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Sus planes iban tan bien, tan maravillosamente bien, tan estupendamente bien…, y ahora ella iba a estropearlos todos. Sintió nacer en él el odio, un odio que le inundaba por completo, hasta llegar a sentir dolorida la mandíbula a fuerza de apretar los dientes. Pero no importaba: la luz estaba apagada.

Y ella… ella seguía sollozando débilmente en la oscuridad, con la mejilla apoyada en el pecho desnudo de él; con sus lágrimas y su aliento quemándole la carne. Deseaba apartarla de sí.

Finalmente, la sensación de odio fue disminuyendo poco a poco. Pasó el brazo sobre los hombros de la muchacha y le acarició la espalda. Hacía calor, o, mejor dicho, sus manos estaban frías. Todo él estaba frío, descubrió de pronto, aunque el sudor le corría por los sobacos, y las piernas le temblaban, como siempre que las cosas tomaban de pronto un giro inesperado, sin darle tiempo para prepararse. Se quedó muy quieto un instante más, esperando que el temblor fuera cediendo. Con la mano libre subió la manta hasta los hombros:

—El llorar no te va a servir de nada —le dijo afectuosamente.

Ella intentó obedecerlo y dejar de llorar, reteniendo sus lágrimas en largos sollozos ahogados. Se frotó los ojos con el borde muy gastado de la manta:

—Sólo es… el haberme callado durante tanto tiempo. Lo he sabido desde hace días…, semanas. No quería decirte nada hasta estar segura…

La mano del muchacho, sobre su espalda, estaba cálida ahora:

—¿No hay error posible?

Hablaban en susurros, aun cuando la casa estuviera vacía.

—No.

—¿De cuánto?

—Casi dos meses —alzó la mejilla de su pecho, y, en la oscuridad, él pudo sentir que sus ojos lo vigilaban alerta—. ¿Qué vamos a hacer?

—No le diste tu nombre al doctor, ¿verdad?

—No. Aunque todo el tiempo supo que yo estaba mintiendo. Fue horrible…

—Si tu padre llegara a averiguarlo…

Ella bajó de nuevo la cabeza y repitió la pregunta, con la boca pegada a su pecho:

—¿Qué vamos a hacer? —Aguardaba su respuesta.

Cambió ligeramente de posición, en parte para dar énfasis a lo que iba a decir, y en parte con la esperanza de que así ella se movería también, pues el peso de aquella cabeza sobre el pecho se le había hecho insoportable.

—Escucha, Dorrie —dijo—. Sé que quieres que te diga que nos casaremos en seguida, mañana mismo. Y yo quiero casarme contigo. Más que nada en el mundo. Te juro por Dios que es así. —Hizo una pausa, eligiendo sus palabras cuidadosamente. El cuerpo de la muchacha, recogido contra el suyo, estaba inmóvil, pendiente de cuanto decía—: Pero si nos casamos de este modo, sin que siquiera haya conocido primero a tu padre, y luego viene un nene, apenas siete meses más tarde… Ya sabes lo que haría él.

—No podría hacer nada —protestó ella—. Tengo más de dieciocho años. Dieciocho años es la edad que te exigen aquí. ¿Qué podría hacer él?

—No me refiero a una anulación, ni nada de eso.

—Entonces, ¿qué? ¿Qué quieres decir? —suplicó ella.

—El dinero —dijo—. Dorrie, ¿qué clase de hombre es él? ¿Qué me has contado tú de él y de su elevada moral? Tu madre tiene sólo un desliz, él lo averigua ocho años más tarde y se divorcia de ella, ¡se divorcia de ella sin preocuparse de ti y de tus hermanas, sin preocuparse de su mala salud! Bien, ¿qué crees que te haría ahora? Se olvidaría hasta de tu existencia. No verías ni un centavo.

—A mí no me importa —hablaba ansiosamente—. ¿Crees que me importa?

—Pero a mí sí, Dorrie —sus manos empezaron a moverse suavemente sobre la espalda de la chica—. No por mí. Te lo juro por Dios que no por mí. ¿Qué nos ocurrirá? Los dos tendremos que dejar la escuela, tú por el niño, yo para trabajar. Y ¿qué haremos?… Otro tipo más, con dos años de universidad y sin título. ¿Qué podré llegar a ser? ¿Un empleado de oficina? ¿O un obrero en una fábrica textil? Algo así…

—No importa…

—¡Ya lo creo que importa! No sabes tú hasta qué punto. Sólo tienes diecinueve años y has tenido dinero toda la vida. No sabes lo que significa carecer de dinero. Y yo sí. Nos estaríamos tirando los trastos a la cabeza antes de un año.

—No… no… Te aseguro que no.

—De acuerdo, nos queremos tanto que nunca discutimos. De modo que, ¿dónde estamos? ¿En una habitación amueblada con… con cortinas de papel? ¿Comiendo macarrones siete noches a la semana? Si yo te viera viviendo de ese modo, y supiera que era por mi culpa… —se detuvo un instante; después acabó suavemente—… firmaría un seguro y luego me' arrojaría debajo de un coche.

Ella empezó a sollozar de nuevo.

Él cerró los ojos y habló como en sueños, dando a las palabras una entonación sedante:

—Yo lo había planeado todo tan maravillosamente… Hubiera ido a Nueva York este verano, y tú me hubieras presentado a tu padre. Y habría conseguido gustarle. Tú me hubieras dicho las cosas que le interesaban, lo que le gusta y lo que no… —hizo una pausa, y luego—: Y, después de la graduación, nos habríamos casado. O incluso este verano. Podríamos haber vuelto aquí en septiembre, para nuestros dos últimos años. Un pequeño apartamento nuestro, muy cerca del campus…

Ella alzó la cabeza de su pecho:

—¿Qué intentas hacer? —le suplicó—. ¿Por qué me dices todas estas cosas?

—Quería que vieras lo maravilloso, lo hermoso que podría haber sido.

—Y lo veo, ¿crees que no lo veo? —los sollozos entrecortaban su voz—. Pero estoy embarazada. Estoy embarazada de dos meses. —Hubo un silencio, como cuando un motor, que antes pasaba, desapercibido, se detiene de pronto—. ¿Estás… estás intentando librarte de mí? ¿Abandonarme? ¿Es eso lo que intentas hacer?

—¡Por Dios, Dorrie, no! —la agarró por los hombros y la incorporó hasta que el rostro de la muchacha quedó junto al suyo—. ¡No!

—Entonces, ¿por qué me torturas? Tenemos que casarnos ahora. ¡No tenemos otra elección!

—Sí. Tenemos otra elección, Dorrie —dijo él.

Sintió cómo el cuerpo de la muchacha se ponía rígido contra el suyo.

Su «¡no!» sonó lleno de terror, y empezó a agitar violentamente la cabeza de un lado a otro.

—Escucha, Dorrie —le rogó, con las manos aferradas aún a sus hombros—. Nada de una operación, ni cosa por el estilo. Nada de eso —le tomó la barbilla con una mano, hundiendo los dedos en sus mejillas, obligándole a levantar la cabeza—. ¡Escucha! —Esperó hasta que fue cediendo el rápido ritmo de su respiración—. Hay un muchacho en la universidad… Hermy Godsen. Su tío es el propietario de una farmacia en la esquina de la Avenida de la Universidad y la Calle Treinta y cuatro. Hermy vende cosas. Podría conseguirme algunas píldoras.

Le soltó la cara. Sólo hubo silencio.

—¿No lo comprendes, nena? Tenemos que intentarlo. ¡Significa tanto para nosotros!

—Píldoras… —dijo Dorothy vacilante, como si fuera una palabra desconocida.

—Tenemos que intentarlo. Sería maravilloso.

Agitó la cabeza, en desesperada confusión:

—Dios mío, no sé…

Él la abrazó:

—Nena, yo te quiero. No permitiría que tomaras nada que pudiera hacerte daño.

Ella se dejó caer vencida, con la cabeza apoyada en su hombro:

—No sé… no sé…

Él dijo:

—Sería tan maravilloso… —su mano volvió a acariciarla—. Un pequeño apartamento nuestro… sin tener que esperar a que la maldita patrona se fuera al cine…

Finalmente escuchó su voz ahogada:

—¿Cómo… cómo sabes que harían efecto? ¿Y si no sirven de nada?

Aspiró profundamente el aire:

—Si no hacen efecto… —la besó en la frente, en la mejilla y en la comisura de la boca—. Si no hacen efecto, nos casaremos en seguida, y al diablo tu padre y su Kingship Copper Incorporated. Te juro que lo haremos, nena.

Había descubierto que a ella le gustaba que la llamara «nena». Cuando la llamaba «nena» y la estrechaba entre sus brazos, podía conseguir que hiciera prácticamente todo por él. Había pensado en ello, y decidido que sin duda tenía algo que ver con la frialdad con que miraba a su padre.

Siguió besándola suavemente, hablándole en voz baja, con palabras llenas de amor y ternura, y, al cabo de unos momentos, ella se sintió en paz y tranquila.

Fumaron un cigarrillo. Dorothy lo acercaba primero a los labios de él, y luego a los de ella, y el resplandor de la puntita encendida a cada aspiración iluminaba momentáneamente su cabello rubio y sedoso, y los grandes ojos castaños.

Volvió la punta encendida del cigarrillo hacia ellos, y la movió en círculos, adelante y atrás, trazando líneas de vivo tono naranja en la oscuridad.

—Te apuesto a que podría hipnotizar a alguien de esta forma —dijo. Entonces hizo girar lentamente el cigarrillo ante sus ojos. A la débil luz, sus finos dedos se movían sinuosamente—. Eres mi esclavo, y estás por completo en mi poder. Tienes que obedecer todas mis órdenes. —Estaba tan graciosa, que él no pudo por menos de sonreír.

Cuando acabaron el cigarrillo, miró la esfera luminosa de su reloj. Agitando la mano ante ella, ordenó:

—Tienes que vestirte. Tienes que vestirte porque son las diez y veinte y has de estar de vuelta en el dormitorio a las once.