3

Consiguió las píldoras: dos cápsulas de un blanco grisáceo, facilitadas por Hermy Godsen. Le costaron cinco dólares.

A las ocho en punto se encontró con Dorothy en su lugar de reunión, un banco en torno a un árbol, en el centro del amplio cuadro de césped, entre el edificio de Bellas Artes y la Facultad de Farmacia. Cuando dejó el sendero de cemento blanco y cortó por la oscuridad del césped, vio que Dorothy ya estaba allí, sentada, muy sentada, muy rígida, con los dedos cruzados en su regazo, y un abrigo oscuro resguardando sus hombros del frío de abril. A la derecha, un farol del jardín lanzaba las sombras de las hojas contra su rostro.

Se sentó a su lado y la besó en la mejilla. La muchacha le saludó dulcemente. Del rectángulo de ventanas iluminadas del edificio de Bellas Artes surgían, entremezclados, los temas procedentes de una docena de pianos. Al cabo de un instante, dijo:

—Ya las tengo.

Una pareja cruzó el césped hacia ellos y, viendo el banco ocupado, retrocedió hacia el blanco sendero. La voz de la chica dijo:

—¡Santo cielo, todos están tomados!

Sacó el sobre del bolsillo y lo puso en la mano de Dorothy. Sus dedos notaron el bulto de las cápsulas a través del papel.

—Te las has de tomar las dos juntas —le dijo—. Quizá tengas un poco de fiebre, y probablemente sentirás náuseas.

Ella se metió el sobre en el bolsillo de la chaqueta:

—¿Qué tienen?

—Quinina y alguna cosa más. No estoy seguro —hizo una pausa—. No pueden hacerte daño.

La miró al rostro y vio que ella tenía la vista fija en algo que se hallaba más allá del edificio de Bellas Artes. Se volvió y siguió su mirada hasta una luz roja que hacía guiños, a algunos kilómetros. Era la torre de la estación transmisora local de radio, que se alzaba sobre el más alto edificio de Blue River, el edificio municipal… donde estaba también la Oficina de Licencias Matrimoniales. Se preguntó si ella miraba aquella luz por esa razón, o sólo porque era una luz roja que parecía guiñarle en un cielo oscuro. Le cogió las manos y las encontró frías como el hielo:

—No te preocupes, Dorrie. Todo irá bien.

Quedaron sentados en silencio durante algunos minutos, y luego ella dijo:

—Me gustaría ir al cine esta noche. Ponen una película de Joan Fontaine en la ciudad.

—Lo siento. Pero tengo una tonelada de deberes en español.

—Vayamos a la Unión de Estudiantes. Te ayudaré a hacerlos.

—¿Qué intentas hacer, seducirme?

Cuando regresaron la acompañó a través del recinto universitario. Frente al moderno edificio del Dormitorio de Muchachas se dieron un beso de despedida.

—Te veré en clase mañana —le dijo.

Ella asintió, y le besó de nuevo. Estaba temblando.

—Mira, nena, no hay nada que temer. Si no te hacen efecto, nos casaremos. ¿No me has oído? El amor lo vence todo. —Ella esperaba que dijera algo más—. Y yo te quiero tanto… —la besó.

Cuando sus labios se separaron, Dorothy sonreía, un poco insegura.

—Buenas noches, nena —dijo él.

Volvió a su habitación, pero no pudo hacer el deber en español. Se sentó con los codos clavados en la mesita de juego, con la cabeza en las manos, pensando en las píldoras. «¡Oh, Dios mío, tienen que servir! Es preciso que sirvan».

Pero Hermy Godsen le había dicho:

—No puedo darte ninguna garantía por escrito. Si esa amiguita tuya está ya de dos meses…

Trató de no pensar en ello. Se levantó, fue al escritorio y abrió el cajón. De debajo del pijama, pulcramente doblado, sacó dos folletos cuyas ligeras tapas brillaban con una fina capa de cobre.

Cuando conoció por primera vez a Dorothy y descubrió, mediante una de las estudiantes-secretaria de la oficina de matrícula, que no era simplemente una de las Kingship, de la Kingship Copper, sino en realidad la hija del presidente de la compañía, había escrito una carta a la oficina de la organización en Nueva York. En ella se presentaba a sí mismo diciendo que tenía la intención de efectuar una inversión en los negocios de la Kingship Copper (lo cual no era del todo falso) y solicitaba folletos descriptivos de sus acciones.

Dos semanas más tarde, cuando leía Rebeca, simulando que le encantaba porque era el libro favorito de Dorothy, y cuando ella se dedicaba con todo fervor a tejerle calcetines multicolores porque a un novio anterior le habían gustado mucho y, para ella, el tejer calcetines se había convertido en una prueba de su amor, llegaron los folletos. Abrió el sobre con ceremonioso cuidado. Resultaron maravillosos: Información técnica sobre los cobres Kingship y las aleaciones Kingship, los primeros en la paz y en la guerra, decían sus títulos, y estaban plagados de fotografías: minas y fundiciones, concentradores y transformadores, fábricas de laminado, de refinado, de barras metálicas, de tubos metálicos… Los leyó una y cien veces, hasta saberse cada apartado de memoria. Volvía a ellos de vez en cuando, con una vaga sonrisa en los labios, como haría una mujer con una carta de amor.

Pero hoy resultaban inútiles. «Mina en Landers, Michigan. De esta sola mina, los beneficios…»

Lo que más le enfurecía era que, en cierto sentido, toda la responsabilidad de la situación era de Dorothy. Él sólo había querido llevarla a su habitación una vez, como un pago inicial que garantiza el cumplimiento de un contrato. Fue Dorothy, con sus amables ojos cerrados y su pasiva hambre de huérfana, la que había deseado posteriores visitas. Golpeó en la mesa con el puño cerrado. Realmente había sido culpa suya. ¡Maldita Dorrie!

Intentó concentrarse en los folletos, pero era inútil. Un minuto después los hacía a un lado y hundía de nuevo la cabeza entre las manos. Si las píldoras no servían… ¿Dejar la universidad? ¿Abandonar a Dorothy? Sería en vano; ella sabía su dirección en Menasset. Y, aun cuando no deseara buscarle, su padre se apresuraría a hacerlo. Naturalmente, no podía haber acción legal (¿o sí podía haberla?), pero Kingship era capaz de causarle muchas molestias. Imaginó a los ricos como un clan mutuamente protector, todos íntimamente ligados unos con otros, y le pareció oír a Leo Kingship: «Vigila a ese hombre. No vale nada. Creo mi deber como padre el avisarte…» ¿Qué camino le quedaría entonces? ¿Alistarse de marinero?

O bien se casaba con ella. Entonces nacería el niño, y jamás conseguirían un centavo de Kingship. Otra vez una habitación alquilada, sólo que ahora cargado con una esposa y un niño. ¡Santo cielo!

Las píldoras tenían que hacer su efecto. Era imprescindible. Si fallaban, no sabría por dónde tirar.

El sobrecito de cerillas era blanco, con su nombre, Dorothy Kingship impreso en letras de cobre. Cada Navidad, la Kingship Copper regalaba cerillas con el nombre propio de todos sus ejecutivos, clientes y amigos. Necesitó frotarla cuatro veces para encender una cerilla, y, cuando al fin la acercó al cigarrillo, la llama temblaba como si hubiera una corriente de aire. Se recostó en la silla, tratando de relajarse, pero no podía apartar los ojos de la puerta abierta del cuarto de baño, con el sobre blanco aguardando en el borde del lavabo, el vaso de agua…

Cerró los ojos. Si pudiera hablar con Ellen acerca de eso… Había recibido una carta por la mañana. «El tiempo ha sido hermoso… presidente del comité de refrescos para la promoción juvenil… ¿Has leído la última novela de Marquand…?» Otra de las muchas misivas rutinarias y sin significado que se habían cruzado entre ellas desde Navidad y «la gran discusión». Si pudiera pedir consejo a Ellen, hablar con ella como antes solía hacerlo…

Dorothy tenía cinco años, y Ellen seis, cuando Leo Kingship se divorció de su esposa. Una tercera hermana, Marión, tenía diez años. Cuando las tres niñas perdieron a su madre, primero con el divorcio, y luego con su muerte, ocurrida un año más tarde, Marión sintió la pérdida mucho más profundamente que las otras. Recordando claramente las acusaciones y denuncias que habían precedido al divorcio, se las contó con amargos detalles a sus hermanas cuando éstas crecieron. Hasta cierto punto, incluso exageró la crueldad de Kingship. Con el paso de los años fue creciendo aparte, solitaria y retirada.

Dorothy y Ellen, sin embargo, se unieron mutuamente en busca del afecto que no recibían ni de su padre, que acogía su despego con frialdad, ni de la serie de esterilizadas y secas institutrices a las cuales transfirió la custodia que los tribunales le habían concedido. Las dos hermanas fueron a los mismos colegios, y al bachillerato, se unieron a los mismos clubs, y asistieron a los mismos bailes (teniendo mucho cuidado de volver a casa a la hora fijada por su padre). Adonde iba Ellen, allá la seguía Dorothy.

Pero cuando Ellen ingresó en la Universidad Caldwell, en Caldwell, Wisconsin, y Dorothy hizo sus planes para seguirla allí al siguiente año, Ellen dijo que no: Dorothy debía empezar a crecer y hacerse independiente. Su padre se mostró de acuerdo, ya que la seguridad en sí mismo era un rasgo que también valoraba en los demás. Se permitió, sin embargo, cierto compromiso, y Dorothy fue enviada a Stoddard, apenas a ciento cincuenta kilómetros de Caldwell, con el acuerdo de que las hermanas se visitarían en los fines de semana. Lo hicieron al principio, luego las visitas fueron distanciándose, hasta que Dorothy anunció austeramente que su primer año de colegio la había hecho ya completamente independiente, y las visitas terminaron por completo. Finalmente, estas pasadas Navidades, había habido una discusión. Una discusión que empezó por casi nada («Si querías coger mi blusa, ¡podías habérmelo pedido, por lo menos!»), pero que se había complicado y amargado, porque Dorothy se había sentido muy deprimida durante todas las vacaciones. Cuando las muchachas volvieron al colegio, las cartas se redujeron a unas notas breves y poco frecuentes…

Pero aún quedaba el teléfono. Dorothy se quedó mirándolo. Podría ponerse en comunicación con Ellen en un instante… Pero no, ¿por qué tenía que ser ella la primera en ceder y correr el peligro de una repulsa? Estrujó el cigarrillo en su cenicero. Además, ahora que se había tranquilizado, ¿por qué tenía que dudar? Se tomaría las píldoras. Si le hacían efecto, mucho mejor. Si no: el matrimonio. Pensó cuan maravilloso sería eso, aun cuando a su padre le diera un ataque. De todas formas, ella no quería nada de su dinero.

Se fue a la puerta que daba al vestíbulo y la cerró, sintiendo una ligera emoción ante aquel acto, tan extraordinario y tan melodramático.

En el cuarto de baño, tomó el sobre del borde del lavabo y miró las píldoras en la palma de la mano. Eran de un blanco grisáceo y la cubierta de gelatina estaba brillante; parecían perlas alargadas. Entonces, mientras dejaba caer el sobre en la papelera, un pensamiento cruzó su mente:

«¿Y si no me las tomara…?»

Se casarían al día siguiente. En vez de esperar hasta el verano, o probablemente hasta la graduación —más de dos años—, estarían casados para mañana por la noche.

Pero no sería justo. Había prometido que lo intentaría. Sin embargo, mañana…

Levantó el vaso, se metió las píldoras en la boca y se tomó toda el agua de un solo sorbo.