Relativo a los biboristas, hay que hablar ahora del testimonio de Pierre-Marie Bloch. Este belga, directivo de ventas de la fábrica de bombones Godiva, vio a un vampiro devorar literalmente a una joven ciclista en Brujas (la Brujas, la muerta, de Rodenbach). Está documentado en los archivos de Sarah.
El upiro lo hacía en lo más oscuro de uno de los callejones laterales del Museo del Chocolate, en la Wijnzakstraat. Era un día de marzo del 2000. Aquel ser se estaba comiendo el hígado de la chica con fruición, hasta que reparó en la silueta del trajeado Pierre-Marie, atónito ante lo que estaba viendo.
El vampiro —un auténtico y verdadero biborista de boca y barbilla púrpuras— vio cómo él lo observaba y continuó con su labor sobre el abierto costado de la joven hasta que se sació del todo. Luego se puso de pie y se dirigió hasta donde se encontraba Bloch, totalmente incapaz de dar un solo paso. Pero el vampiro también parecía caminar con dificultad. Rebosaba sangre como un bidón con patas.
Fue así como, lejos de atacarlo, debido a la monstruosa hinchazón de su cuerpo, el vampiro dio varias vueltas en torno a Bloch y, caballerosamente, se presentó como Arnus Utz, caníbal.
Bloch, ante la voracidad de la que acababa de ser testigo, no podía adivinar que aquella presentación no estaba exenta de sentido del humor. El cuerpo, aún ensangrentado, de la joven ciclista permanecía a pocos metros de ellos. Eso no era para bromas. Pero se puede decir que había algo tragicómico en Arnus Utz y su apariencia de enorme bola a punto de echar a rodar; además, cuando hablaba salpicaba motas negras y rojas.
Sin embargo, renunció a su agresividad y se atrevió a confiar en Bloch; decidió «adoptarlo», asumiendo una postura de mansedumbre a su lado. Aquello le causó a Bloch una profunda impresión.
Todo caníbal busca siempre apropiarse de la energía vital del otro mediante la ingestión de la carne ajena. Los vampiros introducen una variante en el canibalismo al uso, ya que beben la sangre, pero no desprecian jamás, cuando la ocasión se lo brinda, hincarle los colmillos al hígado. Existe mucha literatura al respecto y hasta parodias en el cine; pero también hay casos de este tipo de canibalismo, nada graciosos, en los expedientes policiales de criminales y asesinos; sin embargo, casi nunca se vinculan con el vampirismo.
Esta víscera, el blando y rojizo hígado, es, además de la sangre, el único objeto de placer vampírico, pero la ansían muy de vez en cuando, casi como una delicatessen.
Arnus Utz no era belga como Bloch, sino americano de Oregón, hijo de inmigrantes austriacos, y un aventurero idealista a quien le fascinaba el oro que nunca tuvo y siempre buscó. En 1867, cuando contaba veintidós años, partió para Alaska con la intención de hacerse rico. Ni que decir tiene que llegó a aquellos desolados parajes en plena fiebre del oro. Allí, en el poblado minero de Mineghart, se codeó con todo tipo de malhechores y desarraigados hasta que sucedió la hecatombe: la mañana del 16 de febrero el campamento amaneció con decenas de cuerpos desventrados, cadáveres casi todos sin su hígado; algunos de esos órganos aparecieron, con descomunales dentelladas, en las orillas del riachuelo del oro; dentelladas que dejaban ridículas las fauces de los lobos, pero que no sabrían atribuir más que a los osos.
Contaron treinta y cinco muertos y quince desaparecidos. Entre aquellos desaparecidos figuraba Arnus Utz. Todos habían sido convertidos en vampiros por una horda de buscadores de pieles vampirizados que había empezado a devorar ese invierno a unos tramperos aislados por las tormentas, una vez agotados sus víveres. Venía aquella horda de la Alta California y todos eran miembros de una misma familia.
¿Qué hacía ahora Utz, casi ciento cincuenta años después, en aquel callejón de Bélgica, junto al Museo del Chocolate?
Su historia, tal como se la relató a Bloch, lo había llevado primero hasta Hong-Kong, en un navío con otros vampiros que fueron víctimas de implacables cazavampiros ingleses. Luego, único superviviente de la matanza de vampiros, se escondió en otro mercante cuya tripulación fue diezmada por él mismo, y recaló en las Seychelles prácticamente sin marinería a bordo. En esas islas estuvo enterrado casi un siglo y actuando con discreción entre los indígenas y los turistas. Llegado el año 2000, un mes antes de que Bloch lo viera, se había embarcado en el transatlántico de lujo Mirage du Midi sin saber que su puerto final era Amberes. Nunca había estado en la Europa de sus antepasados.
Bloch recordó haber oído hablar de ese nombre, Mirage du Midi. Era el del crucero cuya noticia había salido por entonces en todos los medios de comunicación debido a unos sorprendentes casos de pasajeros hallados en su camarote a medio devorar. Se pensó que en el barco campaba a sus anchas una fiera, un gran felino suelto, tigre o león, o los dos a la vez, pero nunca se encontró su rastro ni se les pudo dar caza. Cuando los ataques a pasajeros cesaron, se creyó que el animal o animales habían saltado por la borda y se habían ahogado en el océano.
Bloch supo, por confesión del propio Arnus Utz, que el «animal» buscado no era otro que el mismo Arnus y que se había dejado llevar por el canibalismo vampírico, como en el perdido poblado de Alaska de donde él salió en el siglo XIX.
Hay un libro clásico sobre la cuestión del ansia caníbal vinculada al vampirismo. Su autor es Philip Rohr y la obra se titula Dissertatio historico-philosophica de masticatione mortuorum (1679), que relaciona sin ambages el vampirismo con los ritos de los primeros cristianos practicados en el refrigerium, allá en las catacumbas, donde hacían las comidas rituales de celebración sobre las tumbas de sus mártires. Probablemente eran lugares donde se comían partes de los muertos. En esos rituales, la sangre corría de boca en boca, de unos a otros. Sangre que provenía de un vampiro, seguramente reviniente en el momento del rito o matado en el rito mismo. Vampiros y cristianos han tenido en el canibalismo un nexo común oscuro y muy premeditadamente oculto, como veremos.
En cuanto a Pierre-Marie Bloch, pasó a ser un vampiro biborista, pero antes de su sumisión al vampirismo pudo escribir con detalle su testimonio, que por diversos medios acabó en manos de Sarah Rubin. Ella no ha conocido a Bloch en su nueva identidad, pero todavía no ha perdido la esperanza.