En cierta ocasión, Sarah viajó de Roma hasta Brujas solo para comprobar algo con sus propios ojos. Acudió a visitar la Heilig-Bloedbasiliek o basílica de la Santa Sangre, en donde se guarda la reliquia de la sangre de Jesucristo. La misma Brujas que era la ciudad de Bloch, la ciudad donde estuvo —o está todavía— aquel vampiro llamado Arnus Utz.
Se dice que lo que hay en aquella ampolla con sangre coagulada, traída en el siglo XII de Tierra Santa por el conde Thierry de Alsacia, son gotas de la sangre que enjugó José de Arimatea cuando embalsamó el cuerpo de Jesús. En la ocasión del Viernes Santo se licúa en la vigilia nocturna. Pero, según algunos, se ha demostrado que se licúa muchas más veces de las que la Iglesia dice. Siempre por las noches. Y esto es lo que necesitaba comprobar Sarah. Aparte de albergar la remota esperanza de que se le manifestara en los aledaños de esa basílica uno u otro vampiro, Bloch o Utz, o los dos a la vez.
La sangre, allí donde esté y sea de quien sea, siempre le lleva a Sarah a pensar en vampiros, y me parece normal. A mí también. Lo de la sangre de Cristo, además, es todo un enigma que ella se empeñó en resolver. Empezó por aquella ciudad.
—¿No es de Cristo la frase: «Esta es mi carne, tomad y comed; esta es mi sangre, tomad y bebed»? —dijo Sarah.
—En efecto.
—Y, Thea, dígame, ¿no le parece esa una manera bastante directa y franca de hablar de canibalismo? ¿Y qué me dice de lo de la sangre?
Me estaba examinando.
Al igual que ella, estoy convencida de que los primeros seguidores de Cristo recordaron estas palabras y entendieron perfectamente a qué se referían. Uno de ellos fue aquel José de Arimatea.
José de Arimatea era alguien muy cercano a Jesús, uno de sus discípulos más directos, pero también de los más secretos, ya que actuaba clandestinamente debido a su buena disposición con las autoridades romanas por pertenecer al sanedrín de los jueces. No obstante, el vínculo con Jesús era profundo por ser familiar, en tanto que tío abuelo suyo, hermano de su abuelo Joaquín.
Era José de Arimatea, además, un hombre rico y muy querido. La leyenda cuenta que empleó su fortuna, ya en su vejez, en hacer un viaje al extremo del mundo, hasta las actuales islas británicas, llevándose consigo el Grial, el recipiente o copa con que recogió la sangre del cuerpo de Cristo desde el Gólgota hasta la tumba.
¿Y qué hacía con aquella sangre que recogía y que aún manaba de un cadáver? ¿O aquel cuerpo que bajaron de la cruz no era un cadáver… aún?
Sarah me explicó que hay investigadores que sostienen que el canibalismo velado al que se refería Jesucristo fue tomado al pie de la letra por José de Arimatea, fanático seguidor de las ideas mesiánicas de su sobrino. José, llevado de ese fanatismo y sirviéndose de ese Grial, llegaría a comer y beber directamente del cuerpo de Cristo en su tumba, que era, además, de su propiedad, como lo eran todos los lugares donde estuvo viviendo Jesús en Jerusalén, incluido el cenáculo de la última noche.
Pero quienes sostienen esto —y Sarah los secunda, amparada por la confirmación callada de Nemus— van también más allá del hecho caníbal y encuentran un nexo entre Jesús y el vampirismo en la misteriosa resurrección de Cristo.
Para ellos, según está escrito en ciertos libros apócrifos y en otros dados por heréticos, como los de Ancino Marro y Filipo de Éfeso, Cristo era probablemente un jefe vampiro, incluso lo identifican como el mismo Gazar, cabeza de la estirpe de la Cuarta Esfera, quien vampirizaría a José de Arimatea en el sepulcro in extremis antes de morir. Allí lo habían depositado sus seguidores después de que los romanos trataran de empalarlo en los tablones a los que luego la Iglesia de los primeros siglos, pero muy alejada de la realidad, dio apariencia de cruz.
El empalamiento, que en la imaginería cristiana pasó a ser un simple lanzazo en un costado, hizo su efecto y Cristo-Gazar murió, pero no en el lugar donde lo «clavaron» (otra alusión edulcorada al hecho de ser atravesado por una estaca), sino en el sepulcro al que José de Arimatea y los suyos lo trasladaron.
Algunas teorías dicen que allí se llevó a cabo el último acto vampírico de Jesús, pero, en vez de la mordedura, si es que no se pudo materializar, se efectuó la mezcla de sangre por la vía de la ingestión del cuerpo y de la sangre en el instante mismo de la desintegración, es decir, de la muerte real. Aquella desintegración se hizo pasar por una resurrección misteriosa al cabo de unos días. Todos, con el tiempo, lo creyeron.
No es posible por ahora demostrarlo, pero José de Arimatea hizo todo aquello sin la ayuda de nadie, y lo hizo consciente de lo que estaba haciendo. Lo hizo mientras limpiaba el cuerpo en el sudario, y paradójicamente, siendo como era un hombre principal y con sirvientes, insistió en hacerlo totalmente solo, sin testigos. Ni siquiera permitió que lo ayudaran las mujeres que acompañaban habitualmente a Jesús. A partir de aquel momento, nadie vio ya, ni vivo ni muerto, el cuerpo del Maestro. Se produjo la transición de ser un no-muerto a ser un muerto absoluto.
José de Arimatea, seguramente, pasó esa noche a ser un vampiro, tal vez el nuevo Gazar.
Sarah vio la sangre de Cristo convertida en un líquido viscoso durante la noche en que, ayudada por alguien de su círculo en Brujas y después de una cuantiosa propina al sacristán, logró colarse dentro de la basílica nada más cerrarse al público. El tiempo corría despacio allí dentro. Hubo de esperar unas horas hasta que a las doce en punto, en la penumbra del templo, aquellas gotas con aspecto sólido como el lacre se transformaron en un líquido rojo vivo.
Tenía a un palmo de su cara aquella sangre reviniente. A un palmo de su mano. ¿Cómo Sarah no lo había pensado antes?
Corría el rumor, fruto de las leyendas medievales, de que en las llamadas misas negras de brujas y diablos, entre los que contaban también a los vampiros, se usaba la frase de Cristo: «Aquel que coma mi carne y beba mi sangre tendrá vida eterna». Pero lo que la gente ignora es que esto pasó a ser una condición literal después de la conversión vampírica de José de Arimatea.
—Desconocemos, obviamente, qué clase de vampiro sería en aquel entonces, y cómo haría para evitar la luz diurna. Pero su aparición, casi setenta años después, en Britania con el Grial y «pisando tierra de Jerusalén», como dicen las crónicas, lo que demuestra que fue hasta allí enterrado de alguna manera, avala aún más la teoría de su condición de no-muerto. Sobre todo porque no se conocen testimonios claros sobre su vida desde el momento en que entró en el Santo Sepulcro con el cuerpo de Cristo en brazos. Al menos de su vida a la luz del sol.
Por otra parte, Sarah me hizo notar que todo lo que guardaba relación con Jesús y José, en los días y semanas previos a la muerte de Cristo, sucedía de noche. Esto también era bastante revelador.
El propio Bloch, antes de su vampirización y, por tanto, desaparición a los ojos de Sarah, dejó escrito en sus notas que Cristo, más que probablemente, era también un vampiro. Tal vez Arnus Utz se lo revelara.
Pero era tal la carga posibilista de una herejía así que esta es la mayor razón por la que la Iglesia siempre atacó a los vampiros sin descanso más que a ninguna otra especie saturnal, achacándoles desde el principio una condición demoníaca irrefutable, casi con categoría de dogma.
De hecho —y esto era lo más asombroso aún— los más recientes estudios del círculo vampírico de Sarah estaban descubriendo, gracias a las confesiones y explicaciones de sus respectivos vampiros «de adopción», que el Cristo-hombre, el judío Yehosuá o Joshuá, es decir Josué (que quiere decir Salvador) era miembro de una sociedad rudimentaria de vampiros, de adoradores o bebedores de sangre, o cuasi-caníbales. Gazar en estado elemental o puro.
Solo con imaginarlo me dio vueltas la cabeza.
Lo que dijo Jesús sobre su sangre y su cuerpo lo dijo literalmente. Sus desapariciones en el desierto tendrían que ver con los ritos de aquella cripto-sociedad caníbal. Él sentía su cuerpo y su sangre como alimento y bebida. Pero también sentía así el cuerpo y la sangre de los demás. Tal vez en esta clave es como haya que interpretar la multiplicación de los panes y de los peces, o la conversión del agua en vino. Son transformaciones «disfrazadas» de momentos vampíricos caníbales: el pan y el pez equivalen a la carne, y el vino a la sangre. El lugar, un encuentro clandestino de la sociedad secreta a la que él pertenecía. ¿Por qué no pensar que aquella era una reunión de la Cuarta Esfera?
La vida eterna prometida era una eternidad vampírica, y probablemente en aquellos tiempos sería más humana y normal.
—Le revelaré algo, Thea —me dijo Sarah finalmente—. Hemos encontrado textos de romanos y de judíos helenizados, totalmente despreciables para el cristianismo canónico, que explican de muy diversas maneras un hecho asombroso: al parecer, tanto algunos legionarios enloquecidos como los seguidores de aquella sociedad caníbal de Jesús chupaban la sangre de los crucificados cuando descolgaban sus cuerpos de los maderos. ¡Y pensar que todo el rito cristiano católico procede de una extrapolación de aquellos impulsos vampíricos y devoradores!
Pero la verdadera confesión de Sarah fue que me reconoció haber sustraído la verdadera ampolla de la Santa Sangre que estaba en el altar y que tuvo tan cerca. ¡Incluso me la mostró en su casa, y pude verla, insignificante y magnífica a la vez, líquida de noche y coagulada de día! Sin nada que se lo impidiera, Sarah la había robado en Brujas la noche en que estuvo encerrada en la basílica, cambiándola por otra falsa con dos gotitas de sangre de Nemus.