32. VAMPIRISMO DE MANADA

Todas las mañanas echaba un vistazo a mi blackberry por si había algún mensaje de Vic Armstrong. O de casa. Pero solía ser cero. Cero mensajes. Así casi todos los días. No recuerdo en qué momento me di cuenta de que, más que un reportaje, lo que estaba escribiendo era este libro, pero debió de ser a raíz del enésimo mail que le mandé a Vic, mi editor, cuando, en una respuesta suya, se alegraba de que hubiese empezado con tan buen pie y me animaba a que hiciese una versión más amplia, «para las familias». Literalmente usó la palabra «familias».

Lo del libro ya lo había pensado en cuanto vi el rico caudal que era el archivo de la casa de Via dei Greci, pero no lo de las familias. Lo consideré buena idea, hacer un libro para todos los públicos. Eso me llevó a plantearme algo que no me había planteado en ningún momento hasta entonces: el hecho de si existe la familia vampírica y qué tipo de familia tiene un vampiro. Si es que la tiene.

Sarah no se anduvo por las ramas; me dijo que unos sí y otros no. Unos son seres individualistas que actúan en la más absoluta soledad, como Nemus, y otros forman una variante tribal, en la que se fortalece el parentesco como un vínculo defensivo, propio de grupos cerrados. Y especialmente sanguíneo, aunque las sangres de todos los vampiros son impuras, mestizas, nada «familiares». Son los llamados vampiros de manada.

Me interrogaba, entonces, sobre cómo actuarían esos vampiros de manada cuando constituyeran familias enteras, esto es, cuando todos sus miembros hubiesen sido vampirizados.

La respuesta llegó unos días después.

Fue la jornada en que hubo que hacer una sesión de fotos con Sarah para ilustrar el reportaje. El fotógrafo que trabajaba para Factory era un freelance que vivía en Génova. Y vive allí aún. Se trasladó a Roma para la sesión. Es muy bueno; se llama Daniel Verbinski y tiene la nacionalidad argentina, pero había vivido en su juventud en Israel.

Sarah habló con él con gran locuacidad. Al oírle citar Israel, le habló de su amiga Ilana Goor. Verbinski conocía perfectamente el museo de Ilana Goor en Tel Aviv. Para completar el reportaje, se comprometió a ir hasta Jafo a hacerle una foto al sarcófago bizantino, ahora vacío.

Mientras avanzaba la sesión de posado fotográfico en el marco escogido, los alrededores de Via Véneto con el fondo de la iglesia de los Capuchinos, en cuyo osario Sarah estaba convencida de que se aletargaban vampiros de manada, se quedó obsesionada con el rostro de Verbinski. Se había encendido una luz en ella. Dijo de pronto que le recordaba al único retrato que había visto de Arthur Knight. El retrato con el que fue buscado durante un tiempo por varios estados.

Ni Daniel ni yo sabíamos de quién se trataba, aunque su historia era relativamente reciente.

El caso Knight

Arthur Knight, de cincuenta y seis años, casado y con tres hijos sanos, era un programador de ordenadores de Alamosa, Colorado, que había pasado por un taller literario para escribir novelas de ciencia ficción, su vocación frustrada. En el año 1997 consiguió, por fin, publicar a sus expensas su primera novela en una pequeña editorial local. La novela se titulaba Green Blood of a Remote Galaxy (Sangre verde de una galaxia lejana).

En resumen, era una novela de corte fantástico en la que unos vampiros extraterrestres —sus favoritos desde la infancia—, unidos entre sí por las mismas leyes de una manada, atacaban de noche el World Trade Center de Nueva York. Fue extremadamente premonitoria de lo que sucedería cuatro años más tarde, pero, como era de esperar, pasó totalmente desapercibida. Vendió 194 ejemplares, y todos en Alamosa.

A raíz de aquella insignificante publicación, en la que, entre otras cosas, había una sobreabundancia de sexo, el honrado programador de ordenadores Arthur Knight tuvo un revés social: fue reconvenido en público por el reverendo Byrne y apartado de la comunidad anabaptista de Alamosa, en San Luis Valley, que Byrne presidía y a la que pertenecían los Knight.

Ya se sabe que los anabaptistas son troncalmente unos puritanos que aspiran a las esencias del cristianismo primitivo. Tienen, como los antiguos cristianos a los que imitan, un estricto sentido de la unión, de la familia y de la comunidad. Algo que el propio Knight sentía muy arraigado en sus valores más íntimos.

La expulsión trajo consecuencias fatales para todos. Como reacción, nació en Arthur Knight un torturante e insaciable rencor hacia sus viejos correligionarios de iglesia. Vivió la expulsión como una degradación y un rechazo. Entonces, en su cabeza de novelista fantástico, urdió un extravagante plan que podría ser divertido en una película de Robert Rodríguez, si no fuera porque en realidad acabó siendo terrible: matarlos a todos vaciándolos de su sangre, y que el crimen supusiera vampirizar a muchos, un número suficiente como para convertirlos en una manada vampírica, llevarlos quizá a una remote galaxy.

Había leído que el número ideal y límite de una manada vampírica es de 613 miembros. De nuevo aparecía en mi trabajo la cifra modular del vampirismo.

Era obvio que Knight había enloquecido, porque para lograr su sangrienta meta, el primero que tenía que asumir su muerte era él mismo. Es más: asumir el azar de ser o no ser vampirizado por un vampiro, única vía de contagio conocida. Aunque, como diría Sarah, «Knight había enloquecido de lucidez».

Su plan dio resultado.

Después de buscar por todas partes y de informarse con todo tipo de fuentes, expertos y recursos, animado por la venganza, encontró la pista de un vampiro real en Salem, Oregón. No hay información clara sobre ese reviniente, pero es irrelevante. Knight fue vampirizado en 2002. Se desconocen las circunstancias, solo se sabe que, a efectos legales, Knight desapareció sin dejar rastro del viaje, supuestamente de negocios, que hizo a Salem.

Unas semanas después, la familia de Knight, es decir, su mujer Martha y sus hijos Art, Lucy y Olney, de quince, diecisiete y diecinueve años respectivamente, habían fallecido en una extraña intoxicación, aunque sus cuerpos, enterrados precipitadamente a causa del olor que desprendían, habían pasado a ser vampiros.

Un mes más tarde, la mayor parte de la comunidad anabaptista de Alamosa, a la que pertenecieron Arthur Knight y su familia, había sucumbido a los continuos ataques de los vampiros. Primero unos pocos, luego una legión. De ese modo, al cabo de solo unos meses más, la comunidad entera, a efectos sociales, se había disuelto totalmente. Con los Knight a la cabeza, era ahora una manada vampírica como la de los fangs que asoló Detroit por esa misma época, casi reflejo de la que inventó Arthur en su novela de aficionado.

Parientes y vecinos

No es muy frecuente, pero algunos vampiros actúan sobre sus parientes más cercanos o sobre sus círculos sociales más íntimos. Siempre es porque algo lo motiva, ya sea una venganza, como en el caso del herido rencor de Knight, ya sea una manera de protección, al convertir a los familiares en seres eternamente unidos y eternamente no-muertos. Algo así como una gigantesca y feroz hibernación.

—Visto desde esa perspectiva —aclaró Sarah—, el vampirismo puede ser un acto de amor familiar, una manera de sacar adelante a los tuyos. Casi una responsabilidad de cabeza de familia.

—Pero Arthur Knight utilizó a los suyos como parte de su venganza. Fue un irresponsable egoísta. Lo odio como padre. Siempre lo peor de nosotros procede de lo mejor.

—Es cierto. Pero de paso los protegía, a los suyos —insistió Sarah escuetamente.

—Los protegía en exceso y, en mi opinión, de forma totalmente equivocada, ya que me recuerda a esos padres que matan a sus hijos para que no tengan luego que pasar por los sufrimientos que les deparará la vida. ¡Líbrenos Dios de semejantes papaítos!

—No si son chupasangres. Si son chupasangres, en el fondo, equivocados o no, te están salvando.

—Como el buen padre asesino, ni más ni menos.

Lo cierto es que el asunto tiene algo de cíclico. Cuando se produce esa inusual cadena de conversiones vampíricas dentro de una misma familia, las víctimas siguientes empiezan a ser cercanas. Se entra en una espiral vertiginosa y fatídica.

Después van los primos, los tíos, los novios o novias de los hijos y de los primos, luego la vecina a quien se saluda a diario o el vecino al que se le presta un corta-césped, y los compañeros de trabajo, y los miembros de la misma iglesia. La cadena es imparable.

En realidad, Knight, creyendo que actuaba por venganza, tan solo estaba desarrollando el devenir normal de esa variante del vampirismo que es la manada. Hay algo instintivo en ello. Los vampiros de Patel o de la Segunda Esfera, ya lo hemos dicho, actúan en solitario, pero los de Gazar, o Cuarta Esfera, actúan tejiendo una malla de familiares, amigos, conocidos, vecinos… hasta detener su inercia por una razón inexplicable.

Forman un círculo. A medida que se alejan de ese círculo, el número de extraños es más aleatorio, porque enseguida, al atacar a una persona ajena a ese círculo, suceden dos cosas: o se crea un círculo nuevo, o se detiene la cadena bruscamente.

Se ha dado el caso de familias enteras vampirizadas, que, luego, en sus vidas nocturnas, tratan de recuperar lo que fueron y de reproducir su vida normal. Fue lo que le ocurrió a un juez de paz de Woodland Hills, en Cleveland, Ohio. Convertido en vampiro, el juez, quizá por amor, vampirizó a toda su familia. Siguió siendo un amante padre y sus hijos eran obedientes. Buscaron una ciudad nueva para establecerse, una casa apartada y discreta donde poder hacer sus letargos en la tierra, se rodearon de los vampiros más próximos, pero, como todo vampiro, actuaban con brutalidad a la hora de succionar la sangre de sus víctimas mortales. Y todo lo hacían amparados por la seguridad que les daba la tribu.

—Es ridículo lo que le voy a decir —explicó Sarah—, pero aquella parodia de la Familia Adams de la tele, todos esos monstruos grotescos para la época que pasaban desapercibidos como gente rara pero normal, respondía a un poso de verdad: hay familias totalmente vampíricas vestidas como usted y como yo. Nada les delata. Salvo la violencia extrema. Como aquella del juez de paz de Woodland Hills.

—¿Y cuál es el máximo gesto de entrega a la manada? ¿Es acaso posible?

—Es posible, claro. Es el hecho de morderse a sí mismos para alimentar al resto —dijo Sarah—. Es el máximo instinto del vampirismo de manada.

Me explicó que solo sucede en casos de extrema necesidad, y únicamente si encuentran algo de sangre en ellos mismos. Si no, están condenados a la desintegración también de manera consecutiva. Para alcanzar la supervivencia, cuando se hallan en esa situación de radical carencia de sangre y ante ninguna posibilidad de renovarla, solo es eficaz morder, o devorar, el corazón de otro vampiro cercano. Ya se sabe que el corazón de un vampiro es lo último que deja de manar sangre.

Uno se sacrifica por todos, dándose a ser comido. Suele ser el líder de la tribu, el padre-origen causante de la espiral de contagios. Esto sucede en los de la Cuarta Esfera, los vampiros-manada, precisamente.

—Tal vez fuese así como terminó desintegrándose Arthur Knight, alimentando a los suyos con su propio corazón. Demostró ser un buen padre, al fin y al cabo.