35. AMOR/SEXO: LA DISCOTECA DE HAMBURGO

Amor vampiro

Creo que ya estaba preparada para hacerle a Sarah la pregunta importante, la pregunta sobre el amor de un vampiro, pero una pregunta llevaba a otras. ¿Había amado ella a Nemus? ¿Se puede amar a un vampiro? ¿Un vampiro puede amarte? ¿Pero puede amarte como aman los seres humanos… vivos? ¿Cómo es la posesión total de un vampiro? ¿Qué sientes? ¿Terror? ¿Hay sexo con los vampiros? Sarah no rehuyó las respuestas, aunque me advirtió que este era el asunto que más exageraciones y ridiculeces había hecho florecer en la imaginación de escritores, dibujantes y cineastas. Pero lo primero que me aclaró fue que ella nunca había sido amada por Nemus, al menos en el sentido «convencional» del amor, y que el único acto amoroso, por así decirlo, había consistido, durante años, en el ofrecimiento del caudal de sus venas a Nemus hasta llegar a la extenuación, hasta abocarse al borde mismo de la Zona Exterior. ¿O fue un orgasmo?

En cuanto al amor, reconoció, no se puede deslindar del sexo; el amor es un sentimiento que los vampiros conocen y experimentan, pero tan solo por apenas unos segundos, porque enseguida les ciega una pulsión pasional. Es, no obstante, un sentimiento muy rudimentario, porque el campo emocional, en un vampiro, es muy físico: sienten, pero de inmediato ese sentir se mezcla con el deseo, la posesión y con querer alcanzar un clímax en el que saciarse a toda costa.

Un vampiro es ansioso en el sexo, pero algunos a eso lo llaman amor. Sarah me explicó, quizá por experiencia propia, que se trataba de algo emocional y primitivo, más que sentimental.

—El sentimiento del vampiro —dijo— no está elaborado, es del orden de los instintos, como el sexo.

»La herida, la mordedura o el picotazo del colmillo, ¿qué representa? ¿Un beso brutal, una penetración, un desgarro? ¿O es más bien un origen, un arranque, como se dice de un parto, en cierto modo?

»Todo eso es válido, Thea, y todo eso, en su proporción, sucede. La mordedura del vampiro desgarra tu piel y también sientes en todo tu cuerpo cómo te penetra algo acerado que duele y da placer a la vez. Pero, sobre todo, es un inicio, como el amor es también el inicio de algo en cualquier vida, ¿no cree?

La voz de la Sarah más solemne, desde su pequeña estatura, había dicho eso. Sonaba a místico.

Así que la mordedura vampírica es, por tanto, un inicio. Como lo es la mordedura de cualquier ser humano que se hace en el juego de la pasión, deduje. Y produce una consecuencia que también se podría asimilar al ámbito del amor: el contagio. Todo contagio, bien mirado, también es un inicio. Como si se empieza una aventura.

El vampirismo en general está basado en el contagio. No hay otro modo de ser vampiro si no es porque te muerde otro vampiro, y te contagia lo que él es.

En el caso de los vampiros que se aman entre sí, cuando lo hacen actúan como leones y leonas que se muerden, y en ese acto, que puede parecer salvaje a ojos de un extraño, mezclan sus sangres. Entre vampiros, esa mezcla de sangres es el máximo símbolo de supervivencia y de amor. Pero está lejos de la conciencia, sigue siendo instintivo.

Sin embargo, es raro el amor entre vampiros, como es raro el mordisco entre vampiros. Lo más normal es el amor entre un vampiro y un no-vampiro, antes de que el segundo se convierta en uno de la misma especie.

—Todo vampiro que se enamora, y esto del amor vampírico, Thea, tómelo con prevención, no lo olvide, vampirizará al ser amado.

O sea, que si Nemus se hubiese enamorado de Sarah, la habría vampirizado. Quizá por eso Sarah sabía que él no la amaba, porque ella solo le daba su sangre, pero permanecía entre los vivos. O, tal vez, el juego del amor al límite, como una ruleta rusa, fuese demasiado peligroso y precipitado para ella. Aún le gustaba este mundo, aún no quería pasar a la Zona Exterior. Estaba en su derecho.

Cuando se acerca un vampiro siempre se produce una sensación extrasensorial de preaviso. Los que han pasado por ello lo definen como una situación en la que crece la certeza de que va a ocurrir algo extremadamente excitante. Entonces un escalofrío terrorífico recorre el cuerpo. El sudor se vuelve frío y pegajoso. Se experimenta una aguda impresión de que alguien se acerca a ti muy rápidamente. Luego, ese mismo ser presentido se queda inmóvil a un palmo de tu cuerpo. El terror de la amenaza dispara el sentimiento fantástico, la adrenalina sube a cotas adictivas: va a suceder, voy a ser víctima de algo, voy a morir, o lo que es peor, ¡voy a sufrir! La espera te destroza. El segundo siguiente es un caos: todo pasa rápido y lento a la vez, la carne se abre, la sangre brota. Incluso puede suceder desear el abandono en la muerte.

Como en el amor, más o menos.

El caso de la discoteca de Hamburgo

La historia que mejor ilustra la relación de amor y sexo en los vampiros es la que documentó, en 1998, la vampiróloga Sylvia Kronnham. Su informe está en los archivos de Sarah y se conoce como «El caso de la discoteca de Hamburgo».

Sylvia Kronnham estudió los sucesos de una apartada discoteca de las afueras de Hamburgo. Se convirtió, de la noche a la mañana, en una discoteca maldita que trajo de cabeza a la policía federal debido a las desapariciones de jóvenes y a los inconcebibles crímenes que tuvieron lugar en ella durante un periodo muy corto de tiempo: tan solo dos días.

Al final, cuando todo acabó, las autoridades censaron veintidós personas desaparecidas (¿vampirizadas?) y hallaron diecinueve cadáveres, todos ellos sin una gota de sangre en sus venas y plagados de mordeduras, algunas muy violentas, como producidas por una máquina forense, una trepanadora o una taladradora. La policía no encontró, por supuesto, ningún utensilio de esas características por los alrededores.

Sylvia Kronnham, llevada por su sexto sentido, se presentó en el lugar en cuanto el Bild y la demás prensa sensacionalista de Hamburgo se hicieron eco del rumor de que algunos cuerpos tenían esas atroces marcas en diversas partes del cuerpo, marcas, según los forenses, de dentelladas.

La discoteca era un claro reclamo al juego vampírico: se llamaba Alp und Blut. Blut es sangre, y los alp son una variedad de vampiros alemanes de las tradiciones populares. A nadie se le escapaba el sentido último del nombre, y menos aún a Sylvia Kronnham.

También, o sobre todo, la discoteca era un lugar para hacer castings y pruebas de voz a cantantes pop aficionados. El mundo de las artistas que empiezan se rodea de drogas de diseño, éxtasis, coca, productores de discos pervertidos y alguna que otra sorpresa deslumbrante que te pone al filo de la navaja o al filo de tus propios límites. Eso siempre atrae a la gente, el límite.

Tomaban drogas. Lo llamaba «el coito químico». El cóctel de amor, pasión, posesión, seducción y sangre es el mejor camuflaje para un vampiro que vaga por la ciudad nocturna en busca de solitarios noctámbulos. O de solitarios sumergidos en medio de multitudes. Como sucedía en las discotecas, como sucedía en la Alp und Blut, un lugar lo suficientemente alejado como para refugiarse en ella hasta el amanecer.

Se les llama íncubos (masculinos) o súcubos (femeninos) a los seres saturnales o demoniacos que tienen apariencia de hombre o de mujer y mantienen relaciones sexuales con el otro sexo o con el mismo. Los vampiros, para muchos, son una especie de íncubos o súcubos. Por eso se confundían con la gente en la discoteca: pasaban por ser unos raros clientes más.

En la Alp und Blut había una piscina en medio de un jardín lateral. Se teñía el agua de rojo para crear un efecto macabro y gótico, incrementado por los focos luminosos del fondo. Pero no siempre era un efecto pretendido, ni tampoco lo que manaba a chorros de los caños era agua teñida.

Según averiguó Kronnham, allí, durante dos noches consecutivas del mes de julio —las del 15 y 16 de ese mes—, había habido una orgía vampírica. Los cuerpos vampirizados se sumaban a los vampiros más viejos, y aumentaban las víctimas y los ríos de sangre. Los restos rojizos y negruzcos que halló por su cuenta, en los bordes de la piscina y en los caños de agua, eran muestras inequívocas de la sangría.

—¿Un vampiro se mete en una piscina?

—De noche, ¿por qué no? —contestó Sarah.

Durante aquellas dos madrugadas, los vampiros, que fueron creciendo en número, mezclados con los usuarios de la discoteca y amparados por el reclamo fascinante de la piscina gótica, atacaron aleatoriamente a sus víctimas, incluso dentro de la piscina.

Hubo gritos y aspavientos, gestos de desesperación, pero la mayoría de la gente los tomaba como parte de la diversión, el resultado de la histeria del momento, reacciones por el agua fría, por el descaro de los que quitaban la ropa a unas y otros, por el abrazo inesperado de un desconocido que hundía su cara en el pecho de una chica… Todo era posible y confuso. Los gritos se tomaron por los alaridos de la fiesta.

Fue una matanza.

Una de las noches posteriores, cuando todo había pasado, después de que la policía científica hubiese peinado el recinto con sus sistemas de investigación microscópica, Kronnham volvió a la discoteca Alp und Blut y se coló a hurtadillas en el jardín de la piscina.

La discoteca estaba vacía, no había nadie a la vista, ni siquiera vigilantes privados. La piscina también había sido vaciada. Pero en el borde había alguien en cuclillas. Miraba hacia el centro del estanque vacío. Allí, en el fondo, había un pequeño círculo brillante, un disco reluciente, lo que para Kronnham podía ser, sin duda, un DVD.

La persona que estaba en el borde de la piscina llevaba el pelo recogido en una coleta. Se irguió y se soltó la melena quitándose una goma que tiró lejos. El pelo abundante cayó sobre los hombros. Era un chico de unos dieciocho años y llevaba una gran chapa en la cazadora con la cara de Gorbachoy. Parecía mayor. Se alzó una capucha roja sobre la cabeza. Entonces sintió la presencia de la vampiróloga. Pero en lugar de asustarse o de huir de allí, la miró a los ojos con insolencia adolescente.

Sylvia vio el rojo inyectado de sangre en las pupilas y la expresión siniestra y amenazante de los vampiros. Las uñas se alargaban por momentos en sus dedos. Oyó que crujían.

Pero, en lugar de atacarla, el chico la rodeó y de un salto, sin ningún esfuerzo, bajó hasta el fondo de la piscina vacía y recogió el disco compacto. De otro salto, como en un parpadeo, se presentó de nuevo ante Sylvia. Todo pasó en unos segundos.

Se lo entregó. Pero como Sylvia estaba paralizada, el chico le abrió la palma de la mano y depositó dentro el DVD. Sin embargo, no le soltó el brazo, la sujetó por la cintura, pasó la lengua por su cuello y rozó con sus colmillos su barbilla. La mejilla del joven rozaba su mejilla.

El olor era nauseabundo, pero Sylvia se contuvo y no se desmayó. El vampiro la besó los labios, y luego la lengua; metió la lengua en su boca; Sylvia enseguida notó el sabor a sangre y a moho, notó el movimiento de algo que solo podía asociar a los gusanos dentro de su boca. Entonces se apartó, impulsada por el asco.

El joven alargó el brazo e hizo un pequeño arañazo con la punta de la uña en su cara, debajo del pómulo izquierdo. Se acercó lentamente para beberse la rayita de sangre que manó de la herida.

Mira esto y sabrás lo ocurrido. Hubo aquí una gran noche.

Fue lo que dijo el chico sin apenas mover los labios, con una voz excesivamente rota y apagada.

Sylvia experimentó el roce de la piel de los vampiros: fría como el hielo, iba haciéndose cálida progresivamente, como si subiera su temperatura a medida que era tocada por una piel humana o tenía cerca la presencia de un manantial de sangre (un surtidor), es decir, un ser vivo.

A partir de ese momento Sylvia Kronnham pierde la consciencia de los actos que se suceden, no recuerda lo que ocurrió, ni siquiera qué fue lo que causó los moratones y heridas con los que fue encontrada por la policía al amanecer, tirada en el jardín de la discoteca. Sentía, no obstante, un extraño bienestar y la sensación que conservaba era la de un profundo agotamiento y un gran zumbido en la cabeza, como si hubiera estado toda la noche sumida en una pesadilla de la que no podía desprenderse.

Habían excavado en ella, o eso pensaba.

Pero sabía la verdad. En algún lugar de su cerebro estaba esa verdad y era cuestión de tiempo que aflorase. Tal vez le llevara una semana o un año, pero saldría, esa verdad saldría.

Lo puso en su informe para Sarah. Allí hablaba de una gran fuerza sexual, de una posesión, de gritos inaudibles y de un deseo indescriptible por seguir aferrada a los brazos que la asieron durante todo el tiempo que fue penetrada por el joven. Fue dominada por la carne y la sangre en estado puro.

El vampiro la había amado, de eso estaba segura, pero en realidad lo que había experimentado era una especie de violación sin dolor, una violación en la que a la pérdida enorme de sangre se añadía la extraordinaria sensación de un placer sexual inaudito. No se convirtió en vampira o sencillamente en cadáver, como las chicas de la discoteca, porque el vampiro no había querido.

El recuerdo vago era este: el chico que llevaba una chapa en la cazadora con la cara de Gorbachov hizo que las mandíbulas se aferraran a su omóplato. Sylvia, semiinconsciente y contra el suelo, notaba el espacio desproporcionado que esas mandíbulas ocupaban, sentía su tamaño, era como un cepo sobre su cuello. Le desesperaba no poder ver nada de lo que le estaba sucediendo, trataba de girar el cuello, que la cabeza fuese para otro lado, pero el cepo de las mandíbulas se clavaba más y más y sus ojos angustiados se le salían de las órbitas. Algo líquido fluía por su piel, bajaba por su espalda. Trató de agitarse para que el cepo se le desprendiese. No podía, y al dolor se le unía la ansiedad, pero por encima de todo sentía un creciente placer, el placer de dejarse ir, como si todos sus sentidos empezaran a claudicar.

El chico de la cazadora parecía haber concentrado todo su esbelto y delgado cuerpo en esa parte de sus vértebras; las garras de sus manos se hundían unos milímetros por los músculos del pecho y del brazo. Manó más sangre. Entonces Sylvia, desconcertada porque sus sentidos se habían encendido, intuyó de pronto algo terrorífico, supo que iba a morir. Esperó la fractura de su columna, el ruido seco al partirse.

Pero su desconcierto, por segundos, aumentaba, ya que aquella inminencia de la muerte había dejado de importarle. El chico sobre ella había empezado a pesar una tonelada y ella solo trataba de fijar en un punto la mirada nublada, intermitente por la increíble sensación de vacío absoluto y de ligereza total.

Creyó que zigzagueaba por el cielo como un globo de goma propulsado por el aire que se le escapa.

Algunas mujeres llegan al orgasmo al ser vampirizadas, quiero decir mientras son vampirizadas. Probablemente fue eso lo que ocurrió a Frau Kronnham. Y en cuanto a los hombres, algunos, no todos, tienen una violenta e incontrolada erección. De ahí que la vampira-mujer forme parte de las fantasías habituales de muchos hombres, como en el cine porno, por ejemplo.

Alguien lanzó un grito desgarrador:

—¡Aaaaaahhh!

Pero, aunque no la reconoció como propia, aquella voz de mujer era la suya, la de Sylvia. Y el chico, entre jadeos, con voz más ronca y cortada aún, murmuraba que tenía que hacerlo, que tenía que hacerlo, y que llegaría hasta el límite, pero ella no moriría.

¡No morirás!

Otra vez Sylvia imploraba que esperase, trataba de disuadirlo de que siguiese. Hubo otro grito. No hubo más voces. Luego llegaron los susurros. El chico succionaba con rapidez, agitaba la cabeza, Sylvia se iba por sus venas. La oración fúnebre se estaba pronunciando.

La policía llegó al amanecer y encontró a Sylvia Kronnham aún con vida. Sus órganos genitales, cuando fue examinada en el hospital, revelaron que había tenido una continua y extrema actividad sexual. La policía la interrogó como si fuese una prostituta.

El DVD que estaba en su bolso resultó ser una snuff movie de los hechos acaecidos en la discoteca las noches del 15 y 16 de julio —la pantallita indicaba la fecha y la hora en un extremo—, las noches de la matanza de jóvenes. Quién la había grabado y con qué fines, nunca se supo. Tampoco se vio en ella a los vampiros, a lo sumo eran formas delicuescentes y borrosas que se movían entre los cuerpos desnudos de los chicos y las chicas, que eran atacados y prácticamente devorados mientras se desesperaban a gritos.

—La relación con el vampiro es física, concreta y peligrosa —dijo Sarah. La gente que está con un vampiro o lo identifica como tal, y además se siente atraída por él, corre riesgos, ya lo creo. Más de los que parece. Y está en verdadero peligro ante ellos.

Seguro que alguno de aquellos muchachos y muchachas de la discoteca, tal como dedujo finalmente Kronnham, sabían que estaban tonteando con vampiros o seres de otra naturaleza. Pero prefirieron seguir hasta el final, atraídos por una fuerza superior, que se llama deseo y desafío, autodesafío incluso. En resumen: fueron unas víctimas inocentes de vampiros hambrientos.

—¿No es eso lo que pasa en el amor?

—Demasiado pesimista, Sarah, pero sí, me temo que es eso lo que pasa en el amor.

—¿Cómo cambiar eso? ¿Cómo combinarlo con la idea de que el contacto con los muertos produce (porque la ha producido siempre) una enorme repulsión? Aunque atraiga y envuelva, hay que huir del beso del vampiro.

—El amor de los vampiros es el viaje de la repulsión a la pasión. Algo, por lo demás, muy humano —dije yo.

Sarah no contestó. Ese viaje ya lo había hecho ella antes. Se limitó a decir, en un mal francés:

—«Je suis de mon coeur le vampire». Baudelaire. Un magnífico chupasangre.