Muchas veces la gente se pregunta a quién sirven los vampiros. O, como diría Sarah, «en qué dirección reman». Unos hablan del vampiro satánico, el vampiro que sirve al mal. Sarah sabe que es una gigantesca tontería, pero es respetuosa con las creencias de la gente.
Otros opinan que el vampiro sirve a un interiorizado plan genético, como un estadio en la teoría darwinista de la evolución. Plausible de verdad.
Para Nemus el asunto estaba claro, no en balde lo conocía bien: un vampiro solo se sirve a sí mismo. A veces actúan a beneficio del mejor postor, sea este otro vampiro que precisa ayuda o sea un humano vivo que necesita eliminar a alguien. Se comportan como sicarios cuya recompensa final siempre es una víctima nueva de la que extraer sangre también nueva. Pero esto es del todo excepcional.
Los vampiros, mírese como se mire, sirven exclusivamente a la sangre. Todo lo que no sea esto, es un fatal error de óptica.
Aunque hay teorías que discrepan. Tomemos, por ejemplo, la doctrina cristiana. En este sentido, la Iglesia se empeña en remar en una única dirección: Satán. ¿Por qué la Iglesia y el cristianismo en general identifican a los vampiros, en toda época y lugar, con lo diabólico?
No creo que los teólogos católicos y luteranos sean tan incapaces de admitir, ellos que creen en la vida eterna y en la resurrección de los cuerpos, que pueda existir un espacio vital entre la vida propiamente dicha y la muerte propiamente dicha. Está demostrado que existe un tercer estado psico-físico diferente de los otros dos, un estado en el que se participa de ambos lados por igual, de la vida y de la muerte, sin ser ninguna de las dos y las dos a la vez.
Bonito acertijo, bien mirado: la no-muerte y la no-vida, sumadas, dan como tercera vía el vampirismo. Es decir, el vampirismo es una suerte de mestizaje, un híbrido de vida y muerte mezcladas en un cóctel indistinto.
Ese estado o tiempo necrobiótico (es el término que utilizó Sarah), que en parapsicología está perfectamente normalizado y se conoce como la Zona Exterior, en la estrategia ideológica del cristianismo se convierte en un estado satánico, un imperio del mal Demoníaco. ¿Hay algo más fantástico que la doctrina católica? Dicho así, los vampiros sirven al Diablo, son su instrumento, y no hay más que hablar. Punto dogmático irrefutable.
—Por absurdo que parezca, la existencia del Diablo da mucho juego —dijo Sarah—. Se le pueden atribuir muchas cosas, sobre todo las malas. Y los vampiros no dejan de ser una «cosa mala», ¿no es así? Bueno, es así, en realidad. Sobre todo para la Iglesia. Les echan por tierra todo su magnífico castillo de naipes, empezando por el Vaticano. Thea, ¿se imagina un Vaticano con tumbas de vampiros? ¿Con tumbas de embajadores del mal? Pues hay más de una en su interior, por lo que yo sé. Y no es literatura. Hablo de hechos reales.
Pensé en las veces en que Nemus habría entrado y salido del Vaticano. En los revinientes que deambularán de noche por las salas barrocas. En cardenales vampirizados. En un papa vampiro… algún día. El delirio.
¿No es, por tanto, la de la Iglesia una cerrazón dogmática? Y, como toda cerrazón, ¿no esconde detrás un miedo cerval a la verdad? La Iglesia siempre ha desactivado estas preguntas con su proverbial cinismo, reduciendo la condición vampírica a una cuestión de posesión satánica y su correspondiente exorcismo aplicado.
Así, para la Curia, es preferible pensar que todo vampiro sirve a Satán antes que dar por buena su existencia «natural» como seres de la Zona Exterior. Aceptar esto pondría en cuestión toda la arquitectura cristiana (montada desde san Pedro hasta Benedicto XVI, quien ha ratificado la existencia real del Diablo), y limitaría la figura de Cristo a su papel verídico en la historia y no al papel divino que se le ha querido otorgar. En el fondo responde al miedo a que se extienda la versión herética —pero muy probablemente cierta, como sostienen muchos expertos vampíricos— del vampirismo de Jesús transmitido por medio de José de Arimatea.
El caso Bolt
Sin embargo, diga lo que diga la Iglesia, en cuanto a la voluntad de servicio de los vampiros, lo más sorprendente es que, otras veces, muy pocas para ser exactos, algún vampiro ha servido a una causa justa.
—Pero justa con cierta reciprocidad —matizó Sarah—. Siempre hay algo que dar a cambio. Y ese algo se llama sangre, téngalo presente.
Sarah Rubin me habló de un par de esos casos «justos» que ella había estudiado con ahínco. Uno fue el que investigó en 1957 la psicóloga británica Josephine Spinardo. A lo largo de su investigación, por lo visto, perdió su vida sin que todavía se sepa si fue para siempre o fue para pasar a ser una no-muerta.
Josephine era una mujer de origen rumano, enfermiza y de carácter inestable, que por aquel entonces estaba en pleno proceso de su divorcio. Su marido, Michael Donleavy, empleado de banca en la City, no había aguantado las depresiones de su mujer ni su permanente abatimiento, carente de vitalidad y de alegría. La melancolía la devoraba sin motivo, o quizá fuese un profundo aburrimiento. Por eso Donleavy, no menos hastiado, había decidido que cada uno siguiera por su camino.
Para sorpresa de todos, incluido él mismo, un día Josephine dio un giro de ciento ochenta grados a su personalidad. Apareció eufórica, hablaba por los codos como una cotorra, se mostraba risueña y positiva; se había transfigurado. Estaba febril, poseída por una droga, lo que le escamaba a Michael. Pero todo se debía a que su mujer había conocido a alguien cierta noche de unas semanas antes, un encuentro casual en Hyde Park. Alguien que la cautivó. Y desde entonces lo había visto cada noche. Se las arreglaba para hacerlo, él se presentaba ante ella. ¿Cómo lo hacía? Josephine no sabría explicarlo fácilmente.
El hombre solo se identificaba como Heinz. Pero ella no mencionó su existencia a nadie. Sentía debilidad y ligereza cada vez que lo veía, como si la poseyera una ebriedad continuada, y no había razón para compartir aquel raro placer con quien no sabría apreciarlo.
Josephine Spinardo supo al poco tiempo que había contactado en realidad con Heinz Bolt, un vampiro alemán surgido en el París de 1943. Bolt, piloto de la Luftwaffe, compañero de juegos de Leni Riefenstahl, había sido vampirizado en Stalingrado, donde cayó derribado su Junkers JU 87 Stuka al otro lado de las líneas soviéticas.
Seguramente habría que añadir algo de canibalismo a su conversión. Un espíritu de inmenso odio hacia sus compañeros de armas y a los oficiales que los mandaban se quedó en su cerebro de reviniente, hasta el punto de que decidió alimentarse solo de soldados alemanes que no llegaba a convertir en vampiros, tan solo los dejaba vaciados de su sangre y muertos del todo.
Bolt llegó a París y por medio de sus actos llamó la atención de la Resistencia desventrando alemanes de noche. Todo empezó el 3 de octubre de 1943 con una oscura masacre de boches cerca del 133 de la avenida Malakoff. En adelante, unas veces junto a la brasserie Viel, en el bulevar de la Madeleine, donde habían abierto una sede de ayuda social al NSDAP de los nazis, y otras en los aledaños de la estación de metro Porte-Molitor, Bolt actuaba a sus anchas.
Cuando los encontraban a la mañana siguiente, los cuerpos alemanes no tenían ni una gota de sangre en sus entrañas, conservaban un rictus de horror en sus desencajadas facciones y les faltaban trozos del hígado y de otras partes del vientre.
La investigación no pasó a la Gestapo en un primer momento, sino que se llevó a cabo por inspectores de la Kripo, la policía criminal, sin ningún resultado. Pero pronto empezaron a aparecer oficiales asesinados con ese mismo ensañamiento, y la Gestapo tomó cartas en el asunto, al considerarlo un sofisticado acto de sabotaje. Indudablemente para ellos se trataba de una maniobra judía de venganza.
Hubo represalias y fusilamientos. Bolt, después, eliminaba a los soldados que habían actuado en la represión. Los mataba uno a uno, y por separado. Durante los meses de octubre y noviembre del 43 hubo en París un total de cuarenta y nueve muertos en esas circunstancias, de los cuales once eran oficiales con rango de Leutnant (subteniente), pero uno de ellos era Oberst (coronel). El resto simples Schütze.
La ola de crímenes desconcertó a las autoridades militares, que daban bandazos sin saber a quién culpar, si a células comunistas o a delincuentes comunes. Detenían, por si acaso, a sospechosos de ambos lados. Finalmente la autoría de aquellos hechos repulsivos se atribuyó a la Resistencia gaullista. Pero nadie entre las filas de la clandestinidad sabía quién era el verdadero causante de aquella acción terrorista que tan buenos resultados dio contra los invasores. Nadie, tampoco, se atrevió a reivindicar su autoría en falso. El vampiro Heinz se volvió un justiciero colectivo y sin rostro.
Acabada la guerra, siguieron buscando al invisible héroe desconocido. Fue condecorado en ausencia. El propio general De Gaulle, con desconcierto, prendió la Medalla al Valor de la República sobre una bandera, la misma que ondeó desde el balcón del Ayuntamiento durante varias semanas en honor del anónimo verdugo. Cuando eso ocurrió, Heinz Bolt, como una Pimpinela Escarlata del vampirismo, había pasado a Inglaterra. Allí se manifestó a Josephine y le contó su historia.
Esto no es propio de vampiros, salvo que Bolt tuviese una intención encubierta, como así era, por hacer un daño mayor a las tropas de la Wehrmacht, aterrorizar y confundir al ejército en el que había servido. Bolt era un vampiro culto, según Spinardo, un tipo erudito a la manera de Ernst Jünger (este escritor, por cierto, fue precisamente el único alemán a quien Heinz vampirizó en París).
En cuanto a Josephine Spinardo, Sarah me hizo notar que no existía ningún documento sobre su divorcio. Tal vez se perdió. O tal vez no se llevó a cabo. Puede que su marido, al verla tan eufórica y renovada, decidiese no continuar con la solicitud de separación. Pero tampoco existe ninguna referencia sobre Michael Donleavy, salvo su partida de nacimiento en Manchester. En cambio, sí se puede hallar, con cierta dificultad, una lápida en el Tower Hamlets Cemetery, de Southern Grove, que lleva el nombre de Josephine Donleavy. ¿Son ahora, ella y Heinz, vampiros? Nadie ha abierto jamás esa sepultura, ni nadie lo ha considerado necesario tampoco. Sarah apostaría que dentro está únicamente el cuerpo de Josephine, de soltera Spinardo, en perfecto estado de conservación e incorrupto, pero ni rastro de su marido, tal vez consumido por Heinz Bolt hasta vaciarle por completo de su ruaj.
El caso de Marubhati
Aún no se habían ido de mi cabeza los ecos de la historia del «buen» vampiro del París de la Ocupación, cuando Sarah me habló de otra «causa justa» no menos singular. Vi luego el informe en el archivo. Había poca documentación, apenas los datos sustanciales y un enigma:
Fue en la India, en un pueblo del estado de Uttarakhand. Un vampiro degolló con sus dientes y se bebió la sangre de toda la corporación municipal del pueblo de Marubhati después de que los ediles aprobaran un plan para anegar los arrozales del pueblo e incluso el pueblo mismo.
El precio que puso el vampiro por su gesto fue convertir en vampira a la muchacha más bella del pueblo.
Al principio la muchacha se resistió, pero a las pocas semanas dejó de hacerlo y, ¡al cabo de treinta años!, el vampiro la llevó definitivamente al otro lado con él. Mientras tanto, como Sarah a Nemus, aquella joven había servido de alimento al vampiro —en amor recíproco— hasta que se hizo una mujer madura. El pueblo de Marubhati se había salvado gracias a los dos. Para recordarlo, erigieron un monumento en el que un hombre y una mujer se funden en un abrazo como si se mordieran. El rostro del hombre desapareció enseguida de la estatua. El de la mujer fue desdibujándose con el tiempo por la erosión.