Había nacido en Menasset, cerca de Fall River, Massachusetts, hijo único de un obrero de una de las fábricas textiles de Fall River, y de una madre que, en ocasiones, se veía obligada a aceptar trabajo de costura cuando se les acababa el dinero. Eran de origen inglés, con mezcla de sangre francesa, y vivían en un distrito principalmente poblado de portugueses. Su padre no hallaba razón alguna para sentirse molesto por ello, pero su madre sí. Era una mujer desgraciada y amargada, que se había casado muy joven, esperando que su marido llegara a ser algo más que un simple obrero textil.
Desde muy pequeño empezó a darse cuenta de lo guapo que era. Los domingos, las visitas empezaban a lanzar exclamaciones nada más verle (su pelo tan rubio, sus ojos tan azules…), pero su padre estaba siempre allí, corrigiendo y amonestando a las visitas con enérgicos movimientos de cabeza. Los padres discutían mucho, generalmente por el tiempo y el dinero que su madre dedicaba a vestirle.
Como ella jamás le había animado a que jugara con los niños del vecindario, sus primeros días en la escuela supusieron para él una agonía de inseguridad. De pronto se encontró como un miembro anónimo en un gran grupo de muchachos, algunos de los cuales se burlaban de la perfección de sus ropas y del cuidado que se tomaba para evitar los charcos en el patio del colegio. Un día, cuando ya no pudo soportarlo más, se fue al cabecilla de todos los muchachos y le escupió en las botas. La pelea que siguió fue breve, pero implacable, y al final consiguió tener al cabecilla tumbado de espaldas en el suelo, y él de rodillas sobre su pecho, golpeándole la cabeza contra el suelo una y otra vez. Acudió corriendo un maestro, y eso acabó la pelea. A partir de ese momento, todo fue bien. Poco tiempo después, llegó a aceptar al cabecilla como uno de sus amigos.
Sus notas en el colegio eran buenas, lo que llenaba de orgullo a su madre, e incluso le ganaban, aunque a regañadientes, la aprobación de su padre. Sus notas todavía mejoraron cuando empezó a sentarse junto a una chica inteligente, pero fea, tan subyugada por él a raíz de unos torpes besos intercambiados en el guardarropa, que se olvidaba de tapar lo que escribía durante los exámenes.
Sus días escolares fueron los más felices de su vida. Gustaba a las chicas por su rostro y su encanto; gustaba a los profesores porque era cortés y atento, porque asentía cuando ellos declaraban algún hecho importante, y sonreía cuando intentaban hacer algún chiste; y, cuando estaba con los muchachos, mostraba el suficiente desprecio por las chicas y por los profesores para resultar también agradable a ellos. En casa, era como un dios. Su padre cedió y al fin se unió a su madre en su deferente admiración.
Cuando empezó a salir con las chicas, lo hizo siempre con muchachas de la mejor parte de la ciudad. Sus padres discutieron de nuevo sobre su asignación semanal, y sobre el dinero que se gastaba en la ropa. Sin embargo, las discusiones eran breves, ya que su padre no ponía todo el corazón en ellas. Su madre empezó a hablar de que llegaría a casarse con la hija de un hombre rico. Lo decía en broma, naturalmente, pero lo decía una y otra vez.
Fue presidente de la clase de los mayores en el bachillerato, y se graduó con magníficas notas y con honores en matemáticas y ciencias. En el anuario del colegio se le denominó «El Mejor Bailarín», «El Más Popular» y «El Que Tiene Más Oportunidades De Triunfar». Sus padres dieron una fiesta en su honor, a la que asistieron muchísimos jóvenes del distrito más elegante de la ciudad.
Dos semanas más tarde lo reclamó el Ejército.
Durante los primeros días de entrenamiento básico, aún vivió de la gloria que había disfrutado hasta entonces. Pero pronto la realidad vino a acabar con sus ínfulas y comprendió que la autoridad impersonal del Ejército era mil veces más degradante de lo que pudieran haber sido sus primeros días de colegio. Y aquí, si se acercaba al sargento y le escupía en las botas, probablemente se pasaría el resto de su vida en la prisión. Maldijo al ciego sistema que le había lanzado a la infantería, donde estaba rodeado de groseros idiotas, lectores de tebeos. Al cabo de algún tiempo también él empezó a leer tebeos, pero sólo porque le resultaba imposible concentrarse en el ejemplar de Ana Karenina que se había traído con él. Hizo amistad con algunos de los hombres, convidándoles a cerveza en la cantina, e inventando biografías obscenas y fantásticamente divertidas de todos los oficiales. Se mostraba despectivo ante todo lo que se ordenara aprender, ante todo lo que hubiera que hacer.
Cuando se embarcó en San Francisco, no dejó de vomitar a través de todo el Pacífico, y sabía que aquello no obedecía sólo al balanceo del barco. Estaba seguro de que moriría en acción.
En una isla, todavía parcialmente ocupada por los japoneses, se halló separado de los otros miembros de su compañía, y se quedó inmóvil y aterrorizado en medio de una selva silenciosa, buscando desesperadamente el camino, pero sin saber en qué dirección estaba la seguridad. Sonó un disparo, y una bala pasó junto a su oído. Los chillidos airados de los pájaros cortaron el aire. Se dejó caer sobre el estómago y rodó hasta ocultarse bajo un matorral, angustiado, con la certeza de que había llegado el momento de su muerte.
Los gritos de los pájaros fueron decreciendo, hasta hacerse el silencio. Vio algo que brillaba en un árbol, delante de él, y comprendió que allí le aguardaba el tirador furtivo. Entonces se arrastró hacia delante, bajo los arbustos, llevando el rifle en una mano. Su cuerpo estaba mortalmente frío, aunque sudoroso. Le temblaban tanto las piernas que estaba seguro de que el japonés tenía que oír las hojas que aplastaba a su paso. El rifle le pesaba una tonelada.
Finalmente estuvo sólo a unos siete metros del árbol, y mirando hacia arriba, pudo discernir la figura encogida en sus ramas. Alzó el rifle, apuntó y disparó. El coro de pájaros empezó de nuevo. El árbol permaneció inmóvil. De pronto cayó de él un rifle, y luego vio al emboscado que se deslizaba torpemente por el tronco y caía al suelo con las manos alzadas al cielo, un hombrecillo amarillo, grotescamente adornado de hojas y ramas, cuyos labios emitían una cháchara monótona y aterrorizada.
Manteniendo el rifle apuntado sobre el japonés, se puso en pie. El enemigo estaba tan asustado como él. El rostro amarillo se contraía espasmódicamente; le temblaban las rodillas. Más asustado en realidad que él, ya que la parte delantera de los pantalones del japonés se iba poniendo más y más oscura, con una mancha que seguía extendiéndose.
Observó con desprecio la figura caída. Sintió cómo se afirmaban sus piernas. Dejó de sudar. El rifle ya no le pesaba, sino que era como una prolongación de su brazo, inmóvil, apuntando a la temblorosa caricatura de hombre que tenía ante él. Las palabras del japonés habían ido cediendo hasta acabar en un tono de súplica. Los dedos, de un amarillo oscuro, le hacían gestos de perdón y misericordia.
Lentamente apretó el gatillo. No se alteró ni con la fuerza del retroceso. Sin sentir siquiera el empujón del extremo del arma en su hombro, observó atentamente mientras un agujero rojo y negro florecía y crecía en el pecho del japonés. El hombrecillo empezó a deslizarse hacia el suelo. El vuelo alocado de los pájaros fue como un puñado de cartas de colores lanzadas al aire.
Después de mirar al enemigo muerto durante un minuto o dos, dio media vuelta y se alejó. Su paso era firme y seguro, como cuando cruzaba el escenario del salón de actos después de aceptar su diploma.
Fue licenciado con honores en enero de 1947, y dejó el Ejército con la Estrella de Bronce y el Corazón Púrpura, y con el recuerdo de un fragmento de metralla que le había dejado una débil cicatriz sobre sus costillas, en el costado derecho. Al volver a casa supo que su padre había resultado muerto en un accidente de automóvil mientras él estaba en ultramar.
Le ofrecieron diversos trabajos en Menasset, pero los rechazó todos porque no prometían demasiado. El dinero del seguro de su padre bastaba para mantener a su madre, y, además, ella empezó a coser de nuevo fuera de casa, de modo que, al cabo de dos meses de llamar la atención de todas las gentes de la ciudad, y de cobrar veinte dólares a la semana del Gobierno federal, decidió marcharse a Nueva York. Su madre discutió con él, pero ya tenía más de veintiún años, aunque sólo unos cuantos meses más, así que se salió con la suya. Algunos vecinos expresaron su sorpresa de que no quisiera ir a la Universidad, sobre todo teniéndose en cuenta que el Gobierno correría con los gastos. Pero él pensó que la Universidad supondría una detención innecesaria en el camino al éxito que —estaba seguro— se extendía ante él.
Su primer trabajo en Nueva York fue en una editorial, donde el jefe de personal le aseguró que había un magnífico futuro para el hombre idóneo. Sin embargo, no pudo aguantar más de dos semanas en la sala de encuadernación.
Después trabajó en una tienda, como vendedor en el departamento de caballeros. La única razón que tuvo para quedarse algún tiempo allí fue que podía comprarse ropa con un veinte por ciento de descuento.
Hacia fines de agosto, cuando ya llevaba cinco meses en Nueva York y había tenido seis empleos, se vio dominado de nuevo por la terrible inseguridad que suponía ser uno más entre muchos y no una personalidad única; uno al que nadie admiraba, y que no mostraba prueba alguna de éxito. Se sentó en su habitación amueblada y dedicó algún tiempo a un serio análisis. Si no había encontrado lo que quería en aquellos seis empleos, se dijo, no era probable que lo encontrara en los seis siguientes. Cogió la pluma, y redactó lo que consideró una lista totalmente objetiva de sus cualidades, habilidades y talentos.
En septiembre se matriculó en una escuela de arte dramático, aprovechando el Acta de los Soldados. Los instructores expresaron al principio grandes esperanzas a su favor: era guapo, inteligente y tenía una voz cultivada, aunque era preciso eliminar el acento de Nueva Inglaterra. También él tenía grandes esperanzas al principio. Luego descubrió cuánto trabajo y estudio son necesarios e imprescindibles para llegar a ser un actor. Los ejercicios que pedían los instructores («Mire esta fotografía, y manifieste todas las emociones que le trae a la mente») le parecían ridículos, aunque los otros estudiantes se lo tomaran muy en serio. El único estudio al que dedicó todo su interés fue a la dicción: se había sentido desilusionado al oír la palabra «acento» utilizada con relación a él. El acento era siempre algo que tenían los demás.
En diciembre, en su vigesimosegundo cumpleaños, conoció a una viuda bastante atractiva. Ella tenía cuarenta y tantos años, y muchísimo dinero. Se conocieron en la esquina de la Quinta Avenida y la calle Cincuenta y Cinco, de un modo muy romántico, según dijeron más tarde. Al subir de un salto a la acera para evitar un autobús, ella vaciló y fue a caer en sus brazos. Se sintió algo violenta y muy agitada. Él hizo algún comentario humorístico sobre la habilidad y la poca consideración de los conductores de autobuses de la Quinta Avenida, y luego caminaron juntos hasta un bar muy respetable en el que tomaron dos Martinis cada uno, que él pagó. Durante las semanas siguientes asistieron a algunos cines del East Side, y cenaron en restaurantes, donde había tres o cuatro personas a las que dar propina al final de la comida. Él pagaba la mayor parte de las veces… aunque ya no con su propio dinero.
Su unión duró varios meses, durante los cuales no apareció por la escuela de arte dramático —lo que no le resultó muy penoso—, y dedicó las tardes a acompañarla en sus compras, algunas de las cuales eran para él. Al principio se sentía algo embarazado al ser visto con ella, a causa de la obvia discrepancia en sus respectivas edades, pero pronto dejó de darle importancia. Sin embargo, no le satisfacían demasiado sus relaciones, por dos motivos: en primer lugar, y aunque el rostro de la viuda era bastante atractivo, su cuerpo, por desgracia, no lo era. En segundo lugar, y de mucha más importancia: por el ascensorista del edificio de apartamentos supo que no era sino otro más de una serie de jovenzuelos que iban siendo reemplazados con matemática regularidad cada seis meses. Al parecer, reflexionó con cierto humor, tampoco en ese empleo tenía demasiado futuro. Al cabo de cinco meses, cuando ella empezó a exhibir menos curiosidad por las noches que no pasaba a su lado, se anticipó a sus movimientos y le dijo que tenía que volver a casa porque su madre estaba gravemente enferma.
Regresó, pues, a Menasset, después de cortar todas las etiquetas de los sastres de sus trajes, y empeñar un reloj «Patek Philippe». Se pasó la primera quincena de junio dando vueltas por la casa, lamentando en silencio el hecho de que la viuda no hubiera sido más joven, más guapa y mejor dispuesta a una alianza más permanente.
Así fue cómo empezó a hacer sus planes. Decidió que, después de todo, iría a la Universidad. Aceptó un trabajo de verano en una tienda local porque, aunque el Acta de los Soldados pagaría la enseñanza, sus gastos diarios serían muy altos, e iba a asistir a una buena universidad.
Finalmente eligió la Universidad Stoddard, en Blue River, Iowa, porque se suponía que era como un club campestre para los hijos de los adinerados del Medio Oeste. No tuvo dificultades para conseguir el ingreso. Podía presentar una magnífica lista de notas del colegio.
En su primer año conoció a una Achica encantadora, de una clase superior, la hija del vicepresidente de un negocio de equipos de granja, internacionalmente organizado. Dieron paseos juntos, faltaron a clases juntos y durmieron juntos. En mayo, ella le dijo que estaba comprometida con un muchacho, allá en su ciudad, y que esperaba que no se lo hubiera tomado demasiado en serio.
En su segundo año conoció a Dorothy Kingship.