31. EL ARCHICONOCIDO LORD RUTHVEN

—Es imposible no abordar, en un libro de vampiros —le dije a Sarah—, el caso totalmente literario e hiperexplotado de lord Byron y su médico Polidori.

—¡Thea, no me interesa nada! A lo sumo me hace gracia lo confundida que está esa gente que se llama a sí misma «estudiosa». ¿Estudiosa de qué? ¿De lo que ya ha decidido aprender?

—Pero no me negará que la historia se presta a fabular sobre las más descabelladas elucubraciones: la personalidad violenta del propio Byron, la confesión que hace del vampirismo como fuerza romántica, la reunión con sus amigos en la Villa Deodati para escribir cada uno la historia más espeluznante.

—Sí, obviamente todo eso forma parte de la leyenda, y así ha pasado a los libros de historia literaria. Todo tonterías de maestra puritana. Para empezar, le diré que existe, pese a todo, una base real poco o nada conocida por esos pazguatos eruditos de Oxford. Una realidad que es mucho más desagradable, al menos para mí.

—¿A qué se refiere?

—El asunto de Byron hay que enfocarlo correctamente, esa es la diferencia entre los británicos y nosotros, los norteamericanos. Nosotros solemos dar menos rodeos en cuanto al enfoque.

—¿No teme ser injusta con el gran mito?

—Me encanta deshacerme de los mitos. Y al de Byron no le debo nada, incluso sus versos me aburrían en la universidad, así que puedo juzgarlo hasta las últimas consecuencias y sin que por ello traicione una leyenda fundacional de la esencia anglosajona.

—Los británicos son grandes creadores de leyendas fundacionales que les sirven para tapar la verdad.

—¡Y que lo diga! Le pondré un ejemplo, Thea: ¿se imagina usted que la reina Isabel fuese una vampira?

—¿Qué reina Isabel? ¿La actual reina Isabel? ¿Esa reina Isabel?

—Sí, sí, Isabel II, la de los sombreritos, la de la película esa.

—¡Ja, ja, ja! Me cuesta creerlo, aunque conozco a algún que otro escocés que lo juraría cien veces. Se podría pensar que es una representación deliberada, que estuviera disimulando algo o haciéndose pasar por otra persona. Creo que una vez la vi en la tele y lo pensé.

—Pues le aseguro que si fuese una vampira, el MI5 o el MI6, no sé cuál de los dos se encarga de esas cosas, ya habría tomado cartas en el asunto para fabricarse un cliché inamovible e impenetrable. Una buena nube de humo, un cambio de foco, eso es lo que hacen. ¿Me sigue? Nos mostrarían otra verdad, sin tener que decir una mentira.

—¿Como cuál?

—Pues como que quien era vampira de verdad era ni más ni menos que Lady Di. El pueblo británico, incluso en las viejas colonias, India incluida, venerarían ahora el vampirismo y Elton John viviría a base de transfusiones. ¡Canta esas canciones tan tontas!

—¡Ja, ja, ja! Yo prefiero a los Doors.

—¡Ah, sí! Jim Morrison. Otro vampiro. Lo sé. Vaya a París y lo verá.

—¿Está de broma? Bueno, ya veo que no. ¿Y qué tiene que ver esto con lord Byron?

—Nada en concreto. Tan solo me refería a que los británicos gustan de variar el foco para desviar la atención de lo importante. Y con Byron hicieron eso. Byron tiene algo de Lady Di de su época, al menos la magnitud del mito. Como el propio Byron escribió, «no podías penetrar en su alma, pero descubrías con horror que él había hallado el camino a la tuya».

—¿No es eso precisamente lo que hacen Nemus y los demás vampiros?

—Sí, más o menos. Pero también lo hace su contrario. Eso es lo preocupante.

—Yo creo que Byron, hoy en día, es un mito literario. Su existencia real importa poco. Lo que importa es la imagen que cada uno se ha formado de él en su cabeza.

—Pero sí que existió, Thea, y no fue precisamente como se imaginan ni los detractores ni los partidarios. Sostengo una teoría al respecto.

—¿Y guarda relación con el don juan vampírico que fue Byron, con todas las mujeres que amó?

—No, desde luego que no. Porque, en realidad, quienes sostienen que lord Byron fue un vampiro están absolutamente equivocados. Y quien afirme que la persona que supo descubrirlo fue el bueno de John William Polidori en su parco libro El vampiro, en el que atribuye a su personaje, lord Ruthven, la personalidad frívola y los hechos perversos del propio Byron, como en una novela en clave, yerra de parte a parte. Ya sabe la historia, ¿no?

—Bueno, solo por encima. Lo que sabe todo el mundo. Que Lady Caroline Lamb, la amada despechada de Byron, en su novela Glenarvon, y Polidori, en la de El vampiro, enmascaran con el nombre de lord Ruthven al personaje del verdadero Byron, a quien por cierto ambos guardaban algún tipo de rencor.

—En efecto. Yo diría que lo odiaban. Byron había contratado los servicios de Polidori como médico, pero en realidad era porque le hacía gracia llevar consigo a todas partes a un criado culto al que humillar.

—Pero los dos pensaban que era un vampiro de verdad.

—No. Lady Caroline creía que era un vampiro metafórico, que la había chupado la sangre del alma. Era Polidori quien creía que su señor era un vampiro de verdad. Él enseñaba, a quien quería verlas, las marcas que aún llevaba en su cuello. Marcas falsas, obviamente.

—¿Y qué pasó?

—Bien. Llegó el famoso viaje a Ginebra, en el Lago Leman, la famosa velada del 18 de junio de 1816 en Villa Deodati, con los Shelley y su prima, de donde salió la famosa novela Frankenstein o El moderno Prometeo, y la propia novelita corta de Polidori. Una velada para la historia. En fin, lo que todo el mundo sabe. Sin embargo, algo ocurrió entre ellos, una de esas noches de desvarío, que motivó la distancia entre Polidori y Byron, hasta el extremo de que este se deshizo de él despidiéndolo.

—No es de extrañar. Creo que Byron era un poco hijo de puta con todo el mundo.

—Sí, eso parece. Iba de castigador y soberbio, se forzaba en ser maldito. Pero con Polidori lo era un poco más. Le gustaba reírse de él, burlarse de su aspecto, tratarlo como a un sirviente, fulminarlo en cuanto abría la boca. Le puso el mote despiadado de «Polly-Dolly», hiriéndole en su afeminada condición homosexual. Seguro que lo hacía para no asumir las relaciones sexuales que mantuvo con él, cuando lo conoció como estudiante en Edimburgo.

—Lo que he leído en algún sitio es que tenía un modo de mirar torcido y malévolo, que producía espanto en las mujeres.

—Y en los hombres. Era su manera de camuflarse. Lo hacía como un actor ante el espejo. Se sentía señalado, marcado. Más que amarlo todo con pasión, lo despreciaba todo con pasión.

—¿Entonces Polidori se vengó?

—Polidori era un idiota. Y como todo idiota, peligroso, porque dice la verdad. Además, su libro es infame y ridículo. Pero de una manera un tanto retorcida, sí lo hizo, sí se vengó. Lo pintó como un vampiro despreciable, cuando en realidad no lo era. Más bien le confesaré que era todo lo contrario. Esta es la cruda verdad de Byron, que era otro diferente a quien quería parecer ser.

—¿Tanta seguridad tiene en ello, Sarah?

—Absoluta. No me cabe la menor duda. La respuesta está en un pasaje de la vida de Alice Brown.

—¿Quién es Alice Brown?

—Verá, Thea, le diré algo de Alice Brown. Alice, que falleció en 1932, era a finales del siglo XIX una reputada espiritista y escritora motivista. Todos la consultaban. El motivismo era un movimiento que pretendía sacar de cada individuo el médium que lleva oculto. Según los motivistas, cuyas teorías aún se sostienen, todos podemos relacionarnos de algún modo con el más allá… si se dan determinadas condiciones para desbloquear nuestro interior. Pero esa es otra cuestión. El asunto es que Alice Brown lo desbloqueó y el 15 de febrero de 1880, en una famosa sesión en el palacio de Buckingham organizada por el príncipe Arturo, uno de los hijos menores de la reina Victoria, entró en las tinieblas. Y en el otro mundo halló a Polidori, quien le habló solamente a ella esa noche. He comprobado que H. G. Wells, que estuvo en la velada, lo registró en uno de sus escritos. La médium no admitió preguntas.

—¿Y qué fue lo que le dijo?

—Lo que hizo Polidori fue dictarle a Alice Brown párrafos enteros de su propio diario, precisamente las páginas censuradas por su hermana Charlotte y que ella arrojó al fuego debido a que, entre otras cosas, referían con detalle los amores entre su hermano y Byron. Pero lo que esa noche le dijo a Alice, en presencia de buena parte de los amigos del príncipe Arturo, fue que acompañó a Byron en una acción contra un vampiro que el poeta buscaba en Ginebra, en la cripta de la Catedral de San Pedro, donde se hallaba un vampiro que, para Byron, era el mismísimo Calvinus.

—¿Juan Calvinus, el reformista protestante?

—El mismo. Conocido hoy más como Calvino. Es decir, ¡Byron se reveló como un cazavampiros! ¡Como un maldito revientapechos! Para mí eso lo vuelve odioso. Todo lo que tenía de atractivo pasa a ser despreciable. Pero surgen severas incógnitas. ¿Por qué el propio Byron se definió a sí mismo, en varias ocasiones, como «enemigo de su raza»? Tal vez, consciente de lo que se decía por ahí acerca de su naturaleza vampírica, y sin querer revelar del todo su voluntad cazadora de vampiros, jugaba ante los demás a esa ambigüedad. O tal vez se había vuelto un mercenario del Vaticano, uno de esos llamados capistranos.

—¡Así que el gran poeta era un cazavampiros, él, que parecía ser más vampiro que nadie!

—Lo que he podido deducir de los textos del propio Byron, leídos desde esa nueva perspectiva, es que en realidad tenía devoción y fascinación por los cazavampiros. Les otorgaba cierta cualidad de aventureros enfrentados al mal. Como unos Indiana Jones de la época, para entendernos. Y el hecho de que Byron sea un cazavampiros no me lo hace simpático, Thea, no me lo hace en absoluto.

—¿Y por qué no se ha extendido más esta imagen del poeta? Al fin y al cabo, para muchos lo libera de las fantasías sobre su vampirismo y lo pone, por así decir, del lado de la justicia y del bien.

—¿La justicia, Thea? ¿El bien? No comparto esa visión de la justicia ni del bien. Permítame que le ayude a comprender. No se puede aplicar la noción de justicia a los vampiros. Son amorales. Actúan como actúan para sobrevivir y para generar un modo distinto de eternidad, no lo olvide. Los cazavampiros son antinaturales. Casi diría, siguiendo el educado lenguaje de hoy, que son «antiecológicos». Pero siempre, siempre, son reaccionarios. Un cazavampiros sirve al orden establecido. Tal vez ese orden sea el bien, no se lo discuto, pero no me gusta lo más mínimo. Le diré, por otra parte, que estoy segura de que quien preside la Comisión Napolitano es un cazavampiros, y también lo es quien dirige ese programa PYP de nuestro gobierno del que usted habla tanto, y lo es quien está detrás de todas las acciones pasadas y futuras de los servicios secretos rusos. Pondría la mano en el fuego.

Hubo un largo silencio. Sarah, que se había hiperventilado un poco, tomó aire.

—Hay unos versos de Byron —prosiguió con voz muy lenta— en los que se puede leer entre líneas su acción cazavampírica. Apenas retuve estos:

My embrace was fatal…

I loved her, and destroy’d her.[2]

—Para mí solo son hermosos.

—Pues para mí son terribles.