lugar cercano, le hizo sobresaltarse. Parecía un pájaro en la jungla.
Sin haberlo decidido conscientemente, faltó al resto de las clases del día. Recorrió a pie todo el camino hasta la ciudad, y hasta el río, que no era precisamente azul, como decía el nombre de la ciudad, sino de un feo tono castaño barroso. Inclinándose sobre la barandilla del puente de Morton Street, miró el agua y fumó un cigarrillo.
Ya estaba metido de lleno en ello. El problema lo había atrapado, lo arrastraba y se lo tragaba, como el agua sucia que corría bajo los ojos del puente. Casarse con ella, o abandonarla. Una esposa y un hijo, sin dinero, o verse perseguido y obligado a casarse por el padre: «Usted no me conoce, señor. Mi nombre es Leo Kingship. Me gustaría hablarle de ese joven que ha empleado recientemente… Ese joven con el que sale su hija… Creo que debería saber…» Y entonces ¿qué? No habría otro lugar donde ir, salvo su casa. Pensó en su madre. Años de orgullo complaciente, de desdeñosas y patrocinadoras sonrisas dirigidas a los niños de los vecinos, y después… verle trabajar en un ultramarinos, y no sólo durante el verano, sino de modo permanente. O incluso en una maldita fábrica. Su padre no había conseguido nunca llegar a ser lo que ella esperaba de él, y había podido comprobar en qué se había convertido el amor que su madre sintiera alguna vez por el viejo: en amargura y desprecio. ¿Sería eso también todo lo que quedaría para él? La gente hablando a sus espaldas… ¡Oh, Dios mío! ¿Por qué las malditas píldoras no habrían matado a la chica?
Si pudiera convencerla de que se sometiera a una operación… Pero no, ella estaba decidida a casarse, y, aunque él le rogara, y discutiera, y la llamara «nena» desde ahora hasta el día del Juicio Final, todavía querría consultar con Ellen antes de aceptar una media tan drástica. Y de todas formas, ¿de dónde sacarían el dinero? Y supongamos que sucediera algo, supongamos que se moría… Se vería involucrado en ello porque había dispuesto lo de la operación. Estaría de nuevo donde había empezado… y con el padre a sus talones. Su muerte no le serviría de nada.
No… si moría de esa forma.
Había un corazón grabado en la negra pintura de la barandilla, con iniciales a cada lado de la flecha que lo atravesaba. Se concentró en el dibujo, siguiéndolo con la uña, intentando cerrar la mente a lo que al fin había salido a la superficie. Las rayas habían ido sacando a la luz secciones cruzadas de antiguas capas de pintura: negro, naranja, negro, naranja, negro, naranja… Le recordaban las fotografías de los estratos de roca en un texto de geología. Restos de una época muerta.
Muerta…
Al cabo de un rato recogió los libros y, lentamente, bajó del puente. Los coches corrían hacia él y pasaban a su lado con un zumbido.
Entró en un restaurante barato, junto al río, y encargó un bocadillo de jamón, y un café. Comió en la mesita del rincón. Mientras bebía el café, sacó un cuadernito y la pluma.
Lo primero que se le había ocurrido era la Colt 45, que conservó al dejar el ejército. Podía conseguir balas con muy poca dificultad. Pero, aun suponiendo que deseara hacerlo, la pistola no le serviría de nada. Aquello habría de parecer un accidente, o un suicidio. La pistola complicaría demasiado las cosas.
Pensó en el veneno. Pero ¿dónde conseguirlo? ¿Hermy Godsen? No. Quizá la Facultad de Farmacia. El almacén de provisiones. No le sería demasiado difícil entrar allí. Tendría que investigar en la biblioteca, para ver qué veneno…
Había de parecer un accidente o suicidio, porque, si se veía muy claro otra cosa, él sería el primero de quien sospecharía la policía.
Había que cuidar de tantos detalles… suponiendo que deseara hacerlo. Hoy era martes. El matrimonio no podía posponerse para después del viernes, o ella empezaría a preocuparse y llamaría a Ellen. El viernes era el límite máximo. Era imprescindible hacer planes cuidadosos y rápidos.
Miró las notas que había tomado:
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Suponiendo, naturalmente, que deseara hacerlo. De momento, todo era puramente especulativo. Más tarde estudiaría los detalles. Un simple ejercicio mental.
Pero, cuando dejó el restaurante y cruzó de nuevo la ciudad, su aire era relajado, seguro, firme.