El agente de la CIA John R. Langdon tenía una gran seguridad en sí mismo, por eso nunca se dejaba llevar por la curiosidad. Eso le salvó la vida cuando contactó con un vampiro ruso. Fue en un viaje de trabajo a Moscú, en el año 2000, a finales. Una noche, en el corredor interior de acceso al parking del hotel Metropol de Moscú, se interpuso frente a él un joven misterioso cubierto con la capucha de una sudadera. De pie, con la cabeza gacha hasta casi tocar el pecho con la barbilla y los brazos caídos a lo largo del costado, podía ser un enfermo o un zombi. Al principio, Langdon creyó que se trataba de un joven deprimido, tal vez un drogadicto, sin descartar la posibilidad de un atracador.
Lo inusitado era que parecía murmurar un rezo con voz grave. Palabras ininteligibles.
Enseguida su fino olfato (pues de pronto empezó a apestar) le dijo que aquel joven que le cortaba el paso era un vampiro. Los conocía porque eran su afición, o más bien su obsesión, desde que trabó amistad con Sarah Rubín. Tal como le contaría luego a ella en un mail, consiguió enseguida dominar su pánico. En lugar de avanzar hacia el joven, se giró y retrocedió para volver por la escalera por donde había venido. Tenía que salir de allí a toda velocidad. Entonces el extraño joven lo llamó por su nombre. Quería hablar con él. Era obvio que sabía quién era. O lo que era.
El vampiro se identificó como Viacheslav Dushkin. Dijo que era soldado. Por lo que Langdon sabía, podía tratarse de uno de los conocidos como nitchevo. Los llamaban todavía así en la Rusia de Putin, aunque el término se acuñó en los años sesenta, en vida del líder soviético Leonid Brézhnev.
Son vampiros melancólicos, indolentes, vagabundos por los anillos exteriores de Moscú o San Petersburgo (entonces aún Leningrado), pero muy fieros en sus ataques, que suelen ser funestos siempre. No suelen dejar muertos, sino que vampirizan a casi todas sus víctimas, sean bellas o no. Funcionan con instinto de número, de ejército. Muchos vampiros solitarios interconectados con la idea vaga de la expansión a toda costa. Algo, según Sarah, excepcional y casi contra-natura en un vampiro.
Casi todos ellos eran, cuando vivían, soldados o policías que habían sido dados por muertos en los conflictos sangrientos del país. Pertenecían a los caídos en la última etapa de la Guerra Fría hasta, posteriormente, las guerras de Chechenia y Afganistán, y otras más locales como la de Azerbaiyán o la de Georgia, pero en realidad eran, y son aún, víctimas pasivas de algún tipo de acto vampírico.
Se les enterraba en fosas comunes, en los mismos campos de batalla o en los acuartelamientos de los alrededores de Moscú, y desde allí actuaban al acabar sus letargos. Muchos oficiales precavidos estaban al tanto de la razón de que sus tumbas o fosas se mostrasen frecuentemente removidas.
A sus familias siempre se les dijo que se les dio por desaparecidos. Están sus fotos dentro de marcos de plata sobre televisores o clavadas en las paredes, en las casas de sus parientes diseminadas por las regiones y repúblicas de la antigua URSS, pero de sus cuerpos y cenizas, en cambio, no saben absolutamente nada.
Langdon pensaba que el aliento del nitchevo Dushkin era indescriptible y nauseabundo; sus pupilas se ennegrecían al fondo de unas cuencas que parecían retirarse hasta el centro mismo de la cavidad craneana. Había algo de maligno en él, y también algo de idiota. Eso produjo en Langdon un rayo de ternura más que de terror, pese a ser muy consciente de que el nitchevo podría atacarlo en cualquier momento.
Sin embargo, Dushkin se reprimió o no necesitaba la sangre del americano. El caso es que habló con él durante varias noches sucesivas, siempre en los sótanos del Metropol, donde estaba su nido y el de otros nitchevo como él. Langdon escuchó con espanto las deslavazadas confesiones del vampiro-soldado.
Entonces a Langdon se le iluminó una luz interior. Su sexto sentido de espía bien informado sospechó que todo lo relativo a los nitchevo podía ser una pseudovampirización, es decir, el desarrollo biotecnológico por parte del KGB y de sus adláteres policiales para llevar a cabo algún sistema de control mortífero. Una chapucera manipulación genética, en realidad. Esto fue lo que se sospechó en la Agencia durante muchos años, y después de perder un buen número de magníficos espías. En resumidas cuentas: los nitchevo podían ser un arma secreta de la que nada se logró averiguar, desde Kennedy hasta Clinton. Un arma que, a lo sumo, se volvió contra el propio Kremlin. Al menos, eso es lo que se cree.
En el contexto de la Guerra Fría encajaban perfectamente esta serie de locuras, entre las que la «fabricación inducida» de vampiros basada en soldados muertos (o por matar) no sería la más disparatada. Tan solo el enésimo intento soviético de ir por delante de los norteamericanos en algo.
El vampiro Dushkin le dio la razón a Langdon, pero solo a medias. Unos nitchevo eran vampiros «fabricados», en efecto. Pero otros no. Él era de estos últimos, él era un vampiro real.
La historia de los nitchevo, verdaderos o falsos, arranca, en todo caso, en los tiempos de Brézhnev. Desde 1961 a 1979, el KGB, sobre todo siendo su director Yuri Andrópov, estudió casos vampíricos sin resolver cuya «creación» atribuyó a los norteamericanos. Para Sarah Rubin no había duda de que se trataba de casos reales, Nemus de otras partes del mundo, pero tanto en Washington como en Moscú creyeron que eran experimentos de laboratorio.
El Pentágono, a su vez, hizo lo mismo en los inicios de su programa PYP: sospechar que los rusos también trabajaban en crear vampiros domeñables. Incluso hubo acciones de espionaje mutuo que se mantuvieron en un áspero silencio diplomático.
El caso es que algunos de los nitchevo eran vampiros de verdad. Y allí empezó el riesgo y el peligro.
En los años sesenta, el novelista Graham Greene estuvo investigando hasta donde pudo en las dependencias del MI5 londinense, oficina donde llegaban los informes sobre los nitchevo, también llamados en estúpida clave windpipes[1], pero le daban con la puerta en las narices cada vez que se acercaba demasiado a algo que él ni siquiera sabía qué era. Greene solo buscaba argumentos para una novela de espías. A Sarah, por cierto, le encantaba Graham Greene desde que lo había conocido en una recepción y se había carteado con él. Fue Greene quien le contó cosas que, más adelante, confirmaría Langdon.
Pero volvamos a los rusos.
Los nitchevo chupaban a sus víctimas para beber su sangre. Y no solo para ello: también para transmitir cierto contagio vírico bastante tosco, con graves riesgos epidémicos, del que seguro que ellos no serían conscientes. El KGB, por algún inexplicable medio, había llegado a inocular ese virus en la cadena sanguínea de los nitchevo falsos, que se lo pasaron a los verdaderos. Y los científicos rusos, caso de que lo fueran, no midieron las consecuencias, ya que al cabo de un tiempo el nitchevo se autodestruía en su tumba. O dondequiera que fuese el lugar en que los guardaban como un ejército de atrezo. Buscando una nueva forma de inteligencia, desataron los instintos básicos más eternos.
Pero todo empezó por la pantomima de una «representación» de vampiro real, una farsa siniestra.
Había un tipo de tortura en las dependencias del KGB, en la Lubyanka, que consistía en aterrar al torturado con la simulación del ataque de un vampiro. Todo era una invención, incluso el mordisco del falso vampiro se hacía con una máquina protésica, de afilados dientes de metal, que el actor-torturador se adaptaba a la boca. Muchos murieron desangrados. A otros más, por la impresión, se les paraba el corazón. Pero, a partir de un cierto momento, el torturador ya no era del KGB sino un vampiro real. Un nitchevo de verdad.
¿Cuándo empezó a suceder eso? ¿Quién lo sabía? ¿Quién lo programó? ¿Quién lo autorizó?
—Fue mérito de Yuri Andrópov la idea de «amaestrar» vampiros, por así decir —me explicó Sarah.
El propio Andrópov, en su mandato, incrementó el programa hasta el extremo de generar una gran confusión de identidades entre unos vampiros y otros. Cruzó, así, un umbral maldito. Incluso la muerte de Andrópov tuvo algo de extraña: se dijo que fue envenenado. Pero no lo fue de la manera que se creyeron en la CIA, sino por su propia ambición: quiso ser un vampiro y acabó siendo convertido en uno de ellos.
Las únicas pruebas están en poder de Langdon, a quien se las pasó Dushkin. Ahora Langdon está en paradero desconocido, incluso para Sarah, que no tiene noticias de él desde hace unos años. ¿Le sucedió como a Nikita Fonderviakin, el periodista ruso asesinado en el ascensor de su casa en 1996 después de acabar un largo informe-reportaje sobre los nitchevo? Lo cierto es que, después de su encuentro con el vampiro-soldado Dushkin, el informe-reportaje de Fonderviakin había caído en manos de Langdon, quizá depositado en ellas por el propio nitchevo.
—En la época de Andrópov hubo dos millones de casos de vampirismo en la URSS —dijo Sarah.
Pero el asunto clave para el KGB era cómo lograr la soledad de los vampiros. Que actuaran solos era fundamental, pero no conocían las Esferas Vampíricas y cometieron el error de invocar, acertando con la nomenclatura vampírica, a la Sombra, al Gran Vampiro, un Vacío que rige la constelación de los upires. Abrieron una puerta que no se ha podido cerrar desde entonces en Rusia. La consecuencia fue que los ataques, que llamaban actuaciones, no han dejado de aparecer como plagas periódicas.
Los hospitales de Moscú fueron diezmados.
Las guerras aumentaron. Y no se han pacificado aún, solo están latentes. ¿No es curioso que las guerras rusas acaben siendo como «guerras en letargo», al igual que lo que les sucede a los propios vampiros, pero a escala genérica? Esto es así sencillamente porque los vampiros nitchevo vagan por los campos de batalla, las ciudades destruidas, matan a sus anchas en un mundo en el que lo normal es estar muerto. Nadie los reclamará, ni a ellos ni a sus víctimas.
Langdon supo que, en los escenarios bélicos, las fosas comunes eran muchas más de las que la gente sabía, que los vampiros crecían en número, que se abatían sobre ciudades enteras. El oscurantismo informativo ruso los amparaba. Las desapariciones achacadas a escapes nucleares, las catástrofes naturales, los atentados terroristas a gran escala y demás hechos escalofriantes no eran más que tapaderas del devastador avance de los vampiros nitchevo, los reales y los falsos, en cualquier caso fundidos ambos en un mismo Gran Vampiro.
El principio de la solución se tomó con el trágico suceso del Kursk, el submarino nuclear que se hundió en el mar de Barents en agosto del año 2000 con su tripulación de ciento dieciocho hombres de dotación al completo.
¿O habría que preguntarse si fue hundido?
¿Quién estaba dentro? Según algunos expertos de la Marina que ya han desaparecido también, iban a bordo vampiros nitchevo. Sobre todo las cepas principales del virus de esos vampiros. Suponía un último y desesperado experimento de destrucción de esos virus, para, más tarde, si daba buen resultado —y no cabe duda de que lo dio—, aplicarlo como método de exterminio de los vampiros incontrolados. Ya habían empezado a extenderse por las ciudades rusas más orientales, y su amenaza se empezaba a prolongar hacia el Este, hacia China. Dos mil millones de chinos vampiro habrían acabado con la vida en la Tierra en pocos años.
¿Volvían a hacer acto de presencia historias diezmadoras como las plagas de Egipto que recoge la Biblia? ¿Preludiaban los nitchevo un apocalipsis que se avecinará en el siglo XXI o en el XXII? ¿Lo preludian todavía? ¿Son los nitchevo el virus que todos creen buscar y nadie encuentra?
Sarah Rubin diría que, en tanto que hipótesis seductora, tal vez sí. Pero ella, como siempre, tenía otra versión de las cosas, amasaba otra teoría.