28. MALVADA SONRISA VAMPÍRICA

Espejos

Una noche hacía mucho frío en la habitación de Sarah, en Roma, cuando llegué.

Sarah se dio cuenta de mi escalofrío y de mi tiritona posterior.

—Sé lo que piensa. Y no, no está conmigo Nemus, no está ni siquiera en la casa, que yo sepa.

Ante sus palabras, que interpretaban aquel descenso de la temperatura tan brusco, mi reacción fue la de echarme a reír. Me reía sin parar, y contagié a Sarah con mi risa nerviosa. Fueron unos momentos simiescamente divertidos. Empezamos a bromear sobre Nemus y sobre los vampiros. Ni siquiera pensé si allí estaba segura o no, al hablar con frivolidad de ellos. Me reía y me reía sin parar. Sarah hacía lo mismo.

¿Estábamos seguras?

—No, nunca se está tranquila con un vampiro cerca —dijo Sarah sin dejar de reír—. Pero él tampoco lo está.

Redoblaron las risas.

Sin embargo, era evidente que no existía la seguridad con los vampiros que se abrían a los vivos. Ni ella misma lo estaba nunca con Nemus. Cuando él le chupaba la sangre de alguna parte de su cuerpo, no tenía total certeza de que no fuese a ir hasta el límite ni a dejarla sin una gota de sangre, vampira o cadáver posterior, quién sabe. Además, un vampiro «cálido» y cercano es aún peor, porque controla menos sus instintos. Y sus dientes.

—De ahí su humor siempre negro, siempre gore.

Hay algo de humor chocante en los vampiros. Pero no olvidemos que una decapitación puede producir una sonrisa malvada en un vampiro del tipo de los voraces fangs de Detroit.

La maravillosa película de Román Polanski El baile de los vampiros (1967), con Sharon Tate de protagonista, rodada un poco antes de que fuera asesinada, es una comedia inteligente y llena de ironía, pero en cierto modo también muy acertada. Participa como ninguna otra obra de ficción del humor situacional de los vampiros. Un humor muy extraño.

Recuerdo de aquella película el baile final en el que todos los vampiros del castillo llenan la sala, pero en los espejos frontales no se ve a ninguno de ellos reflejado. Dato erróneo.

En Roma, cada día que pasaba y me miraba en un espejo, era un alivio reconocerme en el reflejo. Era como decir: ESTOY VIVA. Pero pronto supe por Sarah que eso es una tontería: los vampiros sí se reflejan, como nosotros, en los espejos. Aunque nunca lo hacen si hay humanos vivos cerca. Es una especie de perversión que les divierte. No se reflejan en presencia de alguien que no sea vampiro. El objetivo es aterrar aún más, si cabe. Cuando solo son vampiros que están entre vampiros, entonces sus cuerpos se reflejan normalmente si pasan delante de un espejo.

Lo de reflejarse o no es un mito más de los muchos que existen. Pero hay que entenderlo dentro del extraño sentido del humor al que me refería, es decir, una situación cruel que les produce una sonrisa.

Diversiones perversas

Hubo un tiempo en que se aplicaba el (relativo) humor vampírico a su transformación en bolsas de sangre, a su carnosidad agrandada —obesizada sería la palabra— tras un hecho vampírico. Si tenían que caricaturizar a un vampiro, se convertía su imagen en una gran bola redonda y repleta del viscoso manjar rojo.

Pero, para ellos, la más ridícula de las aproximaciones humorísticas humanas es la idea de que pueden adoptar formas de animales. Como la del murciélago, que se queda pegado al cuello de las doncellas en algunos cuentos fantásticos. También se ha asimilado los vampiros a los gatos, animales injustamente considerados hematófagos y chupasangres desde los tiempos de los faraones.

—¡Pobres gatos! —exclamó Sarah—. ¿Se imagina alguien a un gato con sus dientes clavados en un blando cuello? Yo tuve varios y no son más que cojines que incordian.

—Sí —dije—, me los imagino perfectamente, clavados en un cuello y en cualquier otra parte.

—La verdad es que ha sucedido alguna vez —admitió Sarah—. Yo he visto con mis propios ojos a un buen número de gatos mordiendo a la anciana que los alimentaba hasta cubrirla por entero. Luego llegó Nemus y remató el asunto, no sin llevarse por delante alguno de los gatos sanguijuela, mordidos por él con repugnancia. Hubo una peli sobre un hecho similar. ¿No se acuerda, Thea? ¿Cómo se llamaba esa película? Era desagradable, la verdad.

Sarah sonreía irónicamente diciendo estas cosas. Un vampiro habría hecho lo mismo.

Como parte de la «diversión» despiadada de un vampiro, por llamarla de algún modo, hay que entender su juego con nuestros terrores cotidianos, a la hora de aparecer ante la víctima causándole el mayor sobresalto posible.

1. La más común de sus «diversiones» es la de esconderse debajo de las camas. Saben que eso produce mucho terror en las personas, pero mucha atracción hipnótica también. No es solo cosa de niños. Todavía, ya de adultos, muchas personas, antes de acostarse, miran debajo de la cama por si acaso hubiese allí algo monstruoso. ¿Algo? ¿Alguien? ¿Qué puede haber, si no es un vulgar ladrón? Pero hacen bien: lo más seguro es que sea un vampiro al acecho. No es broma, es cierto que es lo más seguro. Pero, una vez más, quien lo comprueba no vive para contarlo. Esto en sí no tiene la menor gracia para la víctima, pero sí le divierte al vampiro. El cazador siempre ha jugado con la presa, no se limita únicamente a matarla. Quiere su escalofrío, su desconcierto.

2. Lo mismo sucede con los fondos de los armarios, al final de las frondosas capas de perchas y más perchas con oscura ropa opaca. De súbito, en la noche, una mano deforme te agarra y te lleva dentro de ese armario, como si primero te abdujeran el cuerpo y luego te sacaran toda la sangre, que mana a borbotones por la aceleración del corazón agitado debido al susto producido.

3. O en los trasteros de sótanos y buhardillas, donde siempre aparece un vampiro para abatirse sobre nosotros desde detrás de un bulto alto y oscuro, misterioso, que no identificamos claramente, o detrás de una enorme caja cuyo contenido ya hemos olvidado, o dentro de la caja misma que se abre de golpe.

4. Y también tras la cortina de la ducha, cuando después del trabajo llegamos a casa agotados y metemos la mano para que vaya manando el agua caliente mientras nos desnudamos. No hemos descorrido la cortina. Ni siquiera nos hemos percatado de que estaba ya corrida cuando hemos llegado. ¿Habrá alguien detrás? Probablemente no. Pero también probablemente sí. Y de haber alguien, ¿por qué no un vampiro?

* * *

Sin embargo, si en esas situaciones una ligerísima alarma se dispara en nuestro cerebro, si un pequeño freno interior nos impide mover la caja del sótano, descorrer la cortina de la ducha, bajar la cabeza desde la cama hasta darnos contra el suelo o sacar unos vaqueros del armario es porque hay un peligro real acechante. No se tiene miedo sin que exista la posibilidad de que ese miedo esté justificado.

La razón hay que buscarla en que los vampiros emiten una señal de presencia previa que captamos en nuestro sistema sensorial más profundo. Es como si emitieran ondas que se percibiesen por los vivos en forma de ansiedad, de miedo, de inquietud, de pánico extremo.

Todo es maldita curiosidad, en el fondo.

Lo de la simple cortina de la ducha, por ejemplo, supone una prueba muy determinante: la víctima sabe que hay alguien o algo detrás y no puede reprimir el deseo de averiguarlo. Cuando corre la cortina, lo que ve es una sombra que se escapa, un destello mate y negro que luego, en otro momento y lugar de la casa, se materializará en vampiro. O puede que allí, en la ducha, vea al vampiro mismo, que la abraza y la hace suya totalmente desnuda. O sea, un charco de sangre.