36. ¿CÓMO SE LES CAZA?

Un cazavampiros tiene un nombre más técnico, pero apenas se usa, y menos entre los expertos. Se les denomina, en puridad, «aplastadores» o crushers». También son identificados en algunos documentos como «rastreadores» de nidos de vampiros. Entre ellos, sarcásticamente, se definen como «finalizadores», en alusión al hecho de que terminan con la estancia del no-muerto en la Zona Exterior. Sarah odiaba a los «aplastadores» o «finalizadores», es decir, a los Van Helsing del mundo. Abraham Van Helsing, tal es el nombre que le puso Bram Stoker en su Drácula, es un perfecto y puro «aplastador». Stoker se identificó tanto con él que decidió llamarlo como él mismo; era, además, el personaje que él quería ser, su preferido en la novela, y le traspasó incluso sus rasgos físicos, estatura y rostro, proyectando en su audacia y su aventurerismo heroico aquello que le habría gustado ser en otra vida.

También hubo un tiempo en que se premiaba con recompensas conseguir desintegrar vampiros. Se pagaba un dinero por un vampiro sacado de su letargo para, inmediatamente, en presencia de los proveedores de la recompensa, proceder a su eliminación. Ese trabajo lo hacían los vampire-hunters, una variante de los crushers, herederos prosaicos del arquetipo Van Helsing, llevados a la pantalla hasta la saciedad, por lo general bastante paródicamente.[4]

—Thea, cuando usted me habla de cazar un vampiro —me dijo Sarah—, no se referirá a esa chica horrible y cursi de la tele, esa Buffy, ¿no? Tiene algo que me recuerda a mis peores pesadillas. ¡Qué repelente señorita metomentodo!

—Por supuesto que no —le dije.

Bromas aparte, los vampire-hunters más organizados eran, hasta la fecha, los Hermanos Capistranos. Sarah me habló de ellos con detenimiento.

El origen de esta hermandad semi-secreta se remonta a varios siglos atrás. Está documentado por la historiografía que su creación fue idea de dos inquisidores dominicos bajo el papado de Inocencio VIII. En su obra, famosa durante décadas y escrita en 1486 por indicación del Papa como manual de la Inquisición, el Malleus maleficarum (Martillo de las Brujas), los dominicos Sprenger y Kramer hicieron una apostilla final recomendando la creación de una hermandad o una cofradía.

Se trataba de una orden de hermanos menores encargada de perseguir y dar caza a los revinientes o no-muertos, cuya naturaleza identificaban, clara e indistintamente, como demoníaca e israelita. Lo más curioso es que quien lo tradujo al inglés fue ni más ni menos que ¡Augustus Montague Summers! ¿Con qué intención? Se desconoce, aunque seguro que la tendría por una obra anticuada y anecdótica, fuente valiosa de información sobre el mal.

Sin embargo, la Hermandad Capistrana (creada en honor de san Paleólogo Capistrano, santo dálmata que introducía una hostia consagrada en la boca de los embrujados recién empalados en las afueras de las ciudades) no se constituye hasta el Concilio de Ruán, en 1581.

La Hermandad Capistrana está formada a imagen y semejanza de los Caballeros de Malta. Tuvo una enérgica y extendida actividad en la Roma barroca, actuó incluso contra Caravaggio y su amante, el cardenal Del Monte, creyendo que ambos eran vampiros (lo que nunca se ha demostrado). Y también contra Nemus, quien tuvo que huir de ellos. Sabemos por Sarah Rubin que, en cuanto a Nemus, no lograron su objetivo, aunque sí eliminaron a Merisio, su convertidor enmascarado, entre otros muchos.

La orden vaticana de los capistranos se funda con todo tipo de religiosos excedentes. Fue una de las que estudió el Pentágono para crear el PYP. La orden se dedicaba sin freno a deshacer y empalar vampiros confirmados y vampiros posibles. El Vaticano II acabó con ellos y con su poder, desviándolos de sus actividades hasta formar parte de los servicios secretos vaticanos, organizados y sostenidos por el cardenal Marcinkus y la Logia P2.

Luchaban a muerte contra los vampiros. Algunos sucumbieron a la fuerza que se les resistía y pasaron a ser vampiros a su vez, otros sencillamente murieron en su acto de fe. Pero, en todo caso, en la Europa del siglo XVII y de mediados del XVIII, los capistranos (según registran sus libros de anales) habían eliminado trescientos sesenta y dos mil vampiros y semivampiros, de los cuales siete mil lo fueron en las colonias de Virgina y Baltimore.

Hoy en día hay todavía capistranos. Al menos, que se sepa, existen como tales en Canadá. Allí fue donde Cathy Kerrigan, periodista divulgativa de Toronto, hizo un hallazgo importante. En 1976 encontró una película con un desenterramiento vampírico.

Por lo visto, los capistranos se habían modernizado y habían llegado a grabar en celuloide una de sus acciones de caza. La película se conoce como la Película número tres y está en poder de Sarah, en cuya compañía asistí en privado a su proyección cuando estuve en Roma. Cathy Kerrigan en persona se la había entregado a ella.

Son apenas quince minutos de película, unos doscientos metros de rollo. Todo en la filmación, inevitablemente, está muy borroso y tiene un aire amateur, pese a ser tomada por uno de los miembros de la banda de cazavampiros. Sin embargo, Sarah conserva esa película como oro en paño. La grabación es bastante antigua, fechada en 1931, y se llevó a cabo en Edimburgo, en una cripta hallada en las cavas del sótano de la casa del puritano reformista. John Knox mientras excavaban para rehabilitarla como museo. Era la tumba de un imblocatus.

Los imblocati fueron estudiados con detalle en 1927 por el matemático e historiador de las religiones Sir Matthew Lawrence, amigo de Summers (¡su nombre vuelve a aparecer otra vez en nuestra historia!). En la Edad Media se llamaba imblocati a aquellas personas que habían muerto bajo tortura para que abjuraran de Satanás o habían padecido tormento por ser consideradas demoníacas y enajenadas. La Inquisición recomendaba, como exorcismo final, algunos aspectos relativos al modo de su enterramiento. Se les amortajaba con lino teñido de rojo (¿para disimular la sangre derramada, tal vez?) y se les disponía bajo grandes losas de mármol o pesados bloques de piedra, lejos del contacto con la tierra, para que fuesen aplastados por su peso.

La grabación de la Película número tres recoge el momento en que, ayudándose de un armazón de poleas para alzar uno de esos grandes bloques de piedra, se abre la tumba del imblocatus. Fue identificado posteriormente como Honorius de Ciseux, deán del Castle de la ciudad, obsesionado por la sangre de Cristo y la idea herética de que el Salvador era un cripto-vampiro. ¿De dónde le venía al clérigo tal idea? ¿Acaso la herejía estaba más extendida de lo que hoy se piensa? Honorius de Ciseux vivió en el año mágico de 1331.

Pude ver con mis propios ojos cómo dos hermanos capistranos, vestidos con túnicas oscuras, procedían a introducir un ladrillo en la mandíbula del cadáver antes de separar su cabeza con una pala afilada. Luego, después de unos segundos en los que la cinta parece burbujear y estar deteriorada, la proyección se detiene justo cuando uno de los hermanos que ha hecho la decapitación posiciona una estaca de hierro en el pecho para que otro machaque sobre ella. El cadáver vampiro se ve etéreo, como desenfocado y deforme en todo momento, pero, por el aspecto de sus ropas, parece el de un hombre joven en traje eclesiástico.

No me cabe la menor duda de que ahora habrá muchas más películas y de calidades muy superiores, digitales incluso. Pero no sirven de nada, como tampoco sirve la Película número tres, salvo como testimonio. En ellas no podrán grabar por mucho tiempo a un vampiro, salvo las pocas horas con luz de día, y además solo podrán matarlo a continuación. O dialogar con él, si se deja.

Los cazavampiros actuales están pagados por los gobiernos de manera encubierta y bajo mano. El Pentágono, la Comisión Napolitano u otras agencias gubernamentales de servicios secretos financian pequeños equipos de élite para lograr hacer viable el acceso a un vampiro de verdad. En épocas anteriores al siglo XX estos mismos «aplastadores» fueron financiados por el Vaticano o por la Iglesia de Inglaterra, pero también por ricos excéntricos, muchos de los cuales hallaron la muerte —aunque no la eternidad— debido al arriesgado capricho romántico de imitar a lord Byron.

La lección de todo esto es que es un error despertar a un vampiro, abrirse a él o invocarlo, como hemos visto en otra parte. Esto hay que dejarlo en manos de los «aplastadores».

Solo el vampiro que se dirige a ti, el que te busca, el que sale a tu encuentro, puede albergar unas intenciones diferentes y no solo extraerte la sangre. Si no, el vampiro con el que te encuentras o al que acabas buscando tú, lo más probable es que termine matándote. En este sentido, por desgracia siempre —y recalco siempre— es así.

Mi estancia con Sarah me lo ha enseñado con creces.