38. ¡CUÉNTALO!

Oír esa voz

Voces de vampiro. ¿Quién puede oírlas? ¿Quién debe evitarlas? ¿Acaso tú, lector?

Al principio de este libro decía que hay una edad, cuando somos muy jóvenes e inexpertos, en que queremos ser un vampiro o cruzarnos con uno en nuestra vida. La vida siempre tiene, a esa edad, algo de desastroso que solo se encauza con el encuentro adecuado. No sé si debería decir el «encuentro ideal», pero le viene mejor el calificativo de «adecuado», es decir, el que te saque del pozo, o del tedio o de ese circuito mimético que te pone a cien por dentro mientras por fuera permaneces totalmente apática. Una más.

Para Sarah Rubin, Nemus fue un regalo. Lo es todavía. Le quitaba la vida poco a poco, pero ¿qué pasión no te quita la vida, a veces de golpe? No hay que ser incrédulos. Hay que confiar y basta.

—Una tiene que seguir el viaje de la propia vida, no puede eludirlo, aunque crea que puede bajarse en marcha. No conduce a nada, o conduce a no saber el final de nuestra propia película. No, una ha de seguir en el viaje.

Me gusta esta filosofía de Sarah Rubin.

Solo así te descubres a ti misma. Es ver una luz. Sarah lo hizo. Quizá todos lo hacemos, pero Sarah ha colmado su deseo. Ha sabido transmitir lo que ha visto. Y, como toda persona que tiene un tesoro, lo ha comunicado a un grupo selecto y escogido, a un grupo en el que todos saben de qué se está hablando en todo momento, y se suman experiencias y se respeta cada nuevo hallazgo. En ese grupo, ahora, después de mi estancia en Roma al lado de Sarah, aprendiendo de ella y gozando de su confianza, ahora, digo, ya sé que estoy yo. No soy miembro de su OAS, pero no es necesario.

En el asunto de los vampiros, de lo que se trata al final es de experimentar.

Durante las semanas que estuvimos juntas, Sarah me permitió experimentar mucho. Pude ver cosas o saber de testimonios escalofriantes. Me llevé datos, muestras, información. Me llevé también dudas y claroscuros, incredulidades y temores. Pero sobre todo me llevé certezas, algunas tan innovadoras e increíbles que soy consciente de su difícil verosimilitud.

Por eso he escrito este libro, para dejar constancia a quienes tengan una mente abierta y audaz, sin prejuicios y con la desconfianza puesta en las sombras veloces de la noche cuyos colmillos brillen más de lo debido.

Tenemos una mente. Es ilimitada, a esa conclusión he llegado. Pero perezosa. La gente dice: «Siente las cosas cerrando los ojos». Yo digo: «No, ¡siente las cosas abriendo los ojos! Muy abiertos».

Ahora ya sé a la perfección, y sin ideas inmaduras, que ser vampiro no es un privilegio, ni siquiera es una meta. Ser vampiro pasa por estar muerto. O casi muerto, pero en todo caso habitar esa Zona Exterior donde tampoco hay vida.

En cambio, es mucho más posible cruzarse con un vampiro. Tened, lector o lectora, mucho cuidado si eso ocurre. Leed (y releed, si es preciso) este libro para saber los peligros que os acechan, si veis un vampiro o habéis creído verlo.

Lo mejor, si te atraen los revinientes, es que busques su voz. La voz de un vampiro siempre es una súplica o un deseo de confesión, una salida de sí mismo. Si oyes la voz de un vampiro, detente a escucharlo, ábrete a su ofrecimiento. Puede que solo trate de llevarte a ese lugar, entre excitante y magnífico, que es la puerta de la Zona Exterior. No entres. Solo disfruta de ese lugar privilegiado: la relación con el vampiro que te ha adoptado a ti.

¿Hay un vampiro para cada uno? No lo sé, y tampoco creo que se pueda saber, porque no todo el mundo está preparado para oír la voz de un vampiro. Todo el mundo puede sucumbir a él. Todo el mundo puede toparse con él e incluso verlo actuar de lejos contra otra persona. Pero existe una especie de relación de propiedad, algo especial, que une a un vivo con un no-muerto, cuando se eligen entre sí por las mismas razones por las que uno se enamora o elige a una persona con quien pasar el resto de su vida: por la contradictoria fórmula de la casualidad predestinada.

Si oyes la voz, como le sucedió a Sarah con Nemus, no te preocupes: tarde o temprano el vampiro aparecerá. Y recuerda que no siempre que lo hacen es porque vayan a atacar para beber. No. Aunque desconfía, pero un poco tan solo. Si el vampiro te habla, al final, a lo sumo, querrá un poco de tu sangre. Dársela no te hará desgraciado, te dará placer.

La única recomendación que Sarah me dio en el coche en el que me acompañaba para despedirme en el aeropuerto de Fiumicino fue que nunca olvidara que los vampiros solo atacan cuando: 1) lo necesitan, 2) sienten alguna atracción física, 3) sienten odio, y 4) están acorralados.

—Evite esas circunstancias y estará a salvo, querida.

Resurrección

He estudiado con ahínco a los no-muertos y la resurrección entendida como incorrupción y renacer. La resurrección, en lo que tiene de cierto grado de regreso a la vida, es el Principio Decimotercero de la Ley vampírica, un final que es un comienzo: «El vampiro nace de la resurrección de los muertos».

Hay una clave —me dijo en cierta ocasión Sarah Rubin— en el libro hebreo de Ezequiel. «Has de asimilar ese libro bíblico, bebértelo, zambullirte en él», insistía.

Allí se habla por primera vez de la resurrección de los muertos. Pero también se habla del papel de algo parecido al sueño, en lo vampírico. Y de la visión del Valle de los Huesos como último referente de las capas más profundas del subconsciente de un vampiro.

Según relató Nemus una vez, ese sueño, o, para mayor exactitud, ese estado de ausencia neuronal en que se enturbian los ojos, se cubren de un velo rojo de extravío y un exceso de fluido sanguíneo abotaga la mente del vampiro, ese sueño, repito, antecede a un ataque vampírico.

Ezequiel cuenta que fue llevado por Yahvé a un valle lleno de huesos y he aquí lo que sucedió:

Me los hizo mirar por encima con suma atención: eran muchísimos los que había en la cuenca de aquel valle; estaban calcinados. Entonces me dijo:

«Hijo de Adán, ¿crees que podrían revivir esos huesos?».

Contesté:

«Solo tú lo sabes, Señor».

Me ordenó:

«Conjura así a esos huesos: Huesos calcinados, escuchad la palabra del Señor. Esto dice el Señor a esos huesos: Yo os voy a infundir aliento para que reviváis. Os injertaré tendones, os haré criar carne; tensaré sobre vosotros piel y os infundiré espíritu para revivir. Así sabréis que yo soy el Señor».

Pronuncié el conjuro que se me había mandado, y mientras lo pronunciaba, resonó un trueno, luego hubo un terremoto y los huesos se ensamblaron solos, hueso por hueso. Vi que habían prendido en ellos los tendones, que habían criado carne y que tenían la piel tensa; pero no tenían aliento (ruaj).

Entonces me dije:

«Conjura al aliento, conjura, hijo de Adán, diciéndole al aliento: Esto dice el Señor: Ven, aliento, desde los cuatro vientos, y sopla en estos cadáveres para que revivan».

Pronuncié el conjuro que se me había mandado. Penetró en ellos el aliento, revivieron y se pusieron en pie: era una muchedumbre inmensa.[5]

* * *

¿Resucitan los desaparecidos en las guerras? ¿Basta con insuflarles ese aliento, ese ruaj, esa sangre de nuevo? Al final de la Primera Guerra Mundial hubo un tipo desalmado, Jean-Jacques Deschavanne, que puso un anuncio en la prensa diciendo que podía resucitar a los muertos de familias que habían perdido un miembro en las trincheras del Marne y otros sitios del frente. Llegó a abrir una agencia en la rue Tournon. Los relacionó con otras desapariciones similares en otras guerras y en otras batallas, estudió casos en otros países, logró penetrar en la clave del relato de Ezequiel, y terminó por descubrir la puerta de la Zona Exterior.

Dada la atracción vertiginosa del vampiro por las fosas comunes, también conocidas como fosses mange-chair (fosas come-carne), aquello solo pudo hacerse realidad si Deschavanne había conocido o tratado, mediante alguna de las maneras más inconcebibles, a un vampiro. O a una manada de vampiros. La resurrección que Deschavanne garantizaba no era otra cosa que el reencuentro con el ser querido, desaparecido en la batalla, redivivo de nuevo como vampiro al que ofrecer la propia sangre a cambio de tenerlo, una vez más, en casa. O cerca, muy cerca.

—Posthuma —dijo Sarah—, ese era el nombre de la agencia de Deschavanne.

No reaccioné ante su mirada clavada en mí.

—¡Pobre Thea, usted no sabe nada, claro! Posthuma es también el nombre que entre los vampiros se da al País de lo Inmutable. El Valle de los Huesos es ese mismo lugar. No es leyenda. Existe. Está, más o menos, donde Ilana Goor tiene su museo, en Jafo. Donde descansa ahora, vacío, el sarcófago bizantino de Nemus.

¿Exterminio?

«No dudes nunca de lo que solo ves tú».

Esta frase de Sarah Rubin me dio que pensar durante todo el tiempo que viví en Roma para el reportaje. Pero también después, cuando estaba terminando este libro. Desde entonces nunca he dudado de lo que solo yo he visto. ¿Qué mayor seguridad puede haber que tus propios ojos? Nunca acabamos de creer del todo en esta verdad.

A veces deseamos que exista un mundo paralelo. Un mundo que no pertenezca solo a nuestro pensamiento, sino que responda a un lugar real, a unas personas reales, sean estas quienes sean. Un mundo en el que poder entrar, pero también del que poder salir. Jugar con ese riesgo es lo más atractivo. Lo han dado las drogas, lo han dado las locuras de la mente, lo dan los vampiros: «¡Ven y quédate! ¡Entra!».

Ahora yo oigo otra voz emanada desde ese mundo: «¡Cuéntalo!».

Lo haré. Lo estoy haciendo.

Sé que existe ese mundo paralelo del que luego, de pronto, recordamos lo que nos ha ocurrido en él. Seguramente queramos después volver. Entrar de nuevo. Ese mundo llamado la Zona Exterior. Ese mundo de donde proceden la no-vida y la no-muerte.

Lo último, y más inquietante, del PYP —y que he sabido mientras redactaba este libro— es que en el Pentágono siempre trabajaron en paralelo para encontrar vampiros manipulables y, a su vez, hallar el sistema de eliminarlos. Algo así como crear el virus y su antídoto, a la vez.

Trabajaron también para descubrir, o fabricar, si era preciso, una enfermedad «letal» para los vampiros. Es decir, que su desintegración no fuera mecánica, por medio de los cazavampiros, sino natural, por medio de un sistema antiinmunológico que proviniera del propio vampiro.

En resumen: inventaron el sida de los vampiros.

Hay que generar anticuerpos. Vampiros muertos de muerte natural. O de un cáncer específico. Trabajaron en una proteína sintética para lograr células tumorales que no se inhibieran. La clave de su investigación estaba en los lípidos y en la angiogénesis[6].

Esto es lo último en materia vampírica, el fin del vampirismo a medio o largo plazo. Algo que, creo yo, ni siquiera sabe todavía Sarah Rubin.

Cómo lograr ese cáncer, inducirlo a voluntad, era tan importante para el PYP como saber utilizar los vampiros en su propio beneficio. Sin embargo, los estudios más recientes advierten de que ese cáncer existe, de que se han detectado ya casos comprobados. ¿Cómo? Misterio. Lo cierto es que algo empieza a pasar, algo que acaba con ellos sin mediación humana alguna. Un cáncer que tiene que ver con la coagulación. Y se sabe que la sangre del vampiro, hasta la fecha, no coagulaba nunca. Por ahí llegará su exterminio.

La sonrisa de la despedida

—¿Ha notado alguna vez, Thea, qué fría puede llegar a ser una mano fría? ¿Lo ha sentido?

Sarah me hizo aquella pregunta en Fiumicino. Me había alargado la mano para despedirse. Dudé en estrecharla con la mía. Un titubeo me frenaba. ¿Acaso la suya estaría fría y gelatinosa como me imaginaba la mano de Nemus? ¿Entonces, pensé en ese momento, Sarah también lo acabaría siendo?

Ser vampiro puede ser algo que se desea cuando no se sabe nada de ellos.

Contra lo que a veces se lucha, si se les conoce bien. He tenido acceso a varios casos.

Pero que se descubre en una misma ya siéndolo. Puedes abrir los ojos una noche y desear únicamente un cuello cerca, una carne penetrable. Te obsesiona la saciedad a cualquier precio.

Sarah Rubin me desengañó: no era una vampira, no había duda. Sin embargo, me enseñó que existía ese lugar intermedio de la Zona Exterior donde se ansia la sangre por encima de todo. O mejor dicho: solo se ansia la sangre, el codiciado ruaj, porque no hay allí otro «todo» superior que ansiar. De eso no cabía duda. A no ser que en realidad, el otro lugar, el normal, no existiese para nosotras desde hacía mucho, muchísimo tiempo.

Agité la cabeza para espantar esa idea. La voz de la azafata de British Airways me aferraba a la vida.

Le di a Sarah mi mano y comprobé enseguida que la suya era cálida y vigorosa. Respiré a fondo.

—Era una broma, Thea. Mejor que no lo sienta. Mi mano no está fría todavía, y espero que por mucho tiempo no lo esté. Por cierto, ¿qué hará ahora con todo lo que sabe?

—¿A qué se refiere?

—Sí, ¿cuál es su propósito, con todo lo que ha conocido por aquí? ¿Se meterá debajo de una piedra, dejará todo atrás, huirá?

—¿Huir? No huyo nunca. Haré el reportaje, supongo.

—Eso espero, por supuesto. ¿Y nada más?

Aunque apenas lo intuía aún, este libro ya echaba raíces en mi cerebro. En cambio, no le dije lo que pensaba, la idea no había madurado.

Nos abrazamos en silencio.

Cuando me alejaba por el control de pasaportes, le grité:

—¡Sarah! Nunca le dije cómo se llama mi perro. Le sorprenderá.

—¡Ni sabía que tenía un perro! ¿Qué nombre le puso?

Bite.

Vi una sonrisa en la cara amable de Sarah Rubin.

Luego, en el avión que me llevaba a Londres, escala a Nueva York, mientras escuchaba a Madonna en mi iPod, me volvió la pregunta que me hizo Sarah, o su desafío: «¿Qué hará ahora con todo lo que sabe? ¿Esconderse?».

Sí, la pregunta-desafío estaba ahí, resonaba todavía en mis oídos. Maldita sea, soy periodista, al fin y al cabo. ¿Qué haré? Haré, me dije, lo único que sabía hacer, lo único que debía hacer: contarlo.

Era lo correcto.

* * *

¿Y ahora qué?

Bien, lo he hecho. ¿Y ahora qué pasará? ¿Vendrán a por mí? ¿Vendrá alguien a sacarme el ruaj de un modo u otro? ¿Estoy en peligro?

Ansiosas dudas, horribles sospechas.

Porque…

Porque ahora no quiero olvidar la sonrisa de Sarah en el aeropuerto. No quiero olvidarla bajo ningún concepto. Era imposible para mí imaginar que unos meses después de nuestra despedida en Fiumicino, Sarah Rubin desaparecería, no sé si para siempre. Esa es la gran incógnita. O esa impresión crece en mí con fuerza. Tal vez después de mi marcha sucedieran cosas desagradables, cosas atribuibles a Nemus, al Estado italiano o a mi propio gobierno, nunca se sabrá. Cosas que tampoco yo he sabido, pero en todo caso relativas a la anulación de Sarah. ¿Sabía demasiado? ¿A quién incomodaba? ¿O decidió ella misma, voluntariamente, pasar a la Zona Exterior?

Hace tiempo que no contesta al teléfono y los mails me rebotan. El correo llega devuelto. He tratado de contactar con algún vecino del 15 de Via dei Greci, pero parece que todos los habitantes de la finca se han volatizado; nadie atiende al teléfono en ese edificio, nadie abre la puerta. Sé que he de volver a Roma cuando haga el suficiente acopio de valor. Aún no. Pero no puedo ni debo alertar a la policía. Eso puede ser peor para Sarah, si vive, o para mí, que correría quizá su misma suerte.

Al menos a día de hoy, al menos hasta el momento en que escribo esto.

Fin